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                                                                                                                              Roberto Burgos Cantor: el escritor de las causas perdidas

                                                                                                                              El pasado 17 de octubre murió Burgos Cantor, un hombre que dedicó las páginas de sus libros a personajes que representaron a los invisibles que carecían de un espacio para contar las historias de sus heridas, tragedias y anhelos.

                                                                                                                              Laura Camila Arévalo Domínguez- @lauracamilaad

                                                                                                                              El cartagenero fue el director de la carrera de Creación literaria de la Universidad Central. / Gustavo Torrijos

                                                                                                                              Murió el escritor al que no le gustaba hablar de la muerte. Tal vez por eso la evitó hasta el último latido. “Escribo para no morir”, dijo, cuando le preguntaron por qué lo hacía. Es probable que en su mente también se haya preguntado ¿y por qué no hacerlo?, si con la palabra encontró la forma de vivir más veces. Con su pluma nació, lloró, sonrió, sufrió, comió, fue víctima y victimario, niño y anciano, negro y blanco. Burgos evitó la muerte para dedicarle más tiempo a la vida, sobre todo a la de aquellos que tuvieron que vivirla ocultos en las sombras que se producen desde la marginalidad. No le gustaba hablar de la muerte, pero nunca la relegó. Habló de ella junto a las que creía eran inyecciones que fortalecían la existencia: “La música preside la vida y acompaña la muerte; aviva el dolor y dulcifica el sufrimiento; sirve de salvavidas a las flaquezas del recuerdo”, le dijo a Marcos Fabián Herrera, en una entrevista para El Espectador, cuando le pidió que precisara las coordenadas en las que se encontraban la música y la escritura en sus libros. Para Burgos, la muerte dejaba de ser un riesgo cercano si escribía.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Puede leer: Roberto Burgos Cantor y el delirio caribeño

                                                                                                                              Roberto Burgos Cantor nació en Cartagena de Indias el 4 de mayo de 1948, el año de El Bogotazo, que él describió como “el levantamiento de abril que incendió edificios y casas, desocupó almacenes, cubrió de muertos sin nombre las calles y aumentó el veneno del odio”. Abrió los ojos en una época temblorosa, al igual que todos nosotros, colombianos provenientes del yugo de una guerra que ha cambiado de escenarios, asesinos y víctimas, pero no ha cesado. Su camino hacia la literatura se inició con las “lecturas inconvenientes” que prohibía la Iglesia y en una guarida literaria que habitó para convivir con Camus, Sartre y Moravia, le dio vida a “La lechuza dijo el réquiem”, su primer cuento, que fue publicado por Manuel Zapata Olivella en la revista Letras Nacionales.

                                                                                                                              Llegó a Bogotá el 15 de febrero de 1966 para comenzar a estudiar Derecho en la Universidad Nacional, profesión que eligió por sugerencia de su padre, pero sobre todo porque era una de las pocas alternativas viables. Hacia el éxito se llegaba con la medicina, la ingeniera o las leyes, y aunque su fin no fue trepar hacia la cima de los escalones sociales, desde su juventud tuvo muy claro que “vivir de la literatura no era lo mismo que comer de la literatura”, y que no quería que su pulsión inevitable por narrar historias dependiera de las “servidumbres de la necesidad”, como le dijo a María Antonia León varios años atrás. Se graduó en 1971 y comenzó a trabajar como profesor, lo que no duró mucho porque la labor le absorbía la vida y el tiempo que necesitaba para escribir. De ahí pasó a trabajar como abogado de tiempo completo: salía de su oficina a las 5:00 p.m. y escribía hasta las 10:00 p.m., le contó a Francisco Barrios en medio de una entrevista para la revista Arcadia. Del Derecho incorporó la disciplina y la humanidad. Desechó el café, porque decía que era la bebida de los abogados y que cuando se la tomaban empezaban a hablar “paja”.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              “El que quiere escribir, escribe”

                                                                                                                              Durante el tiempo que transcurrió entre el olor a tinto que destilaba de las oficinas, las leyes y la literatura, publicó varios cuentos. Por esos días en los que tuvo que dividir sus horas entre escribir, los horarios y las demoras del tráfico bogotano, decidió renunciar y mudarse a la casa de su hermana en Barranquilla, lugar en el que escribió Lo amador, un compilado de relatos protagonizados por personajes de un barrio pobre y olvidado.

