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A una feria de pueblo llega un mago charlatán que, para atraer público en medio de la algarabía, les da vida a través de la magia a sus tres marionetas: Petrushka, la bailarina y el moro. Al darles este impulso vital, les activa todo lo que las hace humanas: las dota de sentimientos. Buenos y malos sentimientos. De esta forma, cada personaje adquiere una personalidad y construye con ella un paso por el mundo.
Así, Petrushka es el rebelde, el que se enamora de la bailarina, el que quiere que las cosas sean distintas a lo que son; ella, la chica clásica que marcha en puntas y seducida por el otro, baila para él y no le interesa su enamorado, y, finalmente, el moro exótico que juega a la galantería y a la competencia para conseguir el amor. También será el que ponga en cintura los deseos de libertad de su rival. Arriba —o abajo, o dentro de la carpa del circo—, en algún lugar del universo, estará el titiritero, ese mago que cree controlar sus vidas y tira de las cuerdas para que hagan lo que venga a su antojo. Pero todo se saldrá de control y, luego de muchas adversidades, nuestra marioneta rebelde terminará muerta. La gente, aterrada por esta muerte, al saber que no es más que un muñeco de aserrín, deja su sorpresa y pierde su pena. Y la vida sigue. (Lea: Teatro Mayor y programación 2019).
Este es el argumento, a grandes rasgos, de la obra para piano que imaginó Igor Stravinski y que, convencido por Serguei Diaguilev, el empresario que conquistó a París con el ballet ruso, de volverla un ballet, se convirtió en Petrushka, la emblemática pieza de 1911 que escribió luego de El pájaro de fuego (1910) y antes de La consagración de la primavera (1913). El músico ruso nos da pistas sobre sus intenciones como lo expresó en 1928: “Para mí, la pieza tuvo el carácter de una burlesca para piano y orquesta, cada uno con igual importancia, pero no estaba satisfecho con el título de ‘pieza burlesca’... El tema en realidad era el coqueto, feo, sentimental y cambiante personaje que se hallaba siempre en una explosión revolucionaria... una especie de guiñol llamado Pierrot en Francia, Kasperli en Alemania y Petrushka en Rusia. Comencé a meditar, en un poema completo en forma de escenas coreográficas, en la vida misteriosa de Petrushka, su nacimiento, su muerte y su existencia doble, que es la clave del enigma, una llave que no posee el que cree que le ha dado la vida, el mago”.
Lo que vemos, en el fondo, es que muchas de estas cuestiones estaban en el centro del propio compositor, eran la representación plena de su intimidad, como él mismo lo confiesa: “Esta fue la primera pieza en la que tuve plena confianza en mi oído interior. Y Petrushka fue la primera obra que realmente me representó a mí mismo, lo que pienso de mí mismo”. (Le puede interesar: ¡Cuánto tardamos en valorar a Totó!).
El lugar de la vanguardia
Hoy todo lo damos por sentado. Nacimos con derechos adquiridos, pues otros lucharon para que pudiéramos gozar de libertades que antes no existían. Nacimos con luz, también. Y viajes a la Luna. Vivimos en el tiempo que mira al pasado y descubre capas y capas y capas de historia que ha venido aconteciendo. Y escarbamos en ellas. Hoy homenajeamos lo hecho o lo contrariamos. Hay hasta quienes niegan lo innegable. Decimos que ya todo está inventado y nos dedicamos a revisar lo dicho para tratar de decir algo distinto.
Pero hubo un tiempo, como en el que vivieron Stravinski y Picasso y Freud y Lenin, a comienzos del transformador siglo XX, en el que todo fue novedad. En el que cada piedra puesta por estas nuevas ideas constituía un cisma que cambiaría la morfología de la tierra —y de la historia social— para siempre.
De esta forma, Stravinski, tan brillante conocedor del mundo del ballet —tal como Picasso del arte clásico— se dio el lujo de transformarlo. Como lo hizo con Petrushka. Cambió las estructuras de la música y de las emociones de los personajes, y, de la mano de Michel Fokine en la coreografía y danza, Alexandre Benois en el libreto, escenografía y vestuario, y Diaguilev, crearon algo inédito. Hoy vemos a esta marioneta torpe bailando con las puntas de los pies hacia adentro o moviéndose desgonzadamente y sin aparente gracia, y nos cabe en la cabeza y entendemos “su humanidad”. Pero entonces tales características del protagonista eran una cachetada a la tradición solemne del ballet imperial ruso y el estilo creado por Marius Petipa, cuyo fin último era crear figuras estilizadas, héroes, príncipes y princesas idealizados, encarnaciones de una perfección por alcanzar. Peor aún era —o mejor, según como se le mire— si quien daba esos pasos imperfectos era una joya del baile como Vaslav Nijinski, y décadas después otros bailarines maravillosos, como Rudolf Nuréyev o Mikhail Baryshnikov. Significaba que algo grande había nacido.
