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Rivers Cuomo, entre fantasmas y algoritmos

“I don’t know what’s wrong with me” es la línea que, tras una suave —casi dulce— introducción, desencadena el catártico coro de “All My Favorite Songs”, la canción con que Weezer abre su nuevo álbum: OK Human.

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Daniel Carreño
08 de febrero de 2021 - 10:00 p. m.
Rivers Cuomo durante uno de los conciertos de Weezer.
Rivers Cuomo durante uno de los conciertos de Weezer.
Foto: Tankboy/https://www.flickr.com/
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En sus casi tres décadas de carrera como músico y estrella de rock internacional, son estas tal vez las palabras más simples y, de alguna forma, honestas que Rivers Cuomo nos ha ofrecido para intentar entender la montaña rusa que ha constituido su trayectoria musical.

Cabe aclarar que de ninguna manera se trata de la primera vez que ha comunicado sentimientos de inseguridad e insuficiencia a través de su música. Al contrario: esa es precisamente una de las temáticas que desde el principio han permeado el estilo que caracteriza a su banda. Pero contrario a lo que muchos podrían inferir del extenso catálogo de canciones de Weezer (el cual este año será complementado por, no uno, sino dos nuevos álbumes), nos encontramos actualmente ante tan solo la tercera ocasión en que Cuomo ha decidido abrir una verdadera ventana al interior de su alma a lo largo de una extensa carrera en el ojo público.

Para la volatilidad estilística con la que Weezer ha jugado a través de sus catorce álbumes de estudio (contando el recién lanzado OK Human), un acompañamiento —o más bien, protagonismo— orquestal, reminiscente de Sgt. Pepper’s (grabado no coincidencialmente en los estudios de Abbey Road) parece indicar que algo ha cambiado en el approach de su líder en cuanto a las temáticas detrás de las ventanas y muros que construye con su música. Pero antes, un poco de historia.

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Weezer no es una banda particularmente conocida en Colombia. A pesar de los antedichos cambios que ha tenido a través de los años, una cualidad muy particular en su estilo siempre los ha mantenido al margen de un sonido comercial. Esto no significa que sean totales desconocidos, claro. Es más, la banda suele sonar con relativa frecuencia en las emisoras de rock y música alternativa del país, aunque esta rotación suele limitarse a unos cuantos de sus éxitos. Pero el hecho de que su primer concierto en el país, en octubre de 2019, fuera como teloneros de los Foo Fighters, ayuda un poco a probar este punto.

Aunque su debut de 1994 (conocido como el Blue Album para identificarlo entre los muchos que en años siguientes también tomarían como título el nombre de la banda) los propulsó vertiginosamente a un estrellato sin precedentes en el mundo del rock, con el pasar de los años se estableció una dualidad casi que mutuamente excluyente en el grupo; una oscilación entre una vulnerable honestidad y un postizo intento por cosechar audiencias. Con base en esta realidad, se desarrollaron dos facciones entre la fanaticada de Weezer: por un lado, se encuentran los puristas que se rehúsan a siquiera reconocer la existencia de cualquier disco lanzado fuera de la década de los 90; y por el otro, aquellos que disfrutan del nuevo material, o que al menos están dispuestos a acoger las nuevas propuestas y ser más apologéticos con algunos de sus desatinos. En este conflicto yace la clave para entender la travesía estilística, emotiva y comercial que ha sido la existencia de la banda, y sus efectos en esta se ven considerablemente exacerbados cuando se considera que pocas estrellas han manifestado tan fuerte y emotivamente lo desesperadas que están por sentirse aceptadas y conectadas con sus audiencias como lo ha hecho Rivers Cuomo.

La escena rock de principios de los 90, dominada por la lobreguez, desilusión y descontento del grunge, fue más que una oportunidad para una banda con una propuesta distinta como Weezer: fue una plataforma. El estilo despreocupado, honesto y, sobre todo, ñoño que enmarcaba sus canciones no sólo encantó a las audiencias, sino que de cierta forma cargó a la agrupación con la responsabilidad de liderar la transformación del género. Sorpresivamente, nadie pudo estar más desilusionado con este éxito que Rivers Cuomo.

