El gobierno de Gustavo Petro, que desde sus inicios en campaña ha llevado como consignas la igualdad y la visibilización de “los nadie”, aquellos de los que hablaba Eduardo Galeano (“que cuestan menos que la bala que los mata”), ha sido leído —y se ha presentado— como una ruptura con los discursos tradicionales del poder. Por eso, cuando las intervenciones del mandatario caen en estigmatizaciones o reproducen lógicas de exclusión social, como ocurrió con su referencia a los “Brayan” en el consejo de ministros del 15 de septiembre, es oportuno detenerse a analizar su alcance.
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Los estigmas en el discurso
Lo que no se nombra, no existe; por eso es un acto político. Es entendible que el uso de un nombre como “Brayan” en tono irónico y burlesco nos remita a un sistema de representaciones sociales que asocian ciertos nombres con la desigualdad, esa misma que desemboca en la “ignorancia”, la “delincuencia” y hasta la “vulgaridad”. El presidente no se refirió a un individuo, sino a una categoría social construida históricamente: la del joven del barrio popular supuestamente sin capital económico ni cultural.
Aquí podríamos citar el análisis de Frantz Fanon, filósofo de origen martiniqués, quien desarrolló el concepto de racialización: un proceso en el que se construyen jerarquías sociales a partir de supuestas diferencias “raciales”. Fanon advertía que la “raza” funciona como una herramienta de poder que se manifiesta en el lenguaje, en los gestos, en las instituciones, y, por supuesto, en los nombres. Entonces, “Brayan” se convierte en un signo racializado: no por el color de piel, sino por su asociación con los cuerpos “empobrecidos”.
La racización, por su parte, se refiere a las prácticas sociales y políticas que alimentan esa jerarquía, muchas veces de forma inconsciente, como en el contexto del discurso presidencial, que de alguna manera decidió qué nombres eran válidos y cuáles eran objeto de burla.
Hablar de superioridad simbólica
Para el sociólogo peruano Aníbal Quijano, una de las estrategias centrales del colonialismo fue la reidentificación forzada de los pueblos colonizados: culturas negadas, conocimientos expropiados y el acto de engendrar ideas de superioridad que estructuró la manera en que se conciben el poder, el saber y la identidad hasta el día de hoy. Todo desemboca en el presente con esa negación de los sectores populares a definirse por sí mismos, a construir su propia identidad geocultural. Diría que es una “actualización” de la matriz colonial del poder. Clasificar, marcar y reafirmar la superioridad simbólica de ciertos grupos sobre otros. Esto, siendo aún más grave cuando ocurre desde un lugar institucional de poder, como la Presidencia.
Una “inferioridad” naturalizada
Siguiendo la línea de este análisis, Pierre Bourdieu, sociólogo francés, también explicó que las clases sociales no solo se diferencian por el capital económico, sino por el capital cultural: formas de hablar, de vestir, de moverse y, sí, de nombrarse. Las élites imponen sus gustos y códigos como universales, mientras deslegitiman los de las clases populares. Vivimos en un mundo creado por nosotros, incluyendo esas mismas relaciones de poder. Cuando un joven es ridiculizado por no tener un nombre “respetable”, se ejerce una violencia simbólica que hace que los dominados acepten su propia “inferioridad” cultural como algo natural. Así mantenemos el “orden”. El capital simbólico de los “nombres decentes” se convierte en capital real, abriendo o cerrando puertas en el mercado laboral, en los colegios, en el mundo que existe fuera de aquel discurso.
Desde la teoría decolonial —en voces como las de Walter Mignolo o Catherine Walsh— se ha insistido en la importancia del lugar de enunciación. No se trata solamente de lo que se dice, sino desde dónde se dice. Cuando el presidente, un sujeto que encarna al aparato simbólico del poder, se refiere de forma condescendiente, no solo hace visible un prejuicio, sino que marca una distancia que separa al “pueblo educado” del “pueblo bárbaro”, al ciudadano “legítimo” del sujeto “desviado”.
No es lo mismo decir algo desde la marginalidad que desde el centro del poder. No se trata de un “chiste” mal o bien entendido, ni de una contradicción discursiva. Y, aunque no es un hecho aislado en nuestro país, la crítica al presidente se enfoca en su gesto; un gesto que reproduce jerarquías, refuerza estigmas y niega a los sujetos la posibilidad de autodefinirse.
Esa imagen de prestigio y exclusividad, el enclasamiento que hemos naturalizado, esa puesta en escena ante la sociedad, en lugar de cuestionar las prácticas aprendidas —primero de Europa y luego de Estados Unidos—, fortalece las jerarquías en lugar de cuestionarlas. Somos hacedores de nuestras relaciones de dominio, incluso desde un gobierno progresista.