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Quien controla el presente, controla el pasado: Donald Trump y la reescritura de la historia

Las placas instaladas bajo los retratos presidenciales en la Casa Blanca, el cambio de nombre del Kennedy Center y otras acciones que el gobierno del republicano ha impulsado este año refuerzan un punto que ha sido crucial durante su segundo periodo: el control de la narrativa histórica de EE. UU.

Santiago Gómez Cubillos

23 de diciembre de 2025 - 08:24 p. m.
El pasado 17 de diciembre y sin aprobación del Congreso de EE. UU., la junta directiva del Kennedy Center mandó a instalar el nombre del presidente en la fachada de este centro cultural para convertirlo, oficialmente, en el "Donald J. Trump and John F. Kennedy Memorial Center for the Performative Arts".
Foto: EFE - SHAWN THEW
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“Quien controla el pasado, controla el futuro: quien controla el presente, controla el pasado”, reza el slogan del Partido en la novela 1984, de George Orwell. Lo sé, hay otros libros que se pueden referenciar para hablar de situaciones distópicas, pero la razón por la que volvemos una y otra vez a este es porque a veces la exactitud con la que atina sus predicciones resulta escalofriante. Lo que ha pasado en el último año en Estados Unidos durante el segundo mandato de Donald Trump es uno de esos casos.

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A menos de un mes de que termine su primer año de gobierno, el presidente se ha encargado de impulsar acciones que ajusten la narrativa histórica de su país a lo que su partido —o, más bien, él— considera es la realidad. Esta semana, ocurrió en dos ocasiones. La primera, cuando se mandaron instalar placas bajo los retratos de sus antecesores en el cargo, que “resumían” lo que había sido el mandato de cada uno. La segunda, cuando su nombre quedó instalado en la fachada del John F. Kennedy Memorial Center for the Performing Arts, uno de los centros culturales más importantes de Washington.

Estos dos hechos se suman a lo que ha sido una cruzada constante del gobierno del republicano por moldear a su antojo la historia de EE. UU., incluso si esto implica faltar a la verdad. Analicemos entonces cada caso para entender por qué los expertos cuestionan estas iniciativas y lo que podría suceder si se siguen implementando.

Las placas del Salón de la fama presidencial

El pasado 17 de diciembre, el presidente Trump mandó instalar en lo que él mismo había llamado el “Salón de la fama presidencial” una serie de placas debajo de cada uno de los retratos de los otros 45 presidentes de EE. UU. En ellas había, a sus ojos, explicaciones sobre cuáles habían sido los logros y las derrotas de cada uno. La acotación es clave, porque lejos de ser textos de rigurosidad histórica comprobable, todos habían sido escritos desde un claro sesgo político. En muchos, por no decir todos, se encontraron errores y mentiras que desmeritaban el trabajo de quienes habían llegado a la presidencia antes que él.

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La portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, defendió los textos de las placas en un comunicado en el que afirmó que todas “contienen descripciones elocuentes de cada presidente y del legado que dejaron” e incluso afirmó que muchas de ellas habían sido escritas por mismo Trump. Mientras tanto, para otros los textos parecían más publicaciones que el presidente habría puesto en su plataforma Truth Social, pues muchos contenían expresiones grandilocuentes sobre su mandato e insultos a sus detractores políticos.

Este ha sido el punto que más revuelo ha causado. En el caso de Joe Biden, Trump se refirió a él como “somnoliento” e incluso llegó a afirmar que su victoria fue el resultado de “las elecciones más corruptas de Estados Unidos”. A Barack Obama lo tildó como “una de las figuras más polarizantes de la historia estadounidense” y en la placa de Bill Clinton le pareció pertinente mencionar que su esposa, Hillary Clinton, había perdido las elecciones contra él en 2016.

Por otro lado, las placas que hablaban de su gobierno lo proclamaban como el hombre que “derrotó a la inflación” y “acabó con ocho guerras en sus primeros ocho meses”, ambas afirmaciones tendenciosas que ya han sido desmentidas por varios servicios de fact checking, como el de la BBC. Esto apenas por nombrar algunos ejemplos.

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Sin embargo, lo más grave para algunos no está en los datos que son abiertamente falsos, sino en aquellos que son apenas tendenciosos y que fácilmente podrían pasar desapercibidos y colarse en contenidos académicos que terminen por validarlos. Como lo explicó Laura Beers, profesora de American University, en un artículo publicado en The Conversation, “los proponentes de una agenda ‘anti-woke’ tanto a nivel federal como estatal están enfocados en reformular currículos estudiantiles de tal manera que sea inconcebible para las futuras generaciones cuestionar estas afirmaciones históricas”.

