El Magazín Cultural

Otra vez lo mismo (Cuentos de sábado en la tarde)

Feliciana María se levantó ese día como de costumbre a las cinco de la mañana a rezar el santísimo rosario. Se sentó en el borde de la cama y, a tientas, trató con los pies de encontrar las chanclas, cuando sintió que se hundía en el agua.

Eduardo Jara*
27 de agosto de 2022 - 10:24 p. m.
"Feliciana tenía setenta años y aunque había vivido muchas inundaciones, esta la había sorprendido, no solo por la hora en que se dio cuenta, sino por el embate de las aguas que amenazaban con llevarse todo. Y aunque ya no tenía las fuerzas de unos años atrás, estaba dispuesta a hacerle frente a este suceso como tantas otras veces lo hizo con otros".
"Feliciana tenía setenta años y aunque había vivido muchas inundaciones, esta la había sorprendido, no solo por la hora en que se dio cuenta, sino por el embate de las aguas que amenazaban con llevarse todo. Y aunque ya no tenía las fuerzas de unos años atrás, estaba dispuesta a hacerle frente a este suceso como tantas otras veces lo hizo con otros".
Foto: Camila Granados Arango

–¡Dios mío…! ¿Qué es esto? –gritó llena de terror, sin que nadie le respondiera inmediatamente–. ¡¿Qué ha pasado, santo cielo?!

El piso se había ido abajo y la casa se encontraba de repente rodeada de agua, al igual que la mayor parte del pueblo.

La niña Fela, como la llamaban todos quienes la conocían, pensó, un poco aturdida por la sorpresa, en sus pequeñas sobrinas y trató de auxiliarlas; pero no podía desplazarse fácilmente hacia donde ellas dormían. Entonces llamó a todo grito a su cuñada Hermelinda y a los niños de la casa sin recibir respuesta.

–Tenemos otra inundación, ayúdenme a alzar las cosas, si no el agua se las lleva –dijo.

–¡Qué manera esta de despertarnos Fela, con la casa anegada! –le dijo su cuñada, antes de saludarla, y un poco sobresaltada también.

–Sí, mira cómo amanecimos, con el agua de visita.

–¡Qué cosa tan grande, por Dios! Y anoche que estuvimos hablando de que ya llevábamos tiempo sin estas crecidas. Quién se iba imaginar que hoy nos iba a tocar otra vez. Es como si la hubiéramos llamado, Hermelinda.

Poco a poco todos en la casa se fueron enterando de la emergencia y a preguntar apurados acerca de lo que estaba ocurriendo. Salían de sus cuartos como si lo hicieran de los camarotes de un barco que se está hundiendo: alarmados y confundidos, sin saber para dónde coger.

Al poco tiempo, ya reunidos todos, empezaron a comentar la emergencia.

–Bueno, tenemos otra inundación, otra vez la misma historia –recordó Feliciana.

–No parece la misma –le interrumpió su sobrino Daniel–. Esta se ve mucho más grande, pues mira el nivel que ya alcanza el agua de un día pa otro. Esperemos que no se complique más la crecida como ocurrió el año pasado, no solo aquí en el pueblo, sino en todos los pueblos desde allá arriba y hasta la desembocadura del río, que duró en emergencia como un mes y ya la gente no aguantaba más, parecíamos como conejos enlomados. ¿Te acuerdas? Debemos prepararnos rápido para esta y no estar tan confiados.

–Bueno, de cualquier manera y como quiera que sea, a preparar las cosas. Tenemos que seguir viviendo, ¿no? No tenemos muchas opciones para escoger. Ayúdenme a buscar dónde poner la máquina de coser para que no me la dañe el agua. Con agua o sin agua tenemos que seguir trabajando.

Entonces se dirigió con paso lento, pero completamente erguida, hacia su máquina de coser.

–Por lo pronto, alcemos las cosas que no se pueden mojar –les pidió a sus sobrinos mientras arreglaba las telas, hilos, forros y otros objetos para empezar a trabajar.

