El saber que conocemos con el nombre de historia ordena una dispersión documental a través de narraciones. Los documentos usados se seleccionan con criterios que van más allá de la cuestión espaciotemporal: son relativos a la pregunta, al tema, a una o unas tradiciones de lectura de los documentos y a otras posibles variables que operan consciente e inconscientemente a lo largo de un proceso de investigación. La historia escrita sintetiza tanto el contenido de los materiales como los criterios de su selección en el marco de una narración que nunca es de cosecha propia del investigador pues, en general se impone como lo que “ocurrió” o, en el mejor de los casos, es el punto de partida desde el que se trata de buscar nuevas rutas de explicación de fenómenos tan variados como la independencia y formación de las naciones hispanoamericanas, la promoción, redacción y concreción de una reforma constitucional o la lógica del ejercicio históricamente situado de escribir filosofía.
El martes ocho de enero de este año, en el periódico El Espectador, el profesor Damián Pachón Soto hizo una reseña de mi libro titulado El terreno común de la escritura. Una historia de la producción escrita de filosofía en Colombia 1892-1910. Allí se señala con acierto que el libro espera renovar la narración del pasado filosófico en Colombia, en concreto, de la producción escrita de filosofía durante los años mencionados en el título. El profesor Pachón indica también que el libro, como se ve en la portada, se ocupa de presentar elementos comunes entre quienes escribían filosofía más allá de sus posiciones religiosas, de su imagen sobre la mejor organización del Estado, de sus intereses económicos, de sus opciones partidistas o de los bandos que tomaron durante alguna de las guerras civiles que dieron forma a buena parte de la vida nacional. El profesor Pachón acierta de nuevo al mostrar que lo que en el libro se llama “marco de referencia de la modernidad” es un concepto que permite agrupar los estudios de historia de la filosofía en Colombia que lo preceden. Estos aciertos, sin embargo, requieren de algunas precisiones.
El “marco de referencia de la modernidad” es el modo a través del cual se pone en cuestión un estilo de narrar el pasado filosófico local, narración que tiene dos creencias centrales: que los procesos locales de la filosofía de algunos pocos países de Europa son el rasero de la actividad filosófica nacional y que buena parte del pasado de esa actividad tiene como principio de explicación la relación que entabló con la Iglesia o las disputas por la administración del gobierno central. Ambas creencias desconocen que no hay una historia homogénea que tenga que cumplirse en cada rincón del planeta; también, idealizan la actividad filosófica como si fuera una y la misma en todos los lugares y en todos los tiempos; además, dan por hecho que aquellos textos que no encajan bien con el proceso de la filosofía centroeuropea ni con el modelo idealizado de la misma, no pueden ser considerados como filosóficos (aun cuando un medio local de escritores y lectores los reconoce como tales).
De allí que parejas de expresiones como “ilustrado”/“no ilustrado”, “moderno”/“antimoderno”, “secular”/“religioso”, “normal”/“anormal” hayan servido para calificar la actividad filosófica dentro del actual territorio colombiano. Dicho en breve, no importa qué término de la pareja se elija para valorar los textos de filosofía locales, con cualquiera de ellos se termina ocultando lo propio de esos textos. De un lado, el caso general, las historias de la filosofía en Colombia consideran dichos textos deficitarios, pero sabemos que este juicio solo es posible por la comparación con algo “que sí estaría completo”, como si existiera un mínimo predefinido. De otro lado, los pocos casos en que se le otorga a la producción nacional el título de “moderna” no son muy diferentes a los primeros, estos últimos siguen atados al “marco de referencia de la modernidad”, tras el “mérito” que se les endilga lo que opera es un proceso histórico foráneo (el de la filosofía de unos pocos países europeos) que sirve de “mínimo predefinido”; al respecto resulta ejemplar la frase de Rafael Gutiérrez Girardot citada por el profesor Pachón: “no cabrá negar la anticipada modernidad de la obra filosófica de Carlos Arturo Torres”. Como se ve, atrasado o moderno aquí no son valores opuestos, más bien son las dos caras de una misma moneda y por ello, los textos que los usan pueden agruparse en el espectro de la historia de la filosofía en Colombia atada al marco de referencia de la modernidad.
Aceptar sin más la narración de estas historias bloquea cualquier esfuerzo creativo por volver sobre los textos locales de filosofía. También ratifica la idea errónea de que la filosofía solo tuvo un lugar en la cultura a partir de los años cuarenta (etapa conocida como la “normalización de la filosofía”), buena parte del capítulo dos de El terreno común de la escritura, prueba empíricamente que las condiciones materiales, sociales y técnicas que los historiadores de la filosofía en Colombia creen propias de la normalización, ya estaban presentes, por lo menos, desde 1892. Esta evidencia es la que justifica la atención que se presta al Colegio Mayor del Rosario a lo largo de la investigación.