El Trump and Kennedy Center

También esta semana sorprendió a los habitantes de Washington la decisión de cambiar el nombre del centro cultural de la ciudad para instalar el del presidente de turno. La institución fue nombrada Kennedy Center por el Congreso de los Estados Unidos en honor al presidente asesinado en 1963, por lo que cualquier cambio de nombre, en teoría, debía pasar por ellos primero. Sin embargo, este no fue el caso y tras una decisión de la junta directiva se fijó también el nombre de Trump.

La votación, según expresó Leavitt, fue “unánime”, aunque esa afirmación desató varios cuestionamientos pocas horas después de que se anunciara. Primero, porque no se puede ignorar que, desde febrero de este año, la junta ha estado compuesta principalmente de simpatizantes republicanos, por lo que parecía apenas obvio que se votara a favor de la propuesta. Pero de los cuestionamientos más graves fueron el que hizo la representante Joyce Beatty, quien hace parte también de ese comité y quien, según afirmó en un video publicado en sus redes sociales, fue silenciada cuando intentó oponerse.

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“Mientras intentaba pulsar mi botón para expresar mi preocupación, hacer preguntas y, desde luego, no votar a favor de esto, me silenciaron”, afirmó Beatty. “Aun así, al final se dijo que fue un voto unánime”, agregó. La decisión ya fue demandada por los demócratas, que están a la espera de que el poder judicial obligue a echar para atrás el cambio de nombre, pero, por el momento, el centro cultural permanecerá como un homenaje a ambos mandatarios.

Este caso recuerda otros momentos del mandato de Trump, como cuando sugirió que se agregara su rostro al famoso monte Rushmore donde están los de los fundadores de EE. UU. o la idea, que aún no se ha descartado, de sacar una moneda también con su cara por la conmemoración de los 250 años de la independencia de su país, que se celebrará en 2026. Son formas en las que el presidente Trump quiere que su legado quede escrito en piedra y que, incluso cuando sea momento de dejar la Casa Blanca, permanezca en los espacios públicos como una marca indeleble.

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Los peligros de cambiar el pasado

Estos dos casos se unen a otros ejemplos del proyecto político que Donald Trump ha estado impulsando desde que llegó nuevamente a la Oficina Oval, que implica modificar la narrativa histórica de EE. UU. para “volverlo grande otra vez”, como dice el slogan de su campaña. Bajo esa misma idea, se han desfinanciado proyectos mediáticos y culturales antes apoyados por el Estado, se han eliminado de páginas gubernamentales contenidos que toquen temas como la esclavitud y los derechos LGBTIQ+, e incluso se ha ordenado la revisión de contenidos de los museos del Instituto Smithsonian para evitar presentar “narrativas que muestren valores estadounidenses y occidentales como dañinos y opresivos”, según se lee en la orden ejecutiva “RESTORING TRUTH AND SANITY TO AMERICAN HISTORY” (Restaurando la verdad y la cordura en la historia estadounidense, en español).

La pregunta que surge entonces es: ¿por qué enfocarse tanto en reescribir la historia? Y la respuesta nos lleva de vuelta a Orwell. Para el consultor político Antoni Gutiérrez-Rubí, creador del Observatorio Trump del diario El País, el presidente ha asumido que, para lograr perdurar es necesario construirse como una figura política insoslayable en la historia de su país. “El objetivo de Smith (el protagonista de la novela) era reescribir el pasado para controlar el presente y conquistar el futuro. Y esta parece ser también la intención de Donald Trump en Estados Unidos. Desde que asumió la presidencia por segunda vez ha iniciado una ofensiva cultural que el historiador Paul Josephson compara de forma algo provocativa con algunas de las prácticas aplicadas por Joseph Stalin en la Unión Soviética”.

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Gutiérrez-Rubí lo resume de esta manera: “El mensaje es claro: durante años se traicionó el pasado glorioso de la nación y ahora lo estamos recuperando al entrar en un nueva ‘era dorada’“. Y tanto las placas de la Casa Blanca como el cambio de nombre del Kennedy Center apuntan a que en el centro de esa narrativa glorificada que se quiere imponer en Estados Unidos, solo hay espacio para Donald Trump.

Para el presidente Trump, conquistar el futuro, es decir, lograr que su proyecto político se replique (bien sea en sus propias manos o en las de un sucesor) solo será posible si él logra instaurarse como el salvador de Estados Unidos. Y, hasta ahora, ha demostrado que está dispuesto a llevar esto a sus últimas consecuencias, incluso si eso implica fundamentarse en mentiras.

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Por Santiago Gómez Cubillos

Periodista apasionado por los libros y la música. En El Magazín Cultural se especializa en el manejo de temas sobre literatura.@SantiagoGomez98sgomez@elespectador.com
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