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¿Qué la impulsó a entrar en el campo de la medicina de urgencias?
Fueron tres razones. Primero, me llamaba la idea de poder brindarle algo al paciente, ya fuera consuelo, cariño o una mejor atención en ese momento crítico que lo llevaba al servicio. Me di cuenta de que las urgencias permiten eso: resolver, ayudar y ver resultados de manera rápida, casi inmediata. Lo segundo fue darme cuenta de que urgencias lo abarca todo. Vivimos en un mundo donde la medicina es cada vez más especializada. A mí, en cambio, me gusta toda la medicina y encontré que urgencias tiene una perspectiva que, para mí, es la más idónea: uno puede ver todas las enfermedades en su fase aguda, en el momento en que se requiere actuar de inmediato. Y lo tercero es que soy una persona muy creyente en Dios: le pedí mucho que me mostrara dónde me necesitaba para servir mejor y, luego de mucho tiempo y oración, entendí que ese lugar era urgencias.
¿Es verdad que en las salas de urgencias está prohibido decir que todo está muy tranquilo porque se puede desatar el caos?
Eso es algo muy supersticioso. Personalmente, no creo en esas cosas, y de hecho, mis compañeros se ríen de mí porque hasta los reto. Les digo: “Está muy tranquilo”, y ellos me responden: “¡Haz silencio! Que se va a enloquecer todo”. Entonces yo insisto: “Está muy tranquilo, está muy tranquilo”, y nunca pasa nada extremo, porque en urgencias todo siempre está lleno. Estamos prácticamente en sobreocupación permanente. Así que, realmente, decir que está tranquilo no hace ninguna diferencia: siempre hay movimiento.
¿Qué le ha enseñado este trabajo sobre la vida y la gente?
Este trabajo me ha enseñado muchísimo, pero sobre todo a ser más empática. Me ha enseñado a amar al que sufre, a mirarlo con misericordia, compasión y amor. En urgencias casi siempre nos toca ver a quienes nadie quiere ver: al paciente que está más grave, al que está atravesando el peor momento. Y creo que una de las mayores enseñanzas que me ha dejado esta especialidad es esa: no darle la espalda a quien todos ignoran y brindarle apoyo durante su momento de mayor vulnerabilidad.
Usted lidia con mucho dolor, ¿qué le causa paz o incluso alegría de un trabajo como este?
Es algo muy sencillo, pero lo veo todos los días. Cuando me cogen la mano y me dicen: “Doctora, gracias”; “doctora, me siento mejor”; “doctora, Dios la bendiga”, siento que todo vale la pena. Son momentos en los que uno piensa: “Wow, definitivamente lo que hago tiene un impacto positivo en la vida de los demás”. Siempre trato de que, después de hablar con alguien, esa persona se sienta al menos un poco más tranquila. Ese es el impacto que busco generar. Y creo que en urgencias sí se puede lograr, la mayoría de las veces. Claro, también nos toca dar malas noticias, y eso es muy duro. Pero también tenemos la fortuna de dar buenas noticias: decirle a alguien que sus exámenes están bien, que puede irse a casa a estar con su familia. En medio del sufrimiento, hay instantes en que dos personas se encuentran desde la gratitud, y eso es profundamente reconfortante.
Parte de las dificultades de su campo es aprender a dar malas noticias constantemente. ¿Cómo lidia con eso?
Primero, soy muy consciente de que, aunque con mis conocimientos y los de mis profesores podemos ayudar, hay situaciones que inevitablemente se salen de nuestras manos. Y cuando me toca dar una mala noticia, siempre le pido a Dios que consuele a esa alma a la que me voy a acercar. Yo cargo una crucecita de olivo que dice: “Ocúpate tú de todo”. Y justo antes de dar una mala noticia, le digo a Dios: “Mira, hasta aquí llegué yo. Humana y científicamente, esto es todo lo que puedo hacer. Ocúpate tú de todo, porque yo como médica ya no puedo más”. Siempre trato de brindar algo, por mínimo que sea: una caricia, una sonrisa, un abrazo… algo humano, cuando ya no se puede ofrecer nada más desde lo médico. Claro que hay momentos muy duros, pero no me cargo con la culpa porque sé que di todo desde mi conocimiento y mi capacidad. Y al final, con fe, me repito eso: que no depende solo de mí. Le entrego esa situación a Dios y le pido que sea Él quien se encargue.
¿Qué le diría a alguien que quiere entrar en este campo?
La verdad, le diría que es la mejor aventura que van a poder vivir en su vida. Nunca van a tener un día igual al otro, y siempre se van a ir a casa con una nueva historia para contar. A urgencias muchas veces se le llama “el hueco”, “el sótano”, “el infierno”, “el inframundo” o “la fosa”, no solo porque generalmente está ubicado en el primer piso o en el sótano de los hospitales, sino porque es adonde nadie quiere ir. Pero es un mundo muy divertido. Es un lugar donde se aprende muchísimo y donde se puede disfrutar de lo más valioso de la medicina, tanto desde la parte académica como desde lo humano. Yo le diría eso a cualquier aspirante a la residencia en medicina de urgencias: ánimo, es increíble. Y, además, se necesitan urgenciólogos. Si alguien siente que este camino le llama, le aseguro que vivirá la mejor experiencia y la mayor aventura de su vida.

Por Santiago Gómez Cubillos