Feliciana tenía setenta años y aunque había vivido muchas inundaciones, esta la había sorprendido, no solo por la hora en que se dio cuenta, sino por el embate de las aguas que amenazaban con llevarse todo. Y aunque ya no tenía las fuerzas de unos años atrás, estaba dispuesta a hacerle frente a este suceso como tantas otras veces lo hizo con otros.

–Caramba, en el momento que viene a presentarse esta emergencia; y con tanto trabajo que tengo. Y las pelás van a volver a perder clase porque la escuela no puede abrir, porque segurito también amaneció anegada, se van a atrasar otra vez. Y Antonio, que está trabajando allá para el Dividivi y solo viene hasta el sábado –murmuraba como repasando todos los compromisos que tenía.

Sentía la obligación de velar por toda la casa en este trance para salir del impasse con buena ventura.

–Bueno, esta no es la primera inundación, ni será la última. Así que, como dicen por ahí, al mal tiempo buena cara.

Al poco rato, ya todos conscientes de la emergencia trataban de hacerle frente en medio del susto y la confusión, y se buscaban mutuamente, a veces sin darse cuenta quién estaba cerca de quién. Era septiembre y había llovido durante todo el mes, de forma que el río se había desbordado hasta juntarse con las aguas de la ciénaga, como siendo cómplices de la calamidad que enfrentaba ahora el pueblo.

El río arrastraba troncos, ramas de árbol, matas de maíz y plátano y animales que no lograban ponerse a salvo. Lida Margarita, que aún no tenía doce años, miraba sorprendida a su madre y a su tía, como esperando indicaciones de que hacer.

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–¿Será que podemos ir a la escuela? –preguntó la niña.

–No creo, esta creciente no deja, está más fuerte que de costumbre –le respondió su madre, mientras se dirigía a la cocina a preparar un café.

–Sí, eso parece –agrego Feliciana, ya instalada frente a la máquina de coser–. Dios nos proteja.

–Fela, ten cuidado con las telas y los hilos, no se te vayan a caer al agua y mira que el entablado quedó alto. Ten cuidado no te vayas a caer tú también –le dijo.

Ese amanecer se hizo más largo que de costumbre. Los perros ladraban asustados, las gallinas cacareaban encaramadas en los árboles y por todas partes empezaban a escucharse los gritos de los vecinos. El cielo estaba gris, y aunque había escampado, todo indicaba que iba a seguir lloviendo, justo a esa hora cuando normalmente el sol ya calienta duro.

–Allá parriba debe estar lloviendo. Miren que está nublado y oscuro –dijo Hermelinda.

El nivel del agua crecía poco a poco. Muchas cosas empezaron a flotar en la casa, como en un naufragio, en los cuartos de dormir, en la cocina y en el patio.

Daniel consiguió una canoa en casa de su vecino Alberto y fue hasta la tienda a comprar algunas provisiones para la casa.

–¿Qué cree usted, señor Manuel, hasta cuándo vamos con esta creciente? –le preguntó al tendero.

–No, no se sabe nada seguro. Lo que sí sabemos es que en otros años esto no comenzó tan rápido, por eso de pronto dura más. Lo único cierto es que esto está muy fregao –le comentó mientras arreglaba los víveres en un talego de fique que había llevado su cliente.

De regreso a la casa Daniel se encontró con un grupo de hombres que empezaban a reunirse en la caseta de Cristóbal para coordinar las tareas de emergencia y para cuadrar los turnos de vigilancia de la creciente.

–¡Daniel, ayúdanos a llenar de tierra estos sacos para tapar las bocas que abrió el río! –le pidió el coordinador de la brigada.

–Voy a la casa y regreso. Ya traigo más gente.

Feliciana confiaba en que esta emergencia pasaría pronto y poco a poco se retornaría a la normalidad. Así que durante el día la vida transcurrió dentro de lo que pasaba cuando se presentaban estas calamidades. Los hombres del pueblo se organizaron en grupos y designaron los vigías para que en la noche estuvieran pendientes y no los cogiera una corriente más fuerte por sorpresa y armaron barreras de contención en las bocas que abrió el río. Con la confianza de quienes han batallado toda la vida, esta dificultad también esperaban superarla.

