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“Yo hacía ese papel que tú haces” ––le dice Patricia Ariza a una de las actrices de la obra “Guadalupe, años sin cuenta”. Sentada frente a ella en una silla de plástico rojo, vestida toda de negro y sonriendo con los ojos, le pide, por segunda vez, que impregne de asco su tono de voz––“recuerda que el hombre con quien estás peleando es un machista, un viejo cochino”.
Al ensayo solo llegó la mitad de los actores y, como la única sala del Teatro La Candelaria estaba ocupada porque esa noche había función, les tocó encerrarse en la biblioteca. Desde afuera es difícil adivinar que, tras la primera puerta de madera a la derecha, justo al lado de la taquilla, hay una biblioteca. Es un salón grande, blanco, iluminado por un par de bombillos de luz tímida, enmarcado por estantes organizados contra las cuatro paredes, colmados de libros y adornados con algunas estatuillas y premios. También hay un puñado de cuadros, más premios y afiches que dan cuenta del recorrido del teatro. Al fondo, maletas de colores: una rosada, otra verde, algunas negras, todas grandotas. La mayoría de los objetos tiene sobre sí un manto gris, de polvo, de años. El tiempo ha dejado huella en todos. Las únicas cuyo color vibra son las maletas, que se mueven, que van a otros países, que acompañan a la gente, que acompañan al arte.
“Tienes que tener presente que, en los años cincuenta, todavía era legal matar indios. Háblale con más desprecio––intervino Patricia, durante la escena de otra actriz–. “Guahiba de mierda, ¿dónde estaba?” ––dijo, intercambiando el tono tranquilo de su voz por uno áspero y agresivo, para mostrar con un ejemplo su instrucción.
Habiendo pasado una hora del ensayo, se abrió la gran puerta lentamente y se plantó en la esquina un hombre alto que sonreía avergonzado. —“Nelson, ¿qué te había pasado?”—. le preguntó Patricia, cariñosa pero molesta. El actor llevaba algunos ensayos sin asistir y, esa noche en particular, estaban preocupados, pues faltaban apenas dos semanas para la función. Ensayaron durante una hora y media más y, mientras algunos reían y hacían chistes, Patricia tenía la mirada clavada en otro lado; Patricia no reía.
Luego, en su casa, lo primero que se asoman son sus ojos. Negros, hondos. Sus cejas se arquean, el ceño se frunce. Su rostro tiene el semblante de una mujer que ha visto tanto, una mujer que ha caminado con la vida y se ha enfrentado a ella. Conversa de arte y recuerda las anécdotas del nadaísmo, después de que fuera expulsada del colegio. Sus ojos se iluminan, ríe con ellos. Su boca se ausenta, labios apretados, estrechos, firmes.
“Me botaron del colegio por un diario, entonces en mi casa se enojaron mucho. Se enojaron más de la cuenta, más de lo que yo pensaba. Me sentí muy mal y me fui de la casa, me fui a Medellín a donde los nadaístas”. En ese entonces, Patricia tenía dieciséis años. Había escrito un diario con una historia ficticia, una historia de amor. “Tenía escenas eróticas y todo, era con un muchacho que apenas había visto. Lo escribí todo al revés, porque yo escribía al revés, de derecha a izquierda. Aún lo hago, pero no tan rápido como antes. En fin, las monjas con las que estudiaba lo cogieron y lo leyeron. Llegué donde mi hermana, yo tenía una hermana allá, pero después me fui también y me entregué de lleno a la vida con los nadaístas”.
El nadaísmo, movimiento literario y cultural fundado por Gonzalo Arango a finales de los años cincuenta, rechazaba las normas sociales y literarias del momento con un enfoque nihilista y subversivo. En esa época, Patricia se convirtió en novia de Arango y, junto con él y su grupo se fueron de Medellín a Cali, hacia el Pacífico, pasando primero por Buenaventura y luego por Tumaco, donde abordaron una lancha que supuestamente los llevaría a una isla en el mar. Habían recibido la promesa de que existía una isla en el Pacífico, con las coordenadas necesarias para llegar. Sin embargo, al llegar, descubrieron que la isla no estaba. El lanchero, frustrado, los abandonó en la primera isla que encontraron.