Para alguien que fue criado entre retiros de meditación budistas e hinduistas por una madre hippie —a sus cinco años su padre abandonó a la familia—, Cuomo encajaba perfectamente en el estereotipo de nerd que pintan las películas gringas. Tímido, gafufo, bajito, flaco y con el pelo encocado, en sus años adolescentes fue víctima de bullying en varios colegios, y la única característica que habría podido eximirlo de esta etiqueta, una fervorosa afición por el fútbol, se vio truncada por una condición congénita en el fémur y el asma que le ganó el apodo del cual un día se derivaría el nombre de la banda: “wheezer”. Son esos los factores de su formación que hicieron tal vez más poético que irónico el hecho de que aquella persona que siempre se sintió ajena, distante y carente de aceptación, quisiera rechazarla al momento de encontrarla.

Cuomo, dudando si era realmente merecedor de su repentina fama y profundamente desencantado con las maquinaciones de la industria musical, se sumió en una crisis de identidad que lo hizo distanciarse de todo lo que consideraba había jugado un papel en el éxito inicial de Weezer. Buscó escapar de la vida de rockero —de manera un poco contradictoria— cambiando la apariencia de nerd que había llamado tanto la atención y luego matriculándose en Harvard.

Fue aquí donde esa primera ventana de honestidad artística con que inició la carrera musical de Weezer, al hacerse aun más transparente y reveladora, se tornó oscura. En el aislamiento incognito de su semestre inicial, dudando sobre su futuro como músico y en constante dolor por el tratamiento con que buscaba curar la condición en su pierna, Cuomo tuvo la idea de escribir una ópera de rock espacial sobre un astronauta que comienza a dudar si realmente su vocación es viajar por las estrellas. Aunque la ambiciosa analogía, conocida como Songs from the Black Hole, nunca vio la luz del día —y es hoy considerada un “Santo Grial” por los fans de la banda—, sus fuertes temáticas de dolor, lasitud, rabia y soledad marcaron la esencia del álbum en el que evolucionó.

El problema fue que, al ser diametralmente opuesto al encantador Blue Album, Pikerton obtuvo un recibimiento de violento y universal rechazo. Fans y críticos se unieron para denunciarlo como un paupérrimo sucesor al tan elogiado debut, y para quien había vertido cada onza de su ser en la creación de la obra, esto probó ser demasiado. Por muchos años, Cuomo se recriminó el haberse permitido compartir partes tan íntimas de su ser, y durante casi dos décadas (contando los cinco años que Weezer desapareció tras el fiasco), optaría por revelar poco de su vida en sus canciones. La triste ironía es que con el pasar del tiempo, después de romperle el corazón, tanto fans como críticos comenzarían a retractarse para en vez declarar el álbum una obra maestra, y —como si el descaro no fuera suficiente— se encargarían de usarlo como vara contra la cual medir todo material nuevo.

Rivers Cuomo es una verdadera máquina de creación. En cada ocasión que Weezer se reúne para iniciar un nuevo álbum, es capaz de llegar con catálogos de entre cien y doscientas nuevas canciones para grabar. En adición a los pronto quince álbumes y otros proyectos que ha lanzado con Weezer, tiene cuatro discos de solista y dos en los que canta enteramente en japonés. Dice tener en su computador una carpeta con más de 5.500 “líneas chéveres” a la que acude cuando se estanca y puede pasar horas estudiando estructuras de canciones populares para identificar puntualmente en qué elementos yace la clave de su éxito.

Este brío creativo le permitió a Weezer tener un resurgimiento triunfal en el año 2001 con el Green Album. El regreso del sonido alegre y despreocupado pareció revitalizar a la banda y reivindicarlos con críticos y audiencias por igual. Luego, en una jugada que prácticamente garantizaba su acogimiento, publicaron numerosas canciones en Internet para que fans escogieran cuáles conformarían el siguiente álbum. La dinámica, aunque relativamente visionaria para el año 2002, probaría ser un arma de doble filo cuando el anonimato de la pantalla dio paso a críticas más punzantes e indolentes.

