Roberto Arlt, o escribir sin gramática ni ortografía (II)
Cuando terminó de escribir El juguete rabioso, le puso de título La vida puerca. Anduvo con sus cuartillas metidas en el bolsillo del saco día y noche, y muchos días y noches, y con quien se encontraba en un café o en la calle le leía algún capítulo. En realidad, parecía que en su vida sólo había espacio para escribir, para reescribir, y de cuando en cuando, para tratar de inventar algo que lo sacara de la marginalidad.
Fernando Araújo Vélez
Decían que Roberto Arlt tradujo Los demonios al lunfardo, y que por donde iba leía y le leía a quien quisiera escucharlo pasajes de las obras de Dostoevski, que representaba a algunos de sus personajes y que hacía pausas muy profundas cuando llegaba a la escena en la que el diablo se le aparecía a Iván Karamazov. Decían, también, que le había robado a Dostoievski algunos de sus personajes, como María Timofoyevna, la coja, a quien en los Siete locos, Roberto Arlt bautizó como Hipólita, y que El astrólogo era, palabras más, palabras menos, una versión bonaerense de Stavvroguin. Decían que el tema, varias escenas, el ambiente de uno que otro pasaje y los rasgos psicológicas de Erdosaín, uno de sus personajes inmortales, provenían de Los demonios.
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Decían que Roberto Arlt tradujo Los demonios al lunfardo, y que por donde iba leía y le leía a quien quisiera escucharlo pasajes de las obras de Dostoevski, que representaba a algunos de sus personajes y que hacía pausas muy profundas cuando llegaba a la escena en la que el diablo se le aparecía a Iván Karamazov. Decían, también, que le había robado a Dostoievski algunos de sus personajes, como María Timofoyevna, la coja, a quien en los Siete locos, Roberto Arlt bautizó como Hipólita, y que El astrólogo era, palabras más, palabras menos, una versión bonaerense de Stavvroguin. Decían que el tema, varias escenas, el ambiente de uno que otro pasaje y los rasgos psicológicas de Erdosaín, uno de sus personajes inmortales, provenían de Los demonios.
Sus detractores ahondaban en el asunto y lo acusaban de plagio, como se acusaba de plagio o de casi lo que fuera a alguien en aquellos primeros años del Siglo XX, de frente y en un café, sin leguleyos de por medio, mano a mano, como decía el tango. Arlt tenía contradictores por donde iba. Contradictores, críticos, muy pocos amigos, gente como Juan Carlos Onetti que lo calificaba de genio, y enemigos. Era un tipo difícil, hecho en la calle, casi un analfabeta, como lo definió Onetti. “Era, literariamente, un asombroso semianalfabeto. Nunca plagó a nadie; robó sin darse cuenta”. No plagiaba porque en realidad las leyes le importaban bien poco. Las leyes, y los humanos con sus códigos de comportamiento.
Su madre, como lo reseñó en los primeros párrafos de El juguete rabioso, le decía: “Guárdate de los señalados de Dios”. Aquellos señalados de Dios eran los iluminados. Los que consideraban que tenían la verdad, y peor aún, actuaban en consecuencia y solían imponerle sus ideas al resto de la gente al costo que fuera. Arlt los observaba y huía. Mentalmente, reconstruía sus características, hacía balances e iba componiendo personajes, que más tarde o más temprano incluiría en sus textos. “Entonces yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos, enderezaría entuertos, proveería a las viudas y me amarían singulares doncellas”, confesaba en la voz de protagonista de su primera novela.
Arlt, o el Arlt personaje literario, se había ido construyendo a golpes de destino, tomando y robando de las novelas que leía de niño y de adolescente, y tomando y robando de la calle y de su gente, de las tertulias literarias o anarquistas a las que asistía en su barrio, y hasta de su padre y de los conflictos que tuvo con él y de su madre y sus lecturas de Nietzsche. Era un ladrón de barrio, de tramas, de historias y de personajes, y de alguna manera, como Silvio Astier en El juguete rabioso, un digno ladrón de libros. Vivía para leer y para escribir, y leía y escribía para vivir. “Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bovina de papel o en un cuarto infernal”, diría con el tiempo, para añadir que “ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo”.