“Ese señor al que le habíamos pagado para que nos llevara, se aburrió con nosotros y nos tiró en el primer lugar en el que había tierra. Yo salía del internado de monjas, era muy niña y sin experiencia, no conocía el mar ni siquiera”.
Así, el grupo decidió trasladarse a Tumaco, donde se instalaron en una casa desocupada. Sin embargo, las condiciones no mejoraron, recuerda Patricia––Había unas ratas gigantes, yo en terror total––. Sin recursos, recorrió las calles de Tumaco hasta que vio un cartel que anunciaba la búsqueda de un ayudante de modistería para coser uniformes. Gracias a su experiencia con las monjas, Patricia sabía coser, por lo que decidió acercarse a la señora que había puesto el anuncio.
“Le pedí trabajo a la señora y le caí bien, ella era santandereana”. No solo la aceptó para trabajar en la modistería, sino que también le ofreció un empleo en su restaurante. Patricia ayudaba en ambos lugares y le servía la comida que no se había vendido a sus compañeros que se habían quedado en la casa. Fue en uno de esos momentos cuando vio a su hermano en una de las mesas donde trabajaba. “Me estaba buscando por todo el país y me encontró, fue muy fuerte”, dijo. El reencuentro con su hermano, que era doce años mayor que ella, la regresó a Bogotá, pero nunca dejó de ser nadaísta–. “Murió la semana pasada, yo estaba en Europa por trabajo. Creo que la impresión fue tanta para mí que se me bajaron las defensas”.
Patricia frena su historia para acomodarse la bufanda y sofocar una tos que la acecha. Su mirada se endurece. Cuando ella observa sin hablar y la expresión de su rostro se desplaza, parece recorrer la tristeza. Ahora, que se encuentra acabando la séptima década de su vida, la artista, que ha portado muchos rostros y ha sobrevivido a muchos golpes, mira y no mira. Si no habla, su expresión es triste. Si habla, y sobre todo si habla de teatro, brilla. Ahora está enferma de una gripa fuerte; el médico le ha prohibido salir después de las cinco de la tarde. Sentada en la sala, junto a la chimenea encendida que calienta el espacio, recibe la visita en su casa de la calle 11, donde ha vivido durante veintinueve años, cerca del teatro.
Es una casa antigua que parece un museo. De estructura cuadrada, conserva el tradicional patio interior bogotano, aunque el suyo está cubierto por un techo de vidrio que, pese a su protección, deja filtrar algunas gotas de agua sobre la mesa de centro. Esta mesa, que domina la sala, está repleta de objetos: estatuillas de otros rincones del mundo, como una que dice “Madrid”, muñequitos de pie, una pequeña cabeza de Buda, una figura de dos manos blancas, otra de un caballo diminuto, unos platos de peltre, un cuenco tibetano dorado y chiquitico, una caja de mentas, un cortaúñas, algunos lapiceros. Suspendidas sobre la mesa, hilos de colores sostienen piedritas, plumas y carrillones de viento, que tintinean. Las paredes, pintadas de azul y rosado, están adornadas con cuadros y fotografías. Entre ellas, resalta una imagen de Frida Kahlo, una de Karl Marx que se cuela entre los objetos, un par de espejos pequeños con marcos dorados que cuelgan cerca de una cruz de color rojo, un par de fotografías de Santiago García, antiguo compañero de vida y de teatro. Alrededor de la mesa se disponen sofás y sillas, algunos cubiertos con plásticos transparentes para protegerlos de las gotas intrusas. A su alrededor, materas con árboles pequeños. En el suelo, las esculturas completan la escena: un tigre blanco y brillante, casi como de plástico, custodia la entrada a la cocina, mientras que una gran cabeza de Buda reposa serena al otro lado. Desde la sala, las habitaciones revelan su personalidad: cada una pintada en colores vivos y, en todas, libros.
