Contaba Marta San Miguel que sabía que iba a escribir este libro una vez dejó su casa para irse con sus hijos y su esposo a Lisboa, ciudad donde su pareja había conseguido un nuevo empleo. Dejar el lugar de siempre, llegar a otro espacio a una nueva vida, a un espacio que ha sido también narrado múltiples ocasiones en la literatura y convivir de alguna manera con esa nueva persona que era ella en su nueva vida, fueron sensaciones y motivos suficientes para llenar sus libretas de apuntes y para sentir la obligación de volver esta historia una novela.
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“Desde el primer día que supe que nos íbamos, esta novela ya estaba naciendo. Sin saberlo, empezó cuando tuve que decidir qué llevarme en la mudanza. Ese es, de hecho, el tema central del libro: qué hacemos con las cosas que dejamos atrás, lo que perdemos o damos por perdido”, explicó Marta San Miguel, que aunque esta vez se aventuró a la ficción y a la prosa, en su escritura, como ocurre con todos aquellos que lo hacen, se siente la fuerza y la musicalidad de la poesía.
El duelo por una madre, pero también por las cosas que quedan atrás en una mudanza; el recuerdo de Quessant, el caballo que el personaje montaba de niña. Hay personas y objetos que componen nuestra memoria, y como lo dijo ella, de ahí se desprende nuestra identidad, nuestros nudos y formas de gestionar decisiones, emociones y acciones en la cotidianidad, una idea que quizás parafrasea a Gabriel García Márquez cuando dijo que “La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Hablemos entonces de Lisboa. Por ahí se menciona a Pessoa, pero qué relación tiene usted con este lugar
Lisboa es una ciudad bellísima, y eso explica por qué está tan llena de turistas. La visité hace 20 años y volví en 2019. Había cambiado radicalmente por la entrada de capital extranjero. Barrios que estaban deteriorados, prácticamente cayéndose, comenzaron a rehabilitarse. Ver cómo esos edificios volvían a su esplendor era reconfortante, pero también me hacía preguntarme a qué precio.
¿A qué costo estamos consiguiendo que Alfama vuelva a lucir así? Muchos de esos edificios se convirtieron en pisos de alquiler vacacional. No tengo una respuesta definitiva, pero la novela plantea esa duda: ¿de qué forma habitamos los lugares que visitamos? Esa pregunta me la hice yo misma, porque lo que detonó la ficción fue una experiencia autobiográfica.
Desde mi ventana veía un edificio en obras y no podía dejar de pensar en eso: ¿hasta qué punto, en nombre del progreso, tomamos decisiones que nos hacen olvidar quiénes somos? La ciudad lo hace. Y la protagonista de la novela también: deja atrás cosas fundamentales en nombre de la estabilidad, del trabajo, de pagar facturas. Ese es el reto que enfrenta: ¿quién soy cuando dejo de ser todo lo que era?
¿Por qué Quessant, el caballo, tiene tanta relevancia? ¿Es autobiográfico?
Quesant existió, pero en la novela es un caballo de Troya. Parece que se cuenta la historia de cómo se cuida a un caballo viejo, cómo se monta, cómo se le peinan las crines… Era un entorno muy familiar para mí, aunque muchas personas jamás han estado cerca de un caballo. Aun así, hay algo magnético en ellos. Hayan montado a caballo o no, la gente se queda mirándolos. Representan cualidades bellísimas. En la novela, recordar a Quesant permite a la protagonista recuperar lo importante. Nuestra identidad está en la memoria, en lo vivido, en los afectos. Cuando en la adultez sientes que tienes que empezar de cero, recordar esos afectos fundacionales te da la fuerza para avanzar.
Hablemos ahora de la madre del personaje. Hay una frase fuerte: que al morir la madre, ella queda en desventaja con el resto del mundo.
Esa frase es fundamental. Perder a alguien tan cercano es una tristeza enorme, pero el duelo va más allá: pierdes una parte de tu identidad. Esa hija ya no existe. La protagonista debe aprender a ser madre sin tener a su madre. ¿Cómo lo hace? Tirando de la memoria. Y siempre lo distingo de la melancolía. La melancolía te ata al pasado. La memoria, en cambio, guarda lo importante. En momentos críticos, es lo que te da fuerza para salir adelante.
“Los nudos solo se deshacen sin tirar de ellos”. En la novela también habla de “esponjar los nudos”. ¿Tiene relación con eso?
Sí, completamente. Todos hemos sufrido pérdidas: familiares, amistades, mascotas, trabajos, casas. La pérdida es parte de la vida, y el dolor que genera puede hacernos enconarnos. Pero si tuviéramos una relación menos tensa con el dolor, si asumiéramos que forma parte de estar vivos —igual que la muerte—, podríamos ver la presencia que tienen las ausencias en vez de solo el dolor que generan.
Sobre eso, hay una frase que me impactó también: “La muerte es la misma sobre todas las cosas. Lo que cambia es el dolor y lo que ese dolor destruye”.
Es muy difícil asimilar que algo que estaba, de pronto deje de existir. Algunas muertes son más traumáticas que otras. Pero lo que quería decir con esa frase es que no hay muertes de primera o de segunda. No importa si la pérdida es de un perro, una madre o una ciudad. La muerte es desaparición, y el ser humano es incapaz de asimilar la desaparición. Vivimos sabiendo que vamos a morir, pero no lo aceptamos.
Desde el principio del libro se siente un miedo profundo, que atraviesa la historia. El personaje dice: “Me asusta sentarme a esperar a que no suceda nada en un espacio sin posibilidad de escapatoria”. ¿Cómo exploró ese concepto?
Antes hablábamos del progreso. Seguimos una línea: colegio, universidad, trabajo, casa, coche, pagar facturas. Y benditos quienes pueden hacerlo. Pero en esa rutina, muchas veces dejamos de lado lo que era esencial para nosotros. Es lo que le ocurre a la protagonista: desaparece en esa idea de progreso.
Lisboa también está en ese camino: busca ser moderna, europea, cosmopolita. Pero ¿qué desaparece en el intento? Es la misma pregunta: ¿quiénes somos cuando nos alejamos tanto de lo que nos hacía ser nosotros?
También está el miedo a los finales. Hay una frase que dice: “Temo lo que se termina”.
Claro, otra vez la muerte, la desaparición. Los finales nos obligan a preguntarnos: ¿He vivido con plenitud? ¿Con conciencia? ¿Aproveché las oportunidades? Hoy, por ejemplo, se acaba mi estancia en Bogotá. Y no es tristeza lo que siento, es “saudade”, como dicen los portugueses. ¿He aprendido? ¿He conocido gente suficiente? ¿He leído, he hablado lo suficiente? Los finales son pequeños recordatorios de lo que va a llegar. Y también una oportunidad para vivir con más intensidad, sabiendo que todo acaba.
Para terminar: los objetos. Me gusta cómo en el libro están llenos de memoria. La foto, la tecla que falta en el computador, la mesa de Ikea...
O incluso un simple boli del hotel, o el boleto del bus que usaste para visitar el Museo del Oro. Cuando vuelva a casa, ese papel será invaluable. Los objetos están cargados de energía emocional. Nos ayudan a recordar con alegría, no con tristeza. Aunque olvidemos muchas cosas —es natural—, esos objetos son pistas que nos dejamos para recordar quiénes fuimos, qué vivimos y para tener esperanza de volver a sentirnos así otra vez: profundamente vivos.