                                                                                                                              El cartagenero hizo parte de la generación de escritores como Luis Fayad, R.H. Moreno Durán y Germán Espinosa, que se oscurecieron por el fenómeno garciamarquiano, hecho que no paralizó a Burgos. Tampoco lo convenció de venderle el alma al diablo para intentar complacer a las editoriales que esperaban “novedades”. Burgos dedicó su vida a darles un espacio a los solitarios, excluidos y reprimidos. A los sin nombre que no pudieron contar sus historias. A los afros, los esclavos y los locos. A los que rasgaron las paredes y agonizaron, aturdidos por la soledad y el relego. A los miserables y decaídos que tuvieron que elegir entre morir o volver a comenzar. A los diferentes, pobres e ingenuos que murieron con los anhelos inconclusos.

                                                                                                                              En Lo amador, los personajes que vivían en un barrio marginal de Cartagena aprendieron a comer, dormir y amar entre la tragedia. La ceiba de la memoria fue la obra que dedicó sus páginas a los esclavos, Pedro Claver, Alonso de Sandoval y Dominica de Orellana. Estos dos libros dan cuenta de la exploración de un escritor que acogió diferentes cosmovisiones para narrar los hechos. Se decidió por los atropellos que una parte del mundo tuvo que naturalizar y se inscribió en las revoluciones lanzando dardos con su prosa.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Puede leer: Las letras costeras de Burgos Cantor

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                                                                                                                              Ganó premios, pero no perdió el norte ni permitió que se le escapara la estabilidad que genera tener los pies sobre la tierra. No le interesaba figurar, lo consideraba irrelevante; esa energía la invirtió en describir el amor que sentía por Cartagena, que casi que rescataba porque siempre consideró que se trataba de una tierra que iba más allá del clima cálido y la condena al reposo por la humedad. Las angustias que otros usaron para conseguir fama las usó en producir obras que le exigieran al lector esfuerzos mayores e inquietudes constantes.

                                                                                                                              Burgos murió el pasado 16 de octubre a causa de un paro cardíaco. Duró 70 años aplazando lo inevitable. Murió convencido de que hizo todo para salvarse, de que, a pesar de las contradicciones y los destellos ajenos, logró aunar las voluntades de los lectores que aceptaron el desafío de leerlo. De que su obra fue pensada para los que no habían sido narrados en ningún libro, que habían permanecido lejos de las distinciones y que no lograron contar el ardor de sus heridas abiertas.

                                                                                                                              El cartagenero fue el director de la carrera de Creación literaria de la Universidad Central. / Gustavo Torrijos

                                                                                                                              Murió el escritor al que no le gustaba hablar de la muerte. Tal vez por eso la evitó hasta el último latido. “Escribo para no morir”, dijo, cuando le preguntaron por qué lo hacía. Es probable que en su mente también se haya preguntado ¿y por qué no hacerlo?, si con la palabra encontró la forma de vivir más veces. Con su pluma nació, lloró, sonrió, sufrió, comió, fue víctima y victimario, niño y anciano, negro y blanco. Burgos evitó la muerte para dedicarle más tiempo a la vida, sobre todo a la de aquellos que tuvieron que vivirla ocultos en las sombras que se producen desde la marginalidad. No le gustaba hablar de la muerte, pero nunca la relegó. Habló de ella junto a las que creía eran inyecciones que fortalecían la existencia: “La música preside la vida y acompaña la muerte; aviva el dolor y dulcifica el sufrimiento; sirve de salvavidas a las flaquezas del recuerdo”, le dijo a Marcos Fabián Herrera, en una entrevista para El Espectador, cuando le pidió que precisara las coordenadas en las que se encontraban la música y la escritura en sus libros. Para Burgos, la muerte dejaba de ser un riesgo cercano si escribía.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Con su pluma convirtió a esa inevitable realidad en un encuentro que postergaría, contrario a lo que pensó uno de sus personajes en La ceiba de la memoria: “Estoy feliz de morirme, así los blancos no podrán comerme viva”, y así se pasó la vida el escritor cartagenero: aplazando su partida para narrar los recorridos y desenlaces de los que, sin miedo y desde el momento en el que abrieron sus ojos, miraron de frente la lápida que tal vez escondía la dignidad que en vida les habían arrebatado.