Entonces, se abre la puerta de la casa y llega Carlos Satizábal, actual compañero de Patricia. Se acerca a Patricia, le acaricia la cabeza. ––¿Cómo siguió?–– pregunta. Entra a una de las habitaciones, saca un abrigo negro y la ayuda a ponérselo. ––Esto es como una cobija–– dice ella, y él se ríe. ––Esto es de lo mejor–– comenta, mirándola con una sonrisa. ––¿Le queda muy grande?–– pregunta él. ––Enorme, pero no importa. A esta hora empieza a hacer frío, he estado tan enferma–– responde ella––. Es un abrigo negro, de paño, al menos tres tallas más grandes de lo necesario. ––¿Ahí sí queda bien?–– pregunta él. ––Sí, muy bien–– responde ella. Carlos se aleja, se cambia el sombrero, se cambia el abrigo y se despide: ––Voy para el ensayo, no te preocupes, esa obra va a salir–– dice, refiriéndose a “Guadalupe años sin cuenta”, en la que él interpreta el papel de Floro.
Patricia se acomoda en el sofá y dice que, después de regresar a Bogotá con su hermano, entró a estudiar artes. Era la década de los 60.
En esos años la Universidad Nacional de Colombia era, como la recuerda Patricia, un hervidero: un espacio lleno de energía y efervescencia política donde se cruzaban los intereses, sueños, protestas y visiones de una gran parte del país. “Yo era comunista, pero seguía siendo nadaísta. Entré a la lucha, durísimo. A tirar piedras, a pelear incluso contra la Guerra de Vietnam. Entré a las peleas duras”.
Pone las manos sobre su regazo, asiente con la cabeza y dice que, a pesar de todo, fue una época muy emocionante de su vida. Para Patricia, pero también para la generación a la que pertenece, más allá de ser un centro académico, la universidad se convirtió en un referente clave para la participación política, un lugar de resistencia frente al gobierno de la época. Los estudiantes y profesores no solo se dedicaban a su formación, sino que también se involucraban activamente en los debates que marcarían la historia política de Colombia.
Los jóvenes de los años 60 representaron una generación política y revolucionaria, caracterizada por un intenso activismo social y cultural. Rechazaban los valores tradicionales, cuestionaban el sistema establecido y luchaban por transformaciones radicales, inspirados por movimientos como los derechos civiles, el antibelicismo contra Vietnam, y las revoluciones en Cuba y otros países latinoamericanos. Vivían en una década marcada por la contracultura, el movimiento hippie, y una fuerte crítica a las estructuras de poder tradicionales. Su música, su estética, sus protestas y su ideología representaban una búsqueda de libertad, igualdad y transformación social, desafiando el conservadurismo de la generación anterior, con profundas convicciones pacifistas y de justicia social. Vivieron en otra Colombia, eso seguro, y aunque con el paso de los años y los golpes de la vida muchas personas abandonan sus rebeldías, Patricia nunca lo hizo.
Cuenta que estudiando en la universidad conoció a Santiago García y, junto a él, fundaron La Casa de la Cultura, hoy llamado Teatro La Candelaria, en 1966. Luego, en 1969, fundó La Corporación Colombiana de Teatro. Santiago García fue, además, su compañero y el padre de su hija, Catalina. “Como mis papás siempre estaban haciendo teatro me la pasé en la tras escena del teatro, era como mi patio de juegos. Mi familia también eran los actores de La Candelaria”, dijo ella, en entrevista con Mujeres Confiar, para un documental sobre su madre.
Así, el teatro creció y la familia también. Patricia se convirtió rápidamente en maestra y escritora de, entre muchas cosas, teatro. Entre las muchas obras que ha hecho, están “La Kukhualina”, estrenada con el Grupo Indígena INKAYU de la Organización Nacional Indígena de Colombia; “El viento y la ceniza”, obra con la que recibió el Premio Anna Magnani de Brasil; “La calle y el parche”, “Del cielo a la tierra”, “Mujeres desplazándose” y “Camilo vive”, en memoria al padre guerrillero Camilo Torres, y muchas otras de creación colectiva, como la mismísima “Guadalupe años sin cuenta”.
“Me enamoré del teatro, a él (a Santiago García) le pareció que lo que yo escribía era muy interesante y por ahí nos encarretamos con un propósito para construir teatro independiente. Eso se volvió mi vida, ya no importaba nada. Ni la universidad ni nada, solo montar las obras, consolidar ese proyecto. Fue muy duro, pero también fue fantástico”.
