Me llamó la atención las dos reglas que se encuentran a la entrada de su restaurante Casa Mamá Luz: “Mamá siempre tiene la razón”, “si mamá está equivocada lea la regla N°1″ …
A pesar de que el Caribe es un territorio muy machista, siempre la mamá tiene la razón, por eso las reglas (…) Un día venía y un señor preciso estaba vendiendo esas reglas y se las compré y las puse ahí…
¿Pero cuál es su intención con que estén en el restaurante?
Es algo que lo hice inocentemente, pero mira que muchas personas se toman fotos con las reglas. “Mijo, tomémonos la foto” y señalan las reglas….
De pronto la gente se siente identificada con esas reglas…
Mis hijos y yo sí nos sentimos identificados (…) Yo trato de transmitir aquí esa identidad del Caribe.
Me gustaría que conversáramos sobre una frase que aparece acá en el restaurante: “la comida va mucho más allá de la satisfacción del apetito, o del placer con el sabor: es una representación…
Si yo te pongo a ti unas papas chorreadas o los mejores camarones, estoy haciendo un homenaje al pescador, a la tierra y al campo. Entonces, nosotros nos sentimos identificados con ese plato de comida y le hacemos un honor a ese suelo, a esa tierra, porque muchas veces nos falta ese amor a la tierra, y los cocineros eso es lo que debemos proteger. Todos los días voy a la plaza, tengo ese contacto; es muy bonito eso. Cuando uno deja de sentir ese contacto, es igual a cuando la madre se desprende de su hijo. Y la cocina es eso y es lo que uno debe transmitirles a las nuevas generaciones, cuando eso no se transmite, ni para qué, porque la platica se perdió. Por lo menos mis hijos —que son cocineros los tres— tienen que ir conmigo a la plaza. Nunca sabemos la necesidad que existe detrás de un plato de comida, por eso hay algo que contar detrás de cada cocina.
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¿De dónde cree que surge esa forma suya tan distinta de relacionarse con los alimentos desde la cocina?
Me crie en un territorio en el Caribe que se llama Ciénaga de Oro, es un pueblo en donde no hay ni brisa y los alimentos que encuentras allá son muy pocos. Tú de pronto encuentras ají dulce, ñame, yuca... los alimentos que se dan allá. Y cuando llegas aquí, a Bogotá, te encuentras este altiplano, con mazorca, con papa, y empiezas a valorar por cada lugar donde tú vayas. Aquí tengo la dicha y la felicidad de que todo lo encuentro, todo lo tengo a la mano, y si no lo tengo me lo mandan de los Montes de María. Eso hace que se forme una red increíble y es lo que nos hace falta mucho a nosotros los cocineros (no hablo de chefs). Cuando nos unamos en una sola voz entenderemos el valor de alimentar, por eso siempre digo que todos pueden cocinar, pero son pocos los que pueden alimentar. Eso es lo que transmito en la cocina o a donde voy: que se forme una sola red, que todos seamos un buen apoyo para formarla. La cocina ya se llenó de muchos egos. Tú vas a una cena de cuatro o seis manos, donde pagas ochocientos mil pesos por tu puesto, y la gente es: “qué rico tomarme una foto con ese plato”.
Pero ahí no está el valor real…
Exacto, ahí no está el valor real. La cocina mía es honesta, de respeto, y no sé hacer nada más, sino transmitir mis sabores a un plato de cocina, en donde desde la música que estás escuchando, te está transmitiendo lo que estás comiendo.
¿Cómo lograr esa red de apoyo entre los cocineros que mencionaba antes?
Hablándonos. Quitándonos de pronto ese maleficio que tenemos: queremos pasar por encima del otro, y no, todos somos iguales, desde cada uno de nuestros sabores. Cuando eso suceda seremos grandes porque tenemos mucho para formar. Lo podemos lograr porque otros lo han logrado, por ejemplo, tú vas a México y te comes México desde que te bajas del avión. Tú vas a una plaza de mercado allá y son llenas, pero acá, antes, nos querían quitar las plazas de mercado. Cuando yo empecé en la plaza, la gente decía: “huy, una plaza, qué asco”. La palabra plaza la tienen muy por debajo.
¿Cree que tal vez ese estigma se ha logrado disminuir gracias a lugares como la plaza de mercado La Perseverancia?
La plaza de La Perseverancia es un lugar que creció mucho y que tiene ahorita mujeres empoderadas, mujeres que se sienten orgullosas de ser cocineras, y venden muchísimo. Cuando me meto a la cocina en la plaza es divino. Un día me subí a una “tarima” para poder revolver la olla del ajiaco —como las cocinas de las plazas son abiertas y puedes mirar a tu alrededor, puedes ver todo lo que está pasando—, y me di cuenta de que había una familia saludándome; a mí se me salieron las lágrimas. La Perseverancia la integran mujeres que llevan muchos años, sesenta, ochenta; hay una señora que ya va a cumplir casi cien años, que es la señora María. Cuando yo salí de La Concordia y vine a La Perseverancia fue porque no quería otro lugar sino la plaza. Entonces, cuando yo me pongo un aviso que decía: “volvamos a las plazas”, era porque la que quería volver era yo.
