¿Es posible que no muera la esperanza? Sí, siempre y cuando vaya acompañada de acciones. Pero de acciones regidas por el pensamiento y no por el resentimiento, el prejuicio o el deseo de venganza.
Nadie podría negar que nuestra civilización pasa por una crisis de incertidumbre. Bordieu habla de “desorden general” y crisis de los “grandes relatos”, que engloba en el término desorientación, y Sami Nair, un sociólogo y pensador francés, de un cambio de paradigmas, de un punto de inflexión debido a cambios que están transformando la Historia (con mayúsculas), pero que “impactan en la gente de manera silenciosa, directa y cotidiana”. Ese punto de inflexión creo que lo marcó la pandemia, un hecho que hizo palpable que el rumbo que ha tomado el mundo bajo el nombre de progreso está destruyendo nuestro planeta y poniendo en peligro nuestra especie. Que ya hemos llegado a un punto de no retorno, parecen demostrarlo las olas de calor que hacen estragos en Europa, y que los expertos han dicho que son solo el inicio de un fenómeno que se irá incrementando.
La lista de asuntos que nos desasosiegan sería enorme, de modo que solo enunciaré algunos: la expansión mundial de manejos fascistoides de muchos regímenes, que ganan votos cebándose contra los migrantes, exacerbando el racismo y la xenofobia, y mostrando hostilidad por la ciencia, desprestigiándola; el regreso de los ultranacionalismos, y el eclipse del mundo globalizado; el fracaso de una izquierda anquilosada que traiciona sus ideales, y cae en los mismos vicios de la derecha: la corrupción y el autoritarismo; un derrumbamiento de los criterios de verdad, creado sobre todo por el desborde informativo que nos confunde, y una crisis de los derechos humanos, que se expresa de manera patética en el genocidio que está cometiendo Israel frente a un mundo que no reacciona y una Europa que parecía la guardiana de los valores de la cultura de Occidente y que hoy vemos debilitada y dubitativa. Los sueños de un mundo mejor que impulsaron los movimientos revolucionarios de los años sesenta y setenta parecen haberse ido al traste definitivamente.
Frente a ese panorama, ¿es posible que no muera la esperanza? Sí, siempre y cuando vaya acompañada de acciones. Pero de acciones regidas por el pensamiento y no por el resentimiento, el prejuicio o el deseo de venganza.
Suelo ser escéptica en relación con eso que llaman “la naturaleza humana”, que durante siglos ha demostrado una capacidad enorme de odio y destrucción. Pero quiero creer, como dijo Sergio Ramírez en entrevista reciente para “La Nación”, que “vendrán nuevos ideales, porque la humanidad no puede vivir sin ideales”, y que es necesario volver a las utopías -aunque las gentes desconfíen hoy de ella- como en los tiempos en que las gentes de su generación y la mía las tuvieron.
Un pensador que me parece fascinante, Rutger Bregman, nacido en 1988, en su libro “Utopía para realistas” hace una reflexión sobre por qué fracasaron esas utopías (el fascismo, el comunismo, el nazismo). Porque fueron modelos cerrados “que no toleraban ninguna disensión”, como esas sectas fanáticas que derivan de las religiones. Frente a esas utopías, Bregman propone una utopía abierta, que se haga las preguntas correctas, y no tenga respuestas únicas. Por ejemplo: “¿Por qué trabajamos más desde la década de 1980, a pesar de ser más ricos que nunca? ¿Por qué hay millones de personas viviendo en la pobreza cuando somos más que suficientemente ricos para erradicarla para siempre?”. Cada uno de nosotros puede hacerse esas preguntas y otras, y luchar por una nueva utopía. Porque, como dice Bregman, “sin utopía solo nos queda la tecnocracia”.