También como, había ocurrido otras veces, nadie pensó en salir de su casa por causa de la inundación. Por el contrario, todo mundo trató de sobrellevar esta azarosa visita sin dejar de atender sus actividades diarias. Se preparaba la comida, se cuidaba a los niños –que no podían ira a la escuela–, se atendía a los animales que aún quedaban y se hacían, con muchas vicisitudes, las vueltas en los pueblos vecinos o en la capital del departamento. La solidaridad entre los vecinos no esperaba y cualquier problema se volvía causa común.

Algunos niños aprovechaban para jugar, subían a las mesas y se lanzaban al agua, otras veces se encaramaban en las canoas y paleteaban hacia las casas vecinas haciendo algún mandado o jugando con sus amigos, hasta que los regaños de sus padres los obligaban a regresar. Otros habitantes trataban de salvar sus animales llevándolos a montes cercanos.

En la noche la situación fue más complicada, pero se trató de pasarla de la mejor manera posible. En algunas casas el agua prácticamente alcanzaba las camas y chinchorros, y la movilización se hizo más difícil, pues para empeorar las cosas, el servicio de energía eléctrica se dañó. Feliciana reunió a su familia y le dio algunas indicaciones de seguridad como que permanecieran donde se pudieran ver el uno con el otro, que no se alejaran de la casa y que tuvieran cuidado con los animales, no fuera que una culebra los mordiera:

–De esas que abundan en el agua.

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Al día siguiente la inundación continuó, pero esto tampoco alarmó al pueblo. Se consideraba que luego de un par de días la creciente empezaría a bajar y retornaría a su cauce. En la casa flotaban ahora más cosas y las paredes de madera parecían no aguantar la embestida del agua, por lo que fue necesario colocar tambos y soportes para subir un poco más las camas. También se trató, como se pudo, de cuidar el televisor y el equipo de sonido. Las dificultades aumentaban por todos lados.

Virgilio, el hijo mayor de Hermelinda, que ahora era beisbolista del equipo departamental, pedía salir pronto de la casa.

–No seas pendejo mijo, yo a ti te crie vendiendo chicharrones que fritaba con el agua a las rodillas – le respondió su madre, cuando este le insistió en abandonar la casa y buscar refugio en otra parte–. ¡Ahora tampoco va a pasar nada!

–Sí, mami, eso es verdad, pero eran otros tiempos y tú estabas más nueva. Además, hasta donde recuerdo, las inundaciones no eran así de grandes. De todas maneras, creo que ahora nos queda difícil vivir como patos: un tiempo en lo seco y otro en el agua.

–Esto pasará pronto, ya lo verás, no te preocupes tanto.

–Cómo no me voy a preocupar, si veo que esto cada día está peor. Como no estemos listos, el agua nos puede llevar también a nosotros.

En el tercer día la inundación bajó un poco y esto animó a todo el mundo, incluido el sol que parecía calentar con más fuerza que de costumbre. Las aguas se veían más mansas y el día

parecía más alegre, como si todo fuera a regresar como estaba antes. En la mañana lloviznó un poco y luego salió el arco iris, trazando en el cielo un semicírculo de colores amarillo, verde, azul, rojo y naranja. A un lado del pueblo emergió una pequeña playa donde algunos pisingos se dieron un banquete con los insectos y semillas de cultivos de arroz de la ribera.

Daniel llegó a la casa con un costal lleno de moncholos. Había estado de pesca con Angelino y otros amigos aprovechando la multiplicación de los peces que, como el milagro, se veía en la inundación.

–Esto nos alcanza como para diez días –dijo–. Con esto, y unas yucas que consigamos, tenemos para no morirnos de hambre.

Se aprovechó la tregua para mover de sitio algunas cosas y para conseguir alimentos en las tiendas, que tampoco tenían mucho que vender. En el pozo que se formó en el patio se veían saltar las cheritas y por las paredes de la casa subían las sanguijuelas, pero nadie hacía nada con ellas. El temor en la casa era con las culebras y los caimanes, que ya en otras inundaciones se les había visto aparecer donde menos se pensaba.

Sin ponerle mayor atención a las incomodidades, se trató de continuar con las actividades rutinarias: Feliciana siguió atendiendo los pedidos que ya tenía de vestidos para fiesta, uniformes para el colegio y –aunque no le gustaba– remiendos de última hora. Impartía instrucciones a todo mundo.