Las treinta páginas que el libro dedica a tomar distancia de la historia de la filosofía en Colombia son el paso inicial para, primero, elaborar una narración no deficitaria de la producción escrita de filosofía durante el tránsito del siglo XIX al XX, segundo, mostrar todo lo que comparten los escritores de filosofía que por la inercia de las explicaciones partidistas se han considerado como absolutamente diferentes entre sí, tercero, probar que no es la genialidad individual lo que generó obras filosóficas que algunos denominan “modernas” , sino que estas obras son el efecto de las dinámicas sociales que se establecen en una práctica común a bandos que pugnan entre sí: el ejercicio de escribir filosofía. En pocas palabras, el distanciamiento de las historias de la filosofía en Colombia que se ejecuta en el segundo capítulo no se debe a que esas historias no apliquen un método específico, sino a que ya es tiempo de salir ―en el presente― de las narraciones que empobrecen nuestro modo de recordar. Si a este empobrecimiento se le quiere llamar “falta de sentido histórico”, me parece un nombre adecuado; lo que debe tenerse en cuenta aquí es que la falta señalada, caracterizada en el libro con el término “marco de referencia de la modernidad”, no puede refutarse solo porque algún texto menciona el pasado (son historias de la filosofía, claro que tienen que mencionarlo), o porque en esas historias se dice que el pasado les importa, pues como muestro más arriba, justo en tales menciones (como atrasado o moderno) se oculta lo propio de la actividad filosófica local antes de los años cuarenta del siglo XX.
Me hubiera gustado ver en la reseña del profesor Pachón un comentario sobre los resultados de la investigación que se hace en el libro, o sobre su método de trabajo y no solo sobre los comentarios a la bibliografía secundaria que se usa en las treinta páginas mencionadas del segundo capítulo. Quisiera pensar que el tipo de reseña propuesta por el profesor Pachón es un efecto del periodo de investigación en el que él tiene un mayor número de investigaciones, la filosofía en Colombia desde la normalización en adelante; pero me parece que ello se debe, más bien, al punto de vista que él mismo tiene y que he comentado en otro lugar (una reseña a su libro de 2011).
Justo el día en que se presentó la reseña al público, el profesor Juan Fernando Mejía la compartió en una de sus redes sociales con un atinado comentario: “Reseña del libro de Carlos Arturo López. Me parece que intenta reconocer sus méritos pero que recae en la reivindicación de la narrativa dominante que el libro, acertadamente, en mi opinión, critica”. Lo que dice una narración dominante no sirve para refutar un nuevo punto de vista que presenta argumentos en contra de tal narración; quedarse en esa afirmación del punto de vista desde el que se habla sin confrontar argumentos con argumentos promueve la reproducción de errores. Por ejemplo, el afán bipartidista que impide entender que El pensamiento Colombiano en el siglo XIX de Jaime Jaramillo Uribe es un libro sobre el liberalismo en Colombia, como bien lo dice el mismo Jaramillo Uribe en el prólogo y nos lo recuerda Renán Silva en una aguda reseña de ese libro “De manera mucho más precisa hay que decir que ese tema del pensamiento colombiano en el siglo XIX se especifica en el estudio del liberalismo, dado que el autor considera que se trata de la fuerza por excelencia que modeló desde el siglo XIX las instituciones políticas de lo que en la actualidad llamamos Colombia… Pero la palabra liberalismo no remite en la obra de Jaramillo Uribe a un partido político determinado, ni se opone de manera sencilla a “conservatismo”. Liberalismo se entiende aquí ante todo como una forma particular de asumir las relaciones entre Sociedad, Estado e Individuo, un sistema de relaciones que desde por lo menos el siglo XVII ha dominado el pensamiento político de Occidente”. (“El pensamiento colombiano en el siglo XIX. Breve guía para un viajero joven”):
De manera mucho más precisa hay que decir que ese tema del pensamiento colombiano en el siglo XIX se especifica en el estudio del liberalismo, dado que el autor considera que se trata de la fuerza por excelencia que modeló desde el siglo XIX las instituciones políticas de lo que en la actualidad llamamos Colombia… Pero la palabra liberalismo no remite en la obra de Jaramillo Uribe a un partido político determinado, ni se opone de manera sencilla a “conservatismo”. Liberalismo se entiende aquí ante todo como una forma particular de asumir las relaciones entre Sociedad, Estado e Individuo, un sistema de relaciones que desde por lo menos el siglo XVII ha dominado el pensamiento político de Occidente (Silva, 2016).
No puedo cerrar esta respuesta sin agradecer a Damián por el trabajo de lectura y redacción de su reseña y sin comentar un último acierto de su escrito, en él se vislumbra la dimensión política de El terreno común de la escritura que el profesor Santiago Castro-Gómez no reconoce en el prólogo que escribió para ese libro. El profesor Pachón señala bien que el análisis de las historias de la filosofía en Colombia escritas entre 1933 y 2011 por vía del “marco de referencia de la modernidad” vincula a esos historiadores de la filosofía con un proyecto político de partido “el partido liberal” ―aquí sí en sentido bipartidista― y con los valores que se promovieron por lo menos a partir de 1930 (este asunto se trata en los capítulos dos y cinco). Castro-Gómez tiene razón cuando dice que metodológicamente El terreno común de la escritura deja ver su talante historicista pues, en palabras de él mismo, “nos deja sin criterios normativos para ejercer una crítica de las prácticas vigentes en esa época”; sin embargo, no es esa época a la que el libro quiere juzgar, sino a la aceptación pasiva, en el presente, de unas narraciones. Con esto quiero decir, juzgar a esa economía de la memoria que nos impone un pasado deficitario o que nos niega la posibilidad de dinámicas sociales propias en nombre de una “anticipada modernidad” producida por mentes geniales salidas de la nada. La historia no es solo un saber que ordena materiales en una narración, es una reflexión sobre el modo en que hoy administramos el pasado: le damos el valor de recuerdo a uno de sus segmentos a través de una serie documental para construirnos a nosotros mismos y proyectar nuestras posibilidades al futuro.