Yamile Caicedo, que ha trabajado allí desde el 2008, recuerda: “Para mí, ha sido muy interesante trabajar con ella durante todos estos años. Incluso cuando el maestro vivía, ella siempre fue fundamental, porque mientras él se enfocaba en la parte artística, Patricia también estaba pendiente de la parte económica y la sostenibilidad del teatro. El maestro la quería muchísimo, y ella por supuesto que también. Fue su mano derecha tanto a nivel personal como profesional. Cuando murió el maestro Santiago García, estábamos en plena pandemia y no se le pudo dar la despedida que merecía. Fue un momento muy difícil para el grupo, pero Patricia motivó a todos a continuar”.
Gracias a ese compromiso, con los años, Patricia ha escrito poesía, ha fundado festivales de teatro, como el Festival de Mujeres en Escena por la Paz, con el que busca darle protagonismo a las directoras y actrices, ha sido una ferviente activista política y, además, una sobreviviente.
Hace años, pero no tantos como parece, Belisario Betancur era presidente de Colombia y erigió como una de las banderas de su administración la paz. En medio de ese momento, Patricia hizo parte de quienes empezaron el partido de la UP, que fue fundado en 1985. Sin embargo, la UP fue objeto de un exterminio sistemático conocido como el genocidio de la UP, en el cual más de 6.000 de sus integrantes, incluidos líderes, militantes y simpatizantes, fueron asesinados entre los años 80 y 90. Este exterminio fue llevado a cabo por una alianza entre grupos paramilitares, narcotraficantes y sectores del Estado, que veían en la UP una amenaza política.
Patricia lo recuerda bien, y lo nombra como “la matazón”: “Las FARC desmovilizaron algunos de sus insurgentes para que hicieran parte de la Unión Patriótica, que era como un puente para hacer la paz, entonces en las primeras elecciones de la Unión Patriótica fue impresionante la acogida, se ganaron un montón de curules, de concejos, de asambleas, puestos en el Senado, la Cámara, alcaldías locales… y en este país tan violento se organizaron y empezó ‘la matazón’”.
Así, Patricia se vio obligada a subirse al escenario con un poco más de peso, pues por varios años de su vida tuvo que portar siempre un chaleco antibalas. “Para mí hubo dos momentos: uno de una felicidad enorme porque la recepción de la gente fue impresionante y yo era la encargada de cultura: alrededor de la UP se unieron muchos artistas, intelectuales, académicos, mucha gente muy valiosa se unió. La Unión Patriótica no era solamente un partido sino un movimiento cultural extraordinario… El otro momento fue en el que, de pronto, empezó la matanza. Fue muy sorprendente. No la esperábamos, y mucho menos en esas dimensiones. O sea, fue una matanza progresiva, masiva, nacional. Una verdadera campaña de exterminio”.
En ese momento a Patricia le tocó aprender, por ejemplo, que existen chalecos antibalas para hombres y otros para mujeres, y a ella le tocó llevar ambos. “El de las mujeres tiene unas pinzas para el busto, y yo me acuerdo de que una vez hablaba con una amiga, Clara Nieto, y yo le decía ‘no, el mío es mejor porque tiene estas pinzas aquí’, y Clara López, que nos oía, no podía creer que nosotras, mujeres dirigentes, habláramos de la ropa, de algo tan banal, pero nos referíamos a los chalecos que nos tocaba usar”. Patricia usó muchos, pero recuerda uno en particular. “Yo tenía uno especial, que forré en satín negro y al que un amigo le bordó con chaquiras unas flores… Con ese chaleco mataron a un compañero de la UP que se llamaba Julio Cañón y era el alcalde de Vistahermosa. Yo me iba y le dejé el chaleco a él porque estaba muy amenazado: lo mataron con el chaleco puesto”.
Fueron años largos en los que Patricia recuerda haber sufrido mucho —para mí esa vida fue terrible— dice, y recuerda cómo, en medio de tantas amenazas que recibía, le dijeron que iban a matar a su hija adolescente. En un par de días la sacó del país, se la llevó a Cuba, y allí terminó el bachillerato. “Para mí fue muy duro en mi vida personal, pero más duro todavía tener que enterrar a los compañeros. Nunca pudimos entenderlo y, acostumbrarnos, menos”.