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¿Por qué quería regresar? ¿Por qué ese amor por las plazas?
Para mí las plazas son el mayor encuentro tanto con la tierra, con la comida, con la gente (…) Es un sitio donde ves de todo. Mira, tú hablas con una cocinera de la plaza y te tira un cuento, tú hablas con un señor y te tira otro cuento (…) Es diferente cuando uno hace las cosas sin ningún interés…
Pero siempre hay detrás algún tipo de interés, ¿no?
(…) Cuando yo me presenté al mejor ajiaco de Bogotá fue porque quería que la gente fuera a la plaza. Yo decía: “¿Cómo hago para que la gente vuelva a la plaza?”. Cuando llegó lo del premio nadie me copió, pero yo me fui y me presenté no con el nombre de Tolú, mi restaurante, sino con el nombre de la plaza de La Perseverancia. Yo necesitaba que la gente fuera a ese lugar: a la plaza de La Perseverancia (ahí está la diferencia por lo que me estás preguntando).
No era usted la protagonista…
La protagonista era la plaza de La Perseverancia, no era yo, eso era lo que quería. Y cuando llegó ese premio a la plaza, comenzaron las noticias y la gente empezó a ir (…) Después llegó Netflix y ya el ajiaco se convierte en la sopa del mundo, ahora hay extranjeros por todos lados. Entonces, es chévere porque es la sopa que te abraza (…) Esa fue la sopa que me abrazó cuando llegué del Caribe: una señora me la brindó (…) Fue desde ahí que comencé con lo del ajiaco. Quería encontrar esos sabores reales, porque hay muchos ajiacos, pero era uno el que yo buscaba.
Aprovechando que menciona lo de Netflix… ¿Cómo fue posible que terminara participando en la miniserie Street Food: Latinoamérica?
Antes de ellos llegar a un territorio o a un país necesitan encontrar historias, según lo que me dijo el director. Y aquí en Colombia encontraron como cuatro, pero les gustó la mía. Yo estaba en México y una periodista me llamó y me dijo que me iban a llamar de Netflix, yo ni sabía qué era eso. Luego, me preguntaron que cuando regresaba a Colombia, yo les dije que el 12 de octubre, y ese día, a la hora que les había dicho, estaban sentados allá en la plaza de La Perseverancia. A las 9:30 a.m. estaban unos señores grandísimos que no hablaban nada de español (…) Entonces, ellos hablaban conmigo y con el chico que les traducía.
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¿Rescata algo de esa experiencia?
Todo. De Netflix, aparte de toda la bulla que ocasionó, me quedaron amigos, la gente me escribe mucho, llega gente de allá. Hay algo que siempre me conmovió a mí y es la experiencia que nos falta mucho a nosotras las mujeres de creer y soltar para ser libres. Siempre lo he dicho, a las mujeres nos criaron con ese silencio o yo vengo de esa época. (…) Yo quería hablar de lo que había vivido, de lo que había sufrido, y fue Netflix quien me permitió hacerlo, porque ellos se identificaron conmigo, me dijeron: “se libre, no te preocupes”.
Sí, porque todos habían destacado su cocina, pero nadie sabía su historia personal…La historia de maltrato que había sufrido con Pedro…
Sí, nadie sabía. Entonces, estar tú cocinando y llorando cuando está una persona al frente tuyo, y que te abracen; es sentir ese abrazo así como de temblor (…) Alguien una vez me dijo: “Mi mamá sufrió mucho Mamá Luz. Ella murió por el COVID, pero siempre hubiera querido que hubiera hecho como tú”. Hay mujeres que me dicen: “Yo después de esto empecé mi negocio. Quise salir adelante. Me separé”. Mis hijos me dicen: “Mami, tú eres causante de muchas separaciones”. Y yo les digo: “No, hijos”. Pero pues son situaciones que todavía pasan.
¿Por qué cree que todavía pasan esas situaciones de maltrato?
Porque las mujeres no hablan, no cuentan (…) Es algo que sigue sucediendo desde las mismas casas, porque yo recuerdo que sufría y llegaba a la casa de mi mamá a las 3:00 a.m. con mi hijo pequeño, y a veces ella me decía “pero él es su esposo”, y así sucede (…) Yo hace poco estuve en un congreso en Cali en donde estuvieron más de 150 mujeres, cuando entré al auditorio ellas se pararon y yo me preguntaba: ¿por qué se paran? Era como ese respeto, ese agradecimiento por estar ahí, porque a muchas de ellas no las dejan salir, a muchas les cierran las puertas.
¿Qué siente usted al ver ese recibimiento?
No puedo decirte que orgullo, pero es como esa tranquilidad de que puedo brindarle seguridad a otras personas, que se sientan seguras de ellas mismas.