Él había comenzado a ganarse la vida escribiendo a los ocho años, o esa fue la leyenda que circuló por los círculos literarios argentinos. Como lo reseñó Carlos Dámaso Martínez en las páginas de la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes, “un vecino de su barrio, Joaquín Costa, casi como un desafío burlón, en uno de esos encuentros en las librerías de Flores le dijo, que si le traía un cuento escrito por él se lo compraría si llegaba a gustarle. Arlt escribió ese primer cuento y se lo llevó a Joaquín Costa, quien satisfecho por el texto le pagó por ese relato cinco pesos. Ricardo Piglia ha señalado que esa relación de la creación literaria con el dinero tan temprana marcó mucho a Arlt en su perfil de escritor, ya que casi toda su obra narrativa y periodística, especialmente la mayoría de sus cuentos y crónicas o aguafuertes, fueron publicadas en diarios y revistas de la época y significaron también un modo de ganarse la vida”.
Cuando terminó de escribir El juguete rabioso, le puso de título La vida puerca. Anduvo con sus cuartillas metidas en el bolsillo del saco día y noche, y muchos días y noches, y con quien se encontraba en un café o en la calle le leía algún capítulo. En realidad, parecía que en su vida sólo había espacio para escribir, para reescribir, y de cuando en cuando, para tratar de inventar algo que lo sacara de la marginalidad. El mundo real y su gente lo fueron decepcionando poco a poco. Eran un cúmulo de personajes prácticos, sin escrúpulos, que no hacían más que mentir y mentirse. El amor, por otro lado, era un utopía. Se había casado en 1920 con Carmen Antinucci y había tenido una hija, Mirta, pero la convivencia, el hora a hora, las conversaciones y rutinas no eran lo que él había soñado ni lo que había leído ni lo que le habían contado.
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Buscaba. A veces encontraba algo, y otras, nada, o casi nada. Era como en el ‘fóbal’, como llamaban al fútbol en la Buenos Aires de los años 20. Arlt proponía una pared con quien se topaba y le daba la pelota redonda, pero generalmente recibía un ladrillo. Desesperado, se largó a Córdoba en busca de un milagro, que eran sus inventos. Se gastó el poco dinero que tenía en fabulosas empresas imposibles, como lo había hecho su padre, y como él, aunque inconscientemente, se aferró a un idealismo eternamente anacrónico. Arlt rechazaba los trabajos viles, las apariencias, la practicidad, e iba por la vida convencido de su grandeza, aunque no hubiera logrado demostrar esa grandeza. Su primera novela, creía, iba a abrirle las puertas que en tantas ocasiones se le habían cerrado, o que le habían tirado en la cara.
En Córdoba supo que a un viejo amigo, Conrado Ralé Roxlo, le habían dado un premio por su poemario El grillo, y que lo acababan de nombrar director de un semanario llamado Don Goyo, así que volvió a Buenos Aires y lo buscó, y Ralé Roxlo lo fue introduciendo en el mundo cultural bonaerense, y en ese mundo conoció a Ricardo Güiraldes, o eso fue lo que dijeron. “Lo cierto es que Arlt encuentra a su otro, a su literariamente opuesto, y traba con él una gran amistad, relación que cuenta con el sobreañadido del maestrazgo -escribiría Domingo-Luis Hernández en uno de los prólogos de Los siete locos-. En efecto, Güiraldes sí vio lo nuevo, lo distinto, en aquel borbotón de letras apresuradas, cercanas a la vida de Roberto Arlt, llenas de faltas de ortografía y de incorrecciones sintácticas. Su tarea se dirigió, primero, a que Arlt recompusiera el texto; y eso hizo, incluso sustituyendo el título Vida puerca por El juguete rabioso”.