Stravinski nos pone a pensar
¿Qué nos hace humanos? ¿En qué instante entramos en ese terreno de lo bueno, de lo malo y de lo feo, de los afectos y los celos, y empiezan a expresarse los temperamentos? Se tiende a pensar que Petrushka es una obra menor de Stravinski, pero resulta que era el paso necesario para hacer La consagración de la primavera. Imaginó un personaje disonante con el mundo —él mismo—, frágil e incomprendido, gozoso y crítico, inconforme y revoltoso, y rompedor, por el hecho mismo de sentir como cualquiera de nosotros pese a ser una marioneta y, al mismo tiempo, poder cuestionar la rígida estructura del ballet, como también lo hizo con la música, y así proponer algo nuevo.
Y detrás de todo —o justamente en el centro de todo— plantea la idea de preguntarnos quién es dueño de las vidas de los demás. Esta idea de poder, de quién lo detenta. Como también la idea perturbadora de estas figuras no humanas provistas de humanidad, de sentimientos, pero con la perversión intrínseca de que sabemos que si finalmente no eran humanas a la hora de su muerte, entonces seguramente no sufrieron. Nos descargamos de nuestro propio sufrimiento por ellas. ¿Cuál es, entonces, nuestra relación con el dolor de los demás? ¿A quién le otorgamos la capacidad de sentir y a quién no? Habrían de pasar décadas antes de que viéramos muñecos de apariencia infantil revestidos de todo un universo humano como el creado por, por ejemplo, Tim Burton. Pero esto era 1911. Ni siquiera había ocurrido la Primera Guerra Mundial, ni la Revolución bolchevique, que este año está celebrando su centenario. Así que fue innovador. Como lo fue que en 1917 Marcel Duchamp se atreviera a poner un orinal invertido dentro de una sala de exposiciones de arte y la llamara La fuente, para transformar la historia del arte para siempre.
Además usó los estereotipos de manera precisa: el hombre frágil e incomprendido, no correspondido; la dama bella y deseada, atraída por el patán y conquistador, y el moro, el distinto, el exótico, que pasa por encima de todos para conseguir su objetivo: la chica a la que quiere el otro. Es la base de la educación básica emocional, de la telenovela sentimental. Su efectiva sencillez, en donde todos podemos identificarnos con Petrushka, la bailarina o el moro, pone en jaque —o les da otro lugar— a los enrevesados afectos delineados por sus coterráneos, los escritores rusos León Tolstoi y Fiodor Dostovieski.
Y construye un paradójico antagonista, el mago, el que tira de los hilos —o cree tirar de ellos—, porque al final su creación termina muriendo para marcar su libertad. Personajes rebelándose contra su creador, como los robots de Isaac Asimov o el propio monstruo de Frankenstein. Hablaría así de la dialéctica de Hegel, del esclavo desbancando al maestro o del propio Miguel de Unamuno, que en el libro Niebla crea un protagonista que lleva su nombre y un personaje que queda descontento con el final que le atribuye su autor, y le exige otro…
Pero hay más.
Uno dentro de otro o en lugar del otro
Petrushka es una marioneta interpretada por un bailarín que hace de marioneta; primera traducción. Muchas veces ha sido interpretado por marionetas de verdad, de madera o tela, conducidas por un titiritero; segunda traducción. Hoy, y en este caso en la versión infantil que veremos en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, a cargo de la compañía Per Poc, se trata de marionetas operadas por humanos que se encargarán de bailar el ballet como lo haría el bailarín que hacía de marioneta. ¿Entendido? Lo maravilloso de esta obra es que encarna el pensamiento del metalenguaje, de un lenguaje que se usa para hablar de otro: volverse a mirar, mirar sus mil posibilidades, la flexibilidad de una estructura que se puede llevar a otra materia conservando su esencia.
El mismo Stravinski revisitó esta obra numerosas veces (¡más de veinte!), hasta que en 1947 presentó variaciones significativas a la orquestación original en una versión que lo dejó por fin satisfecho. Dichos cambios lograron traducir casi de forma perfecta lo que se había imaginado de la música que quería escribir. Con esto, y siendo el sinónimo de la modernidad e incluso la contemporaneidad, mostraba que la obra de arte no es algo estático ni intocable. Contravenía al canon de lo único e irrepetible. Nada más actual.
* Teatropedia es un proyecto educativo del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo en pro de la formación de públicos en temas culturales. El espectáculo de este domingo 28, a las 11:00 a. m., también podrá apreciarlo por el Teatro Digital: Una Entrada Para Todos desde cualquier parte del país y del resto del continente por teatrodigital.org.