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–Vianey, ayúdame con esto. Gloria, compone la comida.

Francis, el hijo de Hermelinda, les daba vuelta a sus puercos y visitaba las matas de pepino que tenía en el patio de la casa, aunque ya estaban también bajo agua.

En la tienda de Manuel se reunían los viejos a hablar de la inundación y de las noticias que llegaban de otros lados, aunque a veces estas eran tan contradictorias que igual informaban de una posible normalización del cauce de las aguas en los próximos días, como de una posible estampida de la represa en las próximas horas. Ocurrió cuando Udinel llegó de la capital de visita a la casa y contó que había hablado con un amigo que trabajaba en la Gobernación del departamento y que este le había comentado que había escuchado en una oficina decir que el embalse de la represa estaba a tope y que muy probablemente tendrían que abrir sus compuertas en cualquier momento pues ya había sobrepasado los niveles máximos.

–Eso no es posible –le dijo el tendero–, ya nos hubieran avisado. No pueden abrirla así no más, sin avisar.

–Bueno, eso es lo que se comenta, y que no se ha avisado nada, para no alarmar más a la gente. Que están haciendo todo lo posible por no tener que hacerlo, pero que ya se ha llegado a los límites. A mí, la verdad, no me extrañaría, de hecho, ya se hizo en una ocasión.

–Esperemos que en esta vez no sea así.

–Con esta represa, el río se ha vuelto más impredecible. Ha perdido caudal, ya no hay tanto pescado como antes y a veces se arman estas inundaciones tan grandes. Aunque siempre tuvo momentos de crecida, él se controlaba solo, las orillas no estaban tan erosionadas; así como crecía, volvía a su cauce después de cierto tiempo. A mí me gustaba más así.

–Hombre, sí. A mí también.

Este tipo de pláticas se repetían con frecuencia y con ellas los vecinos pasaban horas conversando y tratando de arreglar cuanta cosa aparecía.

– ¿Será que nos va a tocar que irnos? ¿Cuánto tiempo más tendremos que aguantar?

En el cuarto día, el nivel del agua volvió a subir hasta un punto en que en algunos sitios bajos del pueblo prácticamente ya no se hacía piso y había que nadar o subirse a una mesa o al techo de las casas. Los alimentos se hicieron más escasos y se empezó a pasar hambre. La ayuda que anunció el Gobierno nacional y las autoridades desde la capital tampoco llegaron en la fecha prometida. Los organismos de socorro fueron sucumbiendo en sus esfuerzos de auxilio, pues no contaban con los recursos suficientes. Tampoco era algo nuevo, siempre pasaba lo mismo, los políticos aparecían por televisión anunciando su total compromiso con la atención de la emergencia y luego desaparecían con la misma facilidad.

La situación empeoraba. Feliciana se reunió con su cuñada y sus sobrinos y les dijo:

–Creo que no queda más remedio que salir pronto de aquí, y buscar tierra alta, como la

tanga.

–¿Y con quién vamos a dejar la casa? –le preguntó su cuñada.

–Con nadie –le respondió ella–. Nadie se puede quedar aquí. Es muy peligroso. Debemos salir y ya veremos.

La inundación amenazaba con llevarse todo lo que encontraba, así que, pasado un tiempo de vicisitudes, no quedó más opción que salir del pueblo y buscar refugio en otros lugares. No era tarea fácil, todo mundo tenía un pretexto para no salir. Los viejos no querían abandonar la casa, los niños querían jugar en el agua y otros miembros de la casa trataban de salvar lo que se podía, animales, enseres y corotos. Pero no había más opción. Aunque Feliciana y sus vecinos estaban acostumbrados a este tipo de adversidades, como si fueran sucesos normales, en esta ocasión las circunstancias eran diferentes. Ella no tenía hijos, pero tenía más de cien ahijados, entre quienes estaban sus sobrinos, y como capitán de la nave, tenía que poner a salvo a toda los pasajeros y tripulación. Así que ella, y otras personas, se vieron forzadas a buscar refugio en otros lugares.

