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Las puertas y ventanas son cómplices de la espera, de las visitas inesperadas, del olvido, de las tradiciones que no se marchitan, de la claridad que acompaña, de la rutina, de la felicidad inefable, de la soledad y de los buenos vientos. Abrirlas cada día es como remojar el dedo índice y pasar las páginas de un libro; si no entran la luz ni la brisa a la casa, caminaremos a tientas y el tiempo pondrá las cosas donde le plazca.
Ahora que debemos quedarnos en casa, la distancia nos induce a arrancarle confidencias al tiempo para que triunfe el silencio o la melancolía. Estas fotografías, que relatan la vida cotidiana de varios pueblos del Caribe colombiano y de La Habana antes de la pandemia, son una invitación a cambiar de ojos, ya que no es posible cambiar de camino. Ojalá, por un ratito, pestañear se vuelva una acción consciente hoy que no podemos abrazarnos, que los amigos no pueden visitarnos y que el encierro satura de extremo a extremo nuestros días; darle vía libre a la contemplación, quizá, nos aclarará que no somos la velocidad de los pasos, sino el camino recorrido.
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Aunque las puertas y las ventanas no se abran con la misma frecuencia que antes, siguen conservando historias como cómplices y mantras que son. Porque, sí, al asomarnos a la ventana, a veces comprendemos que ciertos recuerdos no se han acabado, que solo están refundidos.
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