Escribir para adentrarse a las habitaciones oscuras, a esos recovecos de la memoria donde se anidan las experiencias que marcan la vida para siempre, esos lugares que permanecen inexplorados cuando escasea el coraje o la distancia. Escribir como antídoto a las sombras, como la única herramienta que abre las ventanas y permite que entre la luz. Así lo asegura la autora de La mujer helada, y ahora Nobel de Literatura, Annie Ernaux.
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En octubre de 1963, cuando tenía 23 años, Ernaux quedó embarazada. Estudiaba filología en Ruán, la capital de Normandía, la región en la que nació, y no tenía ninguna intención de ser madre en ese momento. El suyo fue un aborto clandestino en medio de una sociedad cuyas leyes y costumbres lo prohibían. Explorar aquellos meses, teñidos de un aura particular, fue la tarea a la que se comprometió en su libro El acontecimiento, publicado en el año 2000.
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“Quiero sumergirme de nuevo en aquel periodo de mi vida, saber lo que descubrí entonces. Esta exploración se inscribirá en la trama de un relato, el único capaz de expresar un acontecimiento que solo fue tiempo, tanto dentro como fuera de mí. La agenda y el diario íntimo que escribí durante aquellos meses me suministrarán las referencias y las pruebas necesarias para establecer unos hechos. Trataré por encima de todo de sumergirme en cada imagen hasta tener la sensación física de ‘unirme a ella’, hasta que surjan las palabras de las que pueda decir: ‘eso es’. Trataré de volver a escuchar cada una de las frases, indelebles en mí, cuyo sentido debió de resultarme entonces tan insoportable o, por el contrario, tan consolador. Y que cuando me acuerdo de ellas hoy, me invade el malestar o la dulzura”, se lee en el texto.
En eso radica la naturaleza de su escritura, en escudriñar la experiencia propia hasta encontrar la palabra precisa, aquella que logre hacerla palpable, pero sobre todo, comprensible. Escribir para comprender lo vivido. “La ausencia de sentido de lo que se vive en el momento en el que se vive es lo que multiplica las posibilidades de escritura”, escribió en el libro que narra su adolescencia, Memoria de chica. “Deseaba analizar, desplegar y profundizar las experiencias que marcan y construyen, pero por fuera de toda teoría. Por eso, cada vez que escribo, desciendo adonde hay sombras”, aseguró en una entrevista para El Tiempo un año atrás.
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Ernaux se examina a sí misma como si se tratara de otra persona, desvergonzada y descarnadamente, con la dureza con la que juzgaría a un tercero. Así lo afirmó el jurado del Nobel al otorgarle el reconocimiento: “por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, extrañamientos y frenos colectivos de la memoria personal”. Quizás, en una palabra, valiente. En más de 20 libros, la francesa escribe confesando su propia humanidad. Narró su aborto, en El acontecimiento; su cáncer de mama, en El uso de la foto; su lujuria, en Pura pasión; la muerte de su padre, en El lugar; y la enfermedad de su madre, en No he salido de mi noche.
El deseo de comprender sus vivencias se extiende a una en particular: su ascenso social, un hecho que considera casi una traición. Sus padres, proletarios, vendían papas en Normandía, y, creciendo, su acceso a ciertos bienes había sido limitado. “La infancia de mi madre es más o menos esto: un apetito nunca saciado. Devoraba el mendrugo añadido a la pesada de pan cuando volvía de la panadería”, relata en Una mujer. Pero en ellos prevaleció el deseo de ver a su única hija cursando una carrera universitaria, que “pudiera sentarse en un anfiteatro universitario para escuchar hablar de Platón”. “El sentimiento de ser una tránsfuga de clase me ha marcado mucho”, expresó Ernaux en entrevista con El País.
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Y como la marcaron los asuntos de clase, el género hizo lo propio, un tema que se encarnó en un referente: Simone de Beavoir. “Si cito aquí estas frases es porque me parecen resumir, con espontaneidad y creo que con sinceridad, el papel que tuvo Simone de Beauvoir en mi vida y el sentido que le he dado al acto de escribir. Debo decir que nunca conocí a Simone de Beauvoir y nunca intenté hacerlo: por timidez, por la distancia -vivía lejos de París- pero principalmente porque siempre he estado convencida de que ver a un escritor o artista en persona suma nada a su trabajo. Como miles de mujeres, fue a través de sus libros y de su imagen pública de escritora comprometida que experimenté mi relación con Simone de Beauvoir”, afirma Ernaux en su texto El hilo conductor que me conecta con Simone de Beauvoir. “Cuando pienso en el efecto que me produjo El segundo sexo, no me queda más remedio que ver la imagen mítica del fruto del árbol del conocimiento comido por Eva: la claridad cegadora del desencanto del mundo, la luz liberadora del saber”.
De acuerdo con The New Yorker, la Nobel le envió su primer y segundo libro a la filosofa existencialista. De Beauvoir le escribió que prefería el primero. Los referentes de Ernaux, además de De Beauvoir, incluyen a otros franceses, entre ellos Émile Zola, Gustave Flaubert y Pierre Bourdieu.
Escribir para desenredar la experiencia vital, pero también como mandato y propósito. “He tenido hijos y nietos, y eso me ha hecho muy feliz. Pero haber sido escritora puede que sea todavía más importante. Me da el sentimiento de no haber venido al mundo para nada”, dijo la escritora.