                                                                                                                              Puede leer: Roberto Burgos Cantor y el delirio caribeño

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                                                                                                                              Llegó a Bogotá el 15 de febrero de 1966 para comenzar a estudiar Derecho en la Universidad Nacional, profesión que eligió por sugerencia de su padre, pero sobre todo porque era una de las pocas alternativas viables. Hacia el éxito se llegaba con la medicina, la ingeniera o las leyes, y aunque su fin no fue trepar hacia la cima de los escalones sociales, desde su juventud tuvo muy claro que “vivir de la literatura no era lo mismo que comer de la literatura”, y que no quería que su pulsión inevitable por narrar historias dependiera de las “servidumbres de la necesidad”, como le dijo a María Antonia León varios años atrás. Se graduó en 1971 y comenzó a trabajar como profesor, lo que no duró mucho porque la labor le absorbía la vida y el tiempo que necesitaba para escribir. De ahí pasó a trabajar como abogado de tiempo completo: salía de su oficina a las 5:00 p.m. y escribía hasta las 10:00 p.m., le contó a Francisco Barrios en medio de una entrevista para la revista Arcadia. Del Derecho incorporó la disciplina y la humanidad. Desechó el café, porque decía que era la bebida de los abogados y que cuando se la tomaban empezaban a hablar “paja”.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              “El que quiere escribir, escribe”

                                                                                                                              Durante el tiempo que transcurrió entre el olor a tinto que destilaba de las oficinas, las leyes y la literatura, publicó varios cuentos. Por esos días en los que tuvo que dividir sus horas entre escribir, los horarios y las demoras del tráfico bogotano, decidió renunciar y mudarse a la casa de su hermana en Barranquilla, lugar en el que escribió Lo amador, un compilado de relatos protagonizados por personajes de un barrio pobre y olvidado.

                                                                                                                              El cartagenero hizo parte de la generación de escritores como Luis Fayad, R.H. Moreno Durán y Germán Espinosa, que se oscurecieron por el fenómeno garciamarquiano, hecho que no paralizó a Burgos. Tampoco lo convenció de venderle el alma al diablo para intentar complacer a las editoriales que esperaban “novedades”. Burgos dedicó su vida a darles un espacio a los solitarios, excluidos y reprimidos. A los sin nombre que no pudieron contar sus historias. A los afros, los esclavos y los locos. A los que rasgaron las paredes y agonizaron, aturdidos por la soledad y el relego. A los miserables y decaídos que tuvieron que elegir entre morir o volver a comenzar. A los diferentes, pobres e ingenuos que murieron con los anhelos inconclusos.

                                                                                                                              En Lo amador, los personajes que vivían en un barrio marginal de Cartagena aprendieron a comer, dormir y amar entre la tragedia. La ceiba de la memoria fue la obra que dedicó sus páginas a los esclavos, Pedro Claver, Alonso de Sandoval y Dominica de Orellana. Estos dos libros dan cuenta de la exploración de un escritor que acogió diferentes cosmovisiones para narrar los hechos. Se decidió por los atropellos que una parte del mundo tuvo que naturalizar y se inscribió en las revoluciones lanzando dardos con su prosa.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Puede leer: Las letras costeras de Burgos Cantor

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                                                                                                                              Burgos murió el pasado 16 de octubre a causa de un paro cardíaco. Duró 70 años aplazando lo inevitable. Murió convencido de que hizo todo para salvarse, de que, a pesar de las contradicciones y los destellos ajenos, logró aunar las voluntades de los lectores que aceptaron el desafío de leerlo. De que su obra fue pensada para los que no habían sido narrados en ningún libro, que habían permanecido lejos de las distinciones y que no lograron contar el ardor de sus heridas abiertas.

                                                                                                                              Por Laura Camila Arévalo Domínguez- @lauracamilaad

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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