Por qué la Iglesia prohíbe los malos libros?», se pregunta el padre Pablo Ladrón de Guevara en la presentación de su libro Novelistas malos y buenos, un catálogo publicado en Bogotá en 1910 para complementar el Índice de libros prohibidos oficial de la Iglesia católica. «Como una Madre amorosísima», se responde el sacerdote, «los prohíbe para evitar la ruina de la fe y buenas costumbres de sus hijos».
Al padre Ladrón de Guevara le parecía que, entre todos los libros malos, los más peligrosos eran las novelas porque «enervan e impiden el rigor de la virtud cristiana bajo la aparente y curiosa forma de una mentida erudición y de fingida narración». En resumen, porque son ficciones.
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Él era un sacerdote jesuita, nacido en España en 1861, que llegó a Colombia en 1903. Al año siguiente el Vaticano sacó una nueva edición del Índice de libros prohibidos y en esta se basó el padre para componer el criollo.
«Como no hay más religión verdadera y obligatoria que la católica, no concedemos el apelativo de buenas sino a las novelas que contribuyen positivamente a fomentar o conservar la fe y las buenas costumbres, según la moral católica», explica. Para él, entonces, solo podían ser buenas las obras didácticas de religiosos católicos y, en consecuencia, casi toda literatura alguna vez escrita era mala.
Balzac era «en alto grado pernicioso»; Baudelaire, «muy nocivo»; Eça de Queiroz, «asquerosamente deshonesto e impío»; Flaubert, «bajo» y «cínico»; Víctor Hugo, «poseído por el demonio»; George Sand, «casada, divorciada, mal acompañada, incrédula, irreligiosa, impía, socialista, perseguidora del matrimonio, defensora del amor libre contra todas las leyes y contra el mismo Dios»; y Melville, «malsano, llorón, enfático, áspero, chocho», pero «otras veces, cuando deja de ser ampuloso, tenebroso y tan vulgarmente pretencioso, puede pasar».
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El padre Ladrón de Guevara conocía matices. Según él, entre los colombianos, el peor era, por supuesto, José María Vargas Vila, en sus palabras, un «impío furibundo, desbocado blasfemo, desvergonzado calumniador, escritor deshonesto, clerófobo, hipócrita…». Candelario Obeso, porque se suicidó, «no era bueno». De Tomás Carrasquilla deseaba que «se ocupara más de lo genuinamente cristiano, generoso y noble, en que tanto abunda su tierra Antioquia» y a Jorge Isaacs, aunque le reconoce el espíritu cristiano que hay en María, lo regaña por algunas descripciones de mujeres que, si bien no eran deshonestas, podían inquietar y, sobre todo, por lo mucho que se extiende en contar el baño que María le prepara a Efraín esparciendo el agua de flores.
A esta última categoría, a las obras que necesitan alguna corrección, pero no eran malas, pertenecían las de Soledad Acosta de Samper. Cuando se publicó Novelistas malos y buenos, ella tenía 77 años y era la escritora más importante de Colombia y una de las más destacadas de América Latina. Había iniciado su carrera hacía más de cincuenta años, como corresponsal de revistas y periódicos, y acumulaba una vasta producción literaria, que incluía traducciones, crónicas de viajes, crítica literaria, cuadros de costumbres, cuentos, ensayos, teatro, novelas, textos históricos y de divulgación científica, biografías, cartas y diarios. Era una mujer culta y cosmopolita, de clase privilegiada, que había viajado por el mundo y conocía varios idiomas. Había fundado cinco revistas, reflexionado sobre el papel de la mujer en la sociedad, abogado por su educación y labor intelectual y abierto el camino para las escritoras colombianas, en una época en la que se creía que las mujeres se debían exclusivamente a la familia y los trabajos domésticos. Estas ideas liberales, precursoras del feminismo, convivían en ella con otras más conservadoras y de tradición religiosa, pues era una católica devota.
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Margarita, una de las heroínas de El corazón de la mujer, se debate entre el fervor religioso y la pasión por el conocimiento, y entre el amor a Dios y el amor por un hombre: «¡Cuántos y cuán magníficos campos de ciencia se extendieron ante la soñadora imaginación de la joven! Dedicóse nuevamente al estudio del francés que había aprendido con provecho en el colegio, y que había dejado olvidar casi enteramente. En breve pudo recorrer la pequeña librería que Eugenio llevaba consigo, adivinando lo que no comprendía con aquella intuición que distingue a la mujer, y más a la mujer amante. Olvidó en gran parte sus escrúpulos y aún llegó a leer libros que antes miraba con horror. Luego echó de ver que la continua sociedad de Eugenio era demasiado agradable para ella, y se propuso escasearla buscando en sus devociones y prácticas religiosas un interés mayor».