Aún así, Patricia intentó exiliarse también luego de que del DAS la llamaran a decirle que tenían noticia de un atentado a una mujer, actriz y encargada de cultura de la Unión Patriótica, pero como ella era la única con ese perfil, tuvo que tomarlo como una amenaza y se fue a Cuba, aunque solo duró allí tres meses. “Si yo me iba la gente igual estaría en peligro, yo necesitaba estar ahí, no sé, vivía muy angustiada y preferí devolverme a pesar de que sabía que aquí corría peligro. Incluso, Eduardo Galeano trató de convencerme de que me quedara, los amigos cubanas le pidieron a él que me convenciera de que no regresara a Colombia porque me iban a matar, pero fue inútil”.
En 1992 Patricia pudo quitarse el chaleco. Recuerda haber estado muy cansada, aburrida de tener escoltas, así que decidió salir sola a la calle otra vez, para caminar, pero el miedo era impresionante: “Quedé con una paranoia muy muy tenaz, veía una moto y ya… creía que venían por mí. Pero ya me acostumbré, me encanta salir sola a la calle”, dice. Se acuerda de la depresión que pasó, incluso de haber dejado de hablar casi por completo, de haberle perdido sentido a la vida, y de recuperarlo gracias al teatro. “Un día llegaron unos habitantes de calle al teatro, yo incluso creí que me iban a atracar porque venían unos seis y estaban todos tapados, así que cerré la puerta de la oficina y les pregunté ‘¿qué quieren?’ y ellos me contestaron ‘queremos hacer teatro con usted’”. Yo me conmoví tanto… les dije ‘¿cuándo empezamos?’ y ellos me dijeron que ya, que tenían tiempo, entonces empecé con ellos en ese momento a hacer teatro. Ese fue mi psicoanálisis, fue fantástico”.
Aunque el riesgo pareció disminuir y el teatro enriquecerla, los escoltas nunca se terminaron de ir de su vida: aún cuenta con uno. Los años pasaron, la lucha de Patricia por el país nunca paró y, convertida en sobreviviente de un genocidio atroz y en un referente artístico, hace dos años que el presidente Gustavo Petro la nombró ministra de cultura. Yamile Caicedo, que la acompañó en los seis meses en que trabajó en el ministerio, recuerda la dureza del trabajo “En reuniones, me impresionaba la cantidad de conocimiento que (Patricia) tenía sobre tantos temas, no solo de teatro. Es un trabajo muy duro, jornadas largas desde las 7 de la mañana hasta las 9 o 10 de la noche”.
“Es una persona que se entrega completamente a lo que hace, por encima de su vida personal. Vive por lo que hace 24/7”, dice Yamile. Diego, su escolta, también la describe con admiración: “Es una persona con mucho corazón, tiene mucha empatía, le importa mucho el bienestar de los demás. Su trato hacia las personas es altruista, siempre tiene una sonrisa”. Recuerda, además, que en situaciones de crisis, como un temblor durante su trabajo, Patricia mantuvo su calma y serenidad: “Todos estaban alterados y ella sonrió y preguntó ‘Qué pasó aquí?’”, dice él.
Patricia sigue siendo un símbolo de resistencia, una mujer que continúa soñando con un país distinto. A través de su teatro, su política y su lucha, mantiene activa la búsqueda de nuevas formas de contribuir a la construcción de paz y justicia. Sentada en su sala-museo, y trabajando a pesar de estar enferma, reconoce lo difícil que ha sido llegar hasta donde está. “Ha habido momentos en que, como todo ser humano, te revientas. Hemos tenido momentos muy duros… uno piensa en abandonarlo todo… pero eso le pasa a cualquier ser humano en cualquier parte. No todo es fuerza y resistencia, también hay momentos de flaqueza, pero ha sido más emocionante que difícil”.
Con cada paso, con cada obra, con cada lucha, lleva dentro una historia que no solo le pertenece a ella, sino que se refleja en cada uno de sus actos. Su legado no se limita a los escenarios o a los discursos que ha pronunciado, sino que está vivo en la fuerza con la que ha afrontado cada desafío, en la pasión con la que ha defendido su arte y en la manera en que ha hecho del teatro su refugio y su forma de resistencia. Al final, se acomoda el abrigo, se levanta del sofá y dice que nunca se va a retirar, que ahora escribe más y que su vida creativa le colma las veinticuatro horas del día. Al final, quien puede contar una historia es quien la lleva adentro.