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Cambiando un poco de tema… Me gustaría que conversáramos sobre Ciénaga de Oro, su tierra natal. Me pasa algo con este municipio y es que para mí se quedó atrapado en el tiempo…
Tú vas a Ciénaga y se nota un avance, pero la cultura y la tradición sigue siendo muy arraigada (…) Yo ahorita tengo un proyecto con 35 mujeres de Ciénaga de Oro, se llama Lorana, es un proyecto increíble (…) No te imaginas las cocineras que son, y son felices, trabajadoras, tienen sus propios emprendimientos, lo han logrado de una forma increíble. Ellas han cambiado un poquito como esa cultura de vivir con cinco mil pesos.
¿Cómo cree que este proyecto impacta en la vida de ellas más allá de la cocina?
Yo creo que ellas llegaron a Ciénaga de Oro con otro concepto, gracias a las historias que escucharon aquí, las historias que narraba cada una, sintiéndose identificadas con lo que sus compañeras decían. Yo creo que eso no las cambia solo a ellas, sino que nos cambia a todas, porque eso también produjo un gran cambio en mí. Yo aquí puedo escuchar cualquier conversatorio en cualquier universidad, pero en Ciénaga eso no lo ahí, entonces tocaba traerlas.
Decía que las historias de estas mujeres también la transformaron a usted. ¿Cómo?
Crecer para mí también fue posible gracias a eso: a escuchar… Hay que aprender a escuchar y a sentirse uno identificado. Muchas veces uno va a las cosas y no pone en práctica lo que escucha (…) Si yo estoy sentada aquí es porque quiero escuchar y porque quiero que también me alimente, pero si yo no escucho, mejor me paro y me voy.
Sí, lo que usted dice me recuerda a lo que pasa actualmente en la sociedad: hay muchas voces al mismo tiempo, pero entre nosotros no nos escuchamos…
No, no nos escuchamos porque somos egoístas… Todavía no hemos aprendido.
¿En qué ha cambiado la “mamá Luz” actual a la que empezó vendiendo almuerzos en la 170?
De pronto me volví más fuerte. Cuando uno habla se libera de muchas cosas y uno forma como una especie de capa alrededor de uno, donde te proteges, proteges a tu familia y a las personas que están a tu alrededor. A mí me dicen muchas veces: “¿pero usted cocina? Y yo soy como: “Claro, si ese es mi vivir. ¿Cómo no voy a cocinar?”. Entonces me dicen: “es que usted es famosa”; pero yo no vivo de eso, lo que hice fue mandar una voz para todas, no solo para mí. Tú ves aquí fotos de mujeres, de lideresas sociales, emprendedoras, mujeres víctimas del conflicto armado (…) Yo trabajo mucho con mujeres, mi esencia es trabajar con mujeres.
¿Por qué ese enfoque?
Porque ellas para mí son como esa debilidad. Yo a ellas les digo “tienes que seguir, tienes que pararte”. Cómo les voy a decir a ellas que, si les dan un bofetón o algo tienen que quedarse ahí, tienen es que pararse y seguir. Trato de transmitirles esa fuerza. Hay mujeres que me han dicho: “Mamá Luz, es que allá en los Montes de María, en San Onofre, yo tuve que alimentar a los hombres que mataron a mi esposo y violaron a mi hija delante de mí, para que no me matarán también a mí”, eso es un testimonio muy duro. Y pensar ahora que esa persona ya está bien, ya sonríe, eso lo llena a uno de felicidad. Por medio de la cocina nosotros podemos transmitir paz y que se forme una herramienta de paz. La cocina alimenta y sana. Para mí la comida y la mesa son símbolos de refugio.
¿Cuál es su “polo a tierra? ¿Qué es lo que le permite seguir siendo la misma persona de siempre, sin dejarse llevar por la fama?
Yo creo que mi identidad no me permite dejarme llevar por eso. Mi identidad y el mismo sufrimiento no da para eso. Muchas personas me dicen sobre lo de Netflix: “¡qué capítulo tan lindo!”, y yo les digo “no, eso no fue lindo” … Eso fue duro… Para mí eso no fue bonito.
Claro… Se trata de desnudarse ante otra persona y eso no es fácil…
No…Y eso que todo lo que se contó en una semana y media quedó convertido en 20 minutos…
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Usted ha dicho que quiere hacer el menú de Cien años de soledad para ofrecerlo en el restaurante Casa Mamá Luz. ¿Por qué quiere rendir ese homenaje a Gabriel García Márquez?
En el Caribe, de niña, yo recuerdo que me encantaba jugar con las mariposas, y cuando fui a Aracataca, yo veía las mariposas en los patios de las casas. Entonces, dije: “hay que hacerle el homenaje a Gabo” (…) Es algo que tengo que estudiarlo muy bien para poderlo ejecutar, debo tener invitados para esa cocina, que seguro serán protagonistas del territorio de Gabo (…) Yo les dije a mis hijos: “Antes de morirme tengo que hacer ese homenaje”.