El corazón de la mujer apareció en 1869, dentro de Novelas y cuadros de la vida suramericana, una recopilación de textos narrativos de la autora que habían salido a lo largo de años en revistas y periódicos. Más tarde, en 1887, se publicó como un libro separado, con el subtítulo «Ensayo psicológico». No puede catalogarse como una novela, ya que contiene seis historias distintas, pero tampoco como una colección de cuentos, porque las seis historias están ligadas. Hay una narradora, dentro de un espacio y un tiempo narrativos, que nos refiere en cada capítulo la historia una mujer diferente, Matilde, Manuelita, Mercedes, Juanita, Margarita e Isabel, cada una con un espacio y tiempo narrativos propios, a medida que los otros personajes del libro se las relatan a ella. Se trata, pues, de una narración enmarcada, como la de Decamerón, de Boccaccio, cuyos «cuentos escandalosos», según los calificó el padre Ladrón de Guevara, después de seis siglos de haberse publicado, seguían «llevando almas al pecado y al infierno».
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Las heroínas de El corazón de la mujer, cuando pecan, tienen su infierno en vida. Las hay exaltadas, coquetas, vanas, soberbias y pías, pero, más que todo, sufridas y maltratadas por los hombres, que son toscos, groseros, malvados, enamorados o vengativos.
«El páramo con su calma terrífica, su frío y pavoroso silencio, me hizo mucha impresión: lo comparé a mi corazón solitario siempre», dice Mercedes, otra de las protagonistas del libro.
Los personajes mujeres de Soledad Acosta de Samper se refugian en la religión, y el amor y la misericordia las redimen. Sus historias, de amores imposibles, desdichados o difíciles, transcurren en una Colombia convulsa por las guerras, en fincas, aldeas, ciudades intermedias y en una Bogotá de calles rectas y poderosos caños, con árboles, caballos, marranos y gallinas, Monserrate y Guadalupe al fondo, y extensos campos y lagunas en el horizonte.
En la madurez, Acosta de Samper se dedicó principalmente al estudio y la escritura de la Historia, una labor que le valió grandes honores. En 1892 sirvió como delegada oficial de la República de Colombia en el Congreso Internacional de Americanistas, en 1902 la nombraron miembro honorario de la Academia Colombiana de Historia y en 1905 fue la encargada de coordinar las celebraciones por el primer Centenario de la Independencia. Tanto respeto infundía que Ladrón de Guevara, que no ahorraba adjetivos para descalificar a los clásicos de la literatura universal, tiene con ella grandes deferencias.
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Le envía por anticipado las anotaciones que ha hecho sobre sus obras, para darle la oportunidad de contestar. Ella, en su respuesta, se gloría «de haber siempre en toda ocasión defendido con su humilde pluma y con energía la religión católica, apostólica y romana», asegura que «obra de completa buena fe» y que abandonaría la carrera de letras si llegara a convencerse de que sus obras son perjudiciales. El padre, antes de enviar el libro a la imprenta, revisa sus anotaciones.
«Teníamos decidido empeño de no tributar sino elogios a esta venerable anciana, benemérita de las letras, de piedad reconocida», declara, «pero, si no queremos faltar a la verdad y a la conciencia, es preciso que no callemos las observaciones que, al leer las obras de la autora de Los piratas de Cartagena, se nos han ido ofreciendo».
A continuación, dedica al análisis de estas más páginas que las que invierte en cualquier otro escritor colombiano y elogia sus virtudes literarias, investigativas y católicas. Le reprocha, sin embargo, que cite a escritores protestantes o prohibidos por el Índice, aunque tuviera autorización para leerlos; que critique a los misioneros por sus delitos etnográficos y a la Inquisición, pues solo debería alabarla; y que use liberalmente, por fuera de la doctrina, ciertas palabras. En suma, le critica su erudición, su rigor histórico y su pasión por el conocimiento. También, la ligereza de inventarle a Fernando el Católico, en una novela histórica, un pecado que no consta que haya cometido, esto es, la ligereza de cometer una ficción en contra del insigne rey que creó la Inquisición Española y ordenó la expulsión de judíos y musulmanes.
Al final, en El corazón de la mujer, Margarita escoge la vida espiritual por encima de los placeres y las disciplinas mundanas, y se va de monja. Soledad Acosta de Samper, en cambio, no abandonó el ejercicio intelectual y siguió escribiendo y publicando hasta su muerte, en 1913, poco antes de cumplir ochenta años. El gobierno decretó un homenaje para honrar su memoria y en una de las muchas notas que le dedicaron en la prensa de Colombia, Ecuador, Venezuela, Perú, Chile, Estados Unidos y España, se cuenta que «comulgó por la mañana del día en que cayó herida de muerte, en la iglesia de San Ignacio».
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