En 2005, de la mano del productor superestrella Rick Rubin, Weezer alcanzó un éxito comercial que terminaría por abrir una caja de Pandora. El sencillo “Beverly Hills”, con sus banales letras sobre aspiraciones de fama y riqueza, encantó a la radio y se mantuvo por meses cerca a la cima del Billboard Hot 100. Poco importaba que las audiencias más fieles de la banda tildaran el álbum entero de artilugio comercial: en el ámbito de la industria, este éxito coincidió con el declive en ventas que el rock en general venía sufriendo. Según la banda, durante la segunda mitad de la década de los 2000, cada reunión con la disquera comenzaba con un desalentador “El rock está muerto” por parte de su presidente, y el primer sencillo platino de Weezer generó ciertas expectativas sobre su potencial lucrativo.

Producciones más “radio-friendly” fueron entonces la condición ineludible para financiar sus siguientes proyectos. Esto culminó en el uso de compositores profesionales y productores pop para Raditude, fácilmente el álbum más repudiado del repertorio de la banda. Los músicos de sesión, las letras inanes escritas por personalidades totalmente ajenas a la banda, las colaboraciones con raperos como Lil Wayne y la producción del ahora infame Dr. Luke (acusado poco después de abuso sexual y psicológico por la cantante Ke$ha) terminaron de ahondar el abismo que venía creciendo entre Weezer y sus fans más fieles.

La verdad es que cantar sobre drogas, rumbas, trago y levantes siempre sonó fuera de tono viniendo de un tipo que pasó la primera década de su carrera siendo la personificación musical de inseguridades y torpeza social. La disonancia sólo incrementaba al descubrir que, por su fiel compromiso a la técnica Vipassana, Cuomo no sólo medita dos horas al día, sino que no consume ningún tipo de alcohol ni drogas, e inclusive pasó tres años de celibato antes de casarse e iniciar una familia estable. Los intentos por adherirse a la corriente pop hedonista del momento, en Weezer, no podían haber sido más desatinados, y sin un exorbitante éxito comercial y una audiencia histórica ahora alienada, la banda rompió con las grandes disqueras para encaminarse en busca de sus raíces.

Poco importa si es a causa de sus tumultuosos años escolares o a la temprana partida de su padre, Rivers Cuomo nunca ha buscado sentirse adulado ni admirado, sino simplemente aceptado. Con la excepción de su rechazo inicial a la fama —dice el refrán que quien no ha visto a Dios, cuando lo ve, se asusta—, siempre ha sabido sacar lo mejor de los momentos en que conecta realmente con su audiencia. La efusividad del público que sorprendió a la banda con su regreso en el año 2000 llevó al éxito del Green Album, y la retroalimentación de los fans en la creación de Maladroit hizo de este una excelente obra que suele pasar lamentablemente desapercibida. Serían entonces dos sucesos claves, a principios de la década de los 2010, los que lo llevarían iniciar una nueva etapa en su trayectoria artística; una en la que, por un breve instante, revelaría por segunda vez, con lacerante honestidad, lo que yacía en el fondo de su alma.

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Alcanzar un sonido idealizado por una cápsula de nostalgia es de por sí una tarea que raya en lo imposible, pero el hecho de que esta fuera la única premisa de Hurley, el álbum de 2010 con que Weezer juraba volver al sonido de antaño, lo destinaron desde un principio al fracaso. La promesa que el trabajo no logró mantener, sin embargo, se cumplió con su gira, durante la cual la banda se enfocó en tocar sus dos álbumes más aclamados, Blue y Pinkerton, de principio a fin. El caudal de efusividad con que fans recibieron la gira los inspiró a llevar a cabo dos cruceros temáticos, donde el amor con que los seguidores más devotos recibieron a la banda, a pesar de años de malentendidos, sorprendió a Cuomo. Ambos eventos son citados por él como momentos claves que lo reconectaron con su verdadera audiencia. El hito que cambiaría el curso de la vida del cantante, sin embargo, sería la reconciliación con su padre después de más de treinta y cinco años, los detalles de la cual son poco conocidos.

