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En el cuento hay un personaje que se llama Ferdinand, un pintor que vive en un pueblo suizo. Seguramente la historia transcurre durante la Primera Guerra Mundial. Ferdinand encuentra, tal vez en Suiza, la posibilidad de estar alejado del conflicto, de seguir pintando y de continuar la vida en una casa de campo que habita con su esposa Paula y su perro.
Sin embargo, un día llega una carta que cambia ese deseo de mantenerse viviendo en el sosiego. En la misiva se le informa que debe presentarse al consulado para ir a la guerra. Esto le genera una profunda confusión de sentimientos ya que, hasta el momento, ha vivido de acuerdo con su propia ley: no obedecer la trampa de la guerra, no obedecer la orden de matar a otro.
En alguna parte del relato, Ferdinand dice:
“Solo conozco un deber, que se llama ser un hombre y trabajar. No tengo más patria que la humanidad. Ni me enorgullece matar personas.”
No obstante, la carta lo debilita en sus convicciones. Siente que hay una fuerza muy poderosa: la potencia de la obediencia, el arma de los poderosos. Una máquina capaz de hacerlo partir hacia la guerra.
Ferdinand entra en una gran confusión porque no sabe qué hacer. Tal vez lo que busca el relato de Zweig es explorar en el ser humano esa posibilidad profunda de resistirse a matar a otro ser humano. Mostrar que la única patria verdadera, como lo dice su personaje, es la humanidad.
Hoy el mundo arde y los horrores de la guerra se reflejan en niños que son asesinados por soldados que, posiblemente, han olvidado que lo verdaderamente humano es cuidar del otro, sin importa quién sea.
Hoy, ante las guerras y los conflictos que amenazan a la humanidad, también se hace urgente que nos hagamos preguntas fundamentales: ¿Qué es la patria? ¿Qué es la vida? ¿Quién es el otro a quien la dinámica bélica y nacionalista nos hace querer aniquilar?
En este relato, y de una manera menos directa, Zweig dialoga con 1984, de Orwell: si los seres humanos nos diéramos cuenta de que solo obedecemos a unos pocos, a una autoridad concreta, seríamos capaces de rebelarnos como un caballo que se encabrita para sacudirse una mosca. Esa mosca es la representación de todos esos poderosos. Bien dice Leila Guerriero: “Los señores de la guerra no sangran: mandan a sangrar a otros”.