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–¿Adónde podemos ir tía? ¿Para dónde cogemos? –preguntó Daniel, que estaba pendiente de la conversación de las dos mujeres.

–Vamos para el Dividivi, adonde está Antonio –respondió Hermelinda–. Ya él nos mandó llamar y tiene todo listo. Pasaremos unos días allá mientras esto se arregla un poco y luego regresaremos a la casa.

Organizar la salida del pueblo no fue tarea difícil, pues entre todos los vecinos sacaron en canoas primero a los niños, luego a las personas que tenían alguna discapacidad; les siguieron las mujeres, los viejos y finalmente los hombres. Todos corrían asustados al comienzo y luego en un bullicio generalizado. No faltaba, sin embargo, quien no quería irse. Francis le daba vueltas a la casa para no dejar abandonados su perro y sus puercos.

Atravesar el río era misión imposible. La corriente de agua era demasiado fuerte y el planchón no podía funcionar en esas condiciones. Tampoco las canoas podían arriesgarse, aunque hubo algunos intentos sin éxito; no bien se intentaba utilizarlas para pasar al otro lado, había que desistir de la riesgosa empresa, así que había que buscar otros caminos o desplazarse hasta donde se podían conseguir los puentes.

A la salida del pueblo, Hermelinda se encontró con Rita, quien vivía sola en un rancho que tenía también que abandonar. Se veía angustiada:

–¡Hermelinda, qué cosa tan grande!, ayúdame a enfrentar esta tragedia –le dijo en voz baja–

. ¡Ya no puedo más y no sé para dónde voy a coger! Yo ya no sé ni que hacer. Mira que nos toca dejar solas nuestras casas y nuestras cosas se pueden perder. Yo ya estoy perdiendo hasta la fe.

-No, Rita, tenga fe –le respondió su amiga–, la fe es lo último que se pierde. Anoche le pedí a la Virgen que con su manto detuviera el agua. Pronto todo irá bien, ya verás que más temprano que tarde se irá el agua, sigámosle pidiendo a la Virgen y podremos regresar.

–Nuestras cosas... ¿cómo las recuperamos? –Insistió Rita.

–Dios proveerá –le respondió Hermelinda

Ocho días después, el agua había alcanzado el techo de las casas que estaban en los lugares más bajos, pero ya los habitantes habían salido del caserío. Los que pudieron fueron a donde algún familiar en otro municipio o vereda, otros llegaron a albergues provisionales en la capital del departamento y los más desamparados tuvieron que coger para el monte. Para muchos fue una ocasión, aunque obligada, de encontrarse y compartir con familiares de otras partes y algunos de ellos se involucraban en actividades productivas en sus nuevos lugares de residencia.

Desde los diferentes sitios donde ellos permanecían seguían atentos la situación, y era un tema obligado de conversación entre parientes y amigos cuando se encontraban. Los ranchos quedaron solos el tiempo en que sus dueños debieron permanecer afuera y todo el pueblo se veía desolado.

Pasado un tiempo, todo mundo empezó a extrañar la casa. Alberto quería regresar desde la capital en una lancha de motor, aprovechando el curso del río pues a su hermana, que tenía limitaciones de movilidad, había que llevarla antes que pasara completamente la inundación y los caminos se hicieran un lodazal e imposibilitaran el tránsito normal de las personas.

Un mes después, pasó el desbordamiento y poco a poco sus habitantes fueron llegando a sus casas desde diferentes sitios y por diferentes medios, como si volvieran a la tierra prometida. Cristóbal llegó a caballo, Alberto y su familia lo hicieron en canoa, y otras familias, a pie.

–Por fin, de regreso a casa –le dijo Daniel a su tía mientras arreglaba sus cosas en el carro en que iban a viajar.

–Sí, de regreso a casa. Otra vez lo mismo –le contestó ella- mientras ayudaba a los niños a acomodarse en el vehículo.

Feliciana María llegó con toda la familia convencida en todo caso de que esta no sería la última inundación que tendrían que enfrentar. El pueblo volvió a ser el mismo de siempre.

*Este relato hace parte del libro “Cuentos a la orilla del río”, de reciente publicación y disponible en Amazon, Google Play y Apple Books.

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Por Eduardo Jara*

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