Tras esos acontecimientos de profunda resonancia emocional, el verdadero regreso a las raíces se dio en 2014 con el álbum Everything Will Be Alright in the End. Valiéndose de una ambiciosa estructura temática, Cuomo exploró los tres tipos de relaciones que habían fijado el curso de su carrera musical con una lucidez, absolución y madurez nunca antes manifestada en su música. Las canciones de “Belladona” rememoraban sus tumultuosas relaciones con las mujeres en el pasado; las de “Patriarchia” recorrían la rabia, comprensión y eventual perdón que tiñó la relación con su padre; y las de “The Panopticon Artist” reflexionaban sobre el escrutinio perpetuo y pesante que fue su vida como músico, para luego ofrecer disculpas a sus fans por haberse extraviado en busca de un sonido ajeno a él. El álbum, con su épico cierre instrumental, aptamente titulado “Return to Ithaka”, fue un éxito total con fans y críticos, algunos de ellos incluso declarándolo a la altura de las dos idealizadas obras noventeras.

El ámbito en que el trabajo no tuvo tan buen desempeño, sin embargo, fue el comercial. Aunque las bajas ventas podían parecer augurar un panorama oscuro para esta nueva etapa de la banda, en realidad eran sintomáticas de una transformación en la industria musical a nivel mundial. Con el advenimiento de los servicios de streaming, el 2014 estuvo cerca de ser el primer año en que no se certificarían álbumes de platino (Taylor Swift fue la única en lograr superar el millón de ventas ya hacia el último trimestre). Pero más que desalentar a la banda, esta nueva realidad pareció levantar el peso implacable de un posible fiasco comercial que en el pasado los había llevado a cometer algunos de sus más dudosos desaciertos.

Reivindicados con sus audiencias, la nueva cara de la industria musical inspiró a Weezer a experimentar un poco más, dejando de lado las preocupaciones comerciales y el qué dirán con cada nuevo proyecto. “En el pasado había tanto peso detrás de cada álbum…” dijo Cuomo en una entrevista reciente, “pasabas dos años haciéndolo y luego otros dos promocionándolo. Tenía que ser perfecto. Hoy en día es como: ‘Esa es una idea interesante, intentemos eso.’” A lo largo de los últimos seis años, Weezer ha continuado lanzando nuevo material con relativa frecuencia; ningún sonido igual al anterior, pero siempre preservando esa despreocupada alegría que su famoso debut tanto transmitió.

Aunque no todos sus experimentos han sido recibidos con la misma efusividad que Everything Will Be Alright in the End, ciertamente han brindado nuevos hitos de los cuales la banda sin duda se siente orgullosa. El White Album, en 2016, fue universalmente considerado como un excelente sucesor que cambió las desmedidas ambiciones temáticas por la joie de vivre que a Cuomo siempre le ha inspirado su hogar adoptivo de California, y junto con el no tan aclamado Pacific Daydream, del año siguiente, ambos álbumes otorgaron a la banda sus primeras nominaciones a Mejor álbum de rock en los premios Grammy.

En 2018, Weezer se propulsó al primer plano del mundo del rock por primera vez en más de una década con el lanzamiento de su versión de “Africa”. El sencillo surgió como respuesta a una campaña viral de Twitter impulsada por una niña de 13 años que rogaba a la banda grabar un cover del famoso éxito ochentero de Toto, y el torbellino de atención mediática que suscitó el acontecimiento —tristemente inconmensurablemente mayor al que generó su obra profunda y matizada cuatro años antes— llevó a la banda a lanzar por sorpresa un álbum entero revisitando algunos de los más grandes temas de los 80s como “Take On Me” y “Billie Jean” tan solo un mes antes de la llegada del anticipado Black Album. Cabe resaltar que la nostalgia ajena del primero logró eclipsar por completo la atención recibida por los experimentales sonidos urbanos y sintetizadores del segundo... y por buena parte del catálogo de la banda de los últimos diez años.

Esa vigorosa creación no mostraba señas de detenerse hasta que la pandemia los obligó a retrasar un año el lanzamiento de Van Weezer (que saldrá este 7 de mayo), un álbum de rock pesado y electrizantes solos de guitarra, inspirado por Van Halen, y escrito específicamente para su gira de estadios junto a Green Day y Fall Out Boy, la cual iba a abarcar el verano de 2020. Pero al cerrar esta puerta (o, más bien, al encerrarlos detrás de ella) la pandemia también ofreció la oportunidad perfecta para terminar una obra que se llevaba un tiempo temporalmente on hold.

Contemplando desde hacía un par de años abrirse emocionalmente una tercera vez con una producción más íntima y vulnerable —esta vez viniendo de un lugar totalmente distinto a las dos ocasiones anteriores—, el aislamiento forzoso e incrementada dependencia en la tecnología provocados por la pandemia, le dieron a Rivers Cuomo los fragmentos que estaban faltando para sellar la obra.

La creciente voluntad por experimentar llevó a las aventuras estilísticas de Cuomo a alcanzar su expresión más radical hasta ahora: OK Human es el primer álbum de Weezer en no contar con una sola guitarra eléctrica. Es más, el buscar escapar de los aparatos electrónicos que cada vez consumen más aspectos de nuestra existencia constituye el concepto central del álbum. Y aunque el ensamble abandonó por completo todo rastro de su instrumentación tradicional, optando en vez por una orquesta de 38 músicos como principal acompañamiento al piano, el característico sello compositor de Cuomo mantiene en esta faceta el inconfundible sonido de Weezer. La obra se siente menos como un capricho de la curiosidad y más como una coherente exploración artística. En especial cuando se entra en la temática común que recorre sus letras.

La concepción del álbum se dio, irónicamente, a medida que Cuomo completaba el curso libre de introducción a la programación de Harvard y comenzaba a sentir cada vez más ansiedad sobre la desmedida velocidad con que la dependencia humana en la tecnología ha estado creciendo. “Now the real world is dying / as everybody moves into the cloud,” canta con urgencia en el tema que abre la segunda mitad del álbum, tras listar las múltiples formas en que la gente se deja consumir por banalidades que embelesan desde el otro lado de la pantalla, “Everyone stares at the screens…”

El título del álbum es una respuesta al clásico de Radiohead, OK Computer, que además de presagiar muchas de las realidades contemporáneas que inspiraron este, también contó con secciones de cuerdas grabadas en los estudios de Abbey Road. Cuomo, a diferencia de Thom Yorke, maneja una lírica menos abstracta, optando por enfocarse más explícitamente en temas como la forma en que los humanos voluntariamente concedemos nuestra identidad a las fuerzas desconocidas y desreguladas del Internet, y nos sumimos en un aislamiento emocional e ideológico para escapar de un mundo que juzgamos hostil mientras ignoramos cómo la ilusión de confort mina poco a poco nuestra salud mental.

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Todos estos temas ya circulaban por la mente del cantante —progresivamente materializándose en canciones— cuando la pandemia volcó al planeta entero. Ante este nuevo mundo de aislamiento literal y niveles de dependencia tecnológica previamente inconcebibles, esa sed de comunicación y conexión —no digital sino interpersonal— que venía dando forma al álbum, alcanzó una nueva dimensión. “Creo que quienes no suelen ser introvertidos podrán relacionarse con este álbum,” dice sobre el inesperado giro que hizo la obra tan resonante con la nueva realidad, “porque ahora la pandemia les ha impuesto este estilo de vida.”

Entre el marcado pesimismo y ansiedad, esta ventana a la mente de Cuomo prueba ser dramáticamente distinta a aquellas de Blue y Pinkerton en los 90 y de EWBAITE casi veinte años después; las otras dos que marcaron los puntos más altos de su trayectoria (desde un punto de vista de aclamación crítica, al menos, por más que esta se demorara en llegar). Y a pesar de las confesiones sobre disonancias cognitivas que incapacitan su relacionamiento, las fatalistas contemplaciones sobre sentimientos de insuficiencia catalizados por algoritmos, el desesperado aferramiento a su propio escapismo (semi)análogo, y las cavilaciones sobre la inevitabilidad de la extinción en un mundo en constante evolución, el acompañamiento orquestal en ocasiones nos revela uno que otro destello de optimismo.

Parece que el haberse emancipado de las cruces que pesaron sobre álbumes pasados genuinamente le ha permitido enfocarse en una exploración de nuevas incertidumbres y temores con qué dotar una obra conceptual; de esas que en casi treinta años de carrera siempre han probado ser las más loadas por quienes realmente cuentan. Tras una semana desde su lanzamiento, el veredicto inicial por parte de fans y críticos ya parece ubicar a OK Human entre los mejores álbumes de Weezer. ¿A quién le importan las ventas?

Por Daniel Carreño

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