Enfocarse en lo que se es como persona no tiene sentido mientras no sea útil a alguien.
La exaltación como ser humano no me interesa. Soy un convencido de que lo que importa en la vida es lo que queda para los demás y que lo puedan disfrutar, busco aportar y que mi experiencia sirva para que otros superen y entiendan situaciones. Si eso lo logramos, este ejercicio me parecerá interesante.
Cuando concedo entrevistas me concentro en tres temas básicos. El primero es la salud, el sistema de salud y los hospitales (los aportes que se pueden hacer para mejorar el sistema, para ayudarle a la gente a usarlos y a los hospitales a brindar el servicio).
El segundo tiene que ver con un cáncer que padecí hace quince años cuando era una enfermedad vergonzante y cuando la gente prefería reservarse la situación, entre otras cosas, porque era casi una sentencia de muerte. Quise pues transmitir el mensaje claro y contundente de que no se trata de una sentencia sino de un diagnóstico y que uno tiene mucha vida por delante. Hoy en día se trata de una enfermedad crónica que cuando se afronta con un espíritu positivo, los resultados son mucho mejores y los tratamientos más efectivos.
El tercero tiene que ver con mi experiencia en administración de hospitales. Mucha gente piensa que la Fundación Santa Fe de Bogotá (FSFB) siempre ha sido poderosa y grande, cuando en algún momento estuvo en quiebra absoluta. Lo importante aquí es que la gente, especialmente la que está en provincia, tenga elementos para administrar bien.
Orígenes
Creo que las personas somos accidentes en medio del universo y que hay circunstancias que lo rodean a uno que obligan a comprometerse.
Soy una persona común y corriente que ha dedicado su vida a su vocación que es servirle a los demás. El origen de mi deseo de servir está muy ligado al de la vocación médica en sí misma y convencido de que el verdadero médico debe tenerla, sentirla y vivirla porque de otra forma se verá en dificultades para ejercer.
En el modo de pensar de muchos servir es algo de baja categoría pero en el servicio está la gente que mueve realmente a la sociedad. Hace algunos años el médico consideraba que la medicina giraba alrededor de él, pero es el médico quien debe estar al servicio de los otros. Nadie tiene porqué sentirse menos porque servir honra a la persona y la hace más grande.
Los genes médicos que tengo de mis ancestros pesaron mucho en mi decisión profesional. Nunca pensé en ser nada distinto y no viví ese episodio propio de tantos estudiantes que al terminar su bachillerato se preguntan qué van a estudiar. He sido médico y me voy a morir siéndolo aunque desde que me enfermé no volví a atender pacientes y mi consultorio, que es mi refugio, lo tengo para estudiar y para escribir mis libros.
Soy una mezcla interesante. Tanto mi rama paterna como materna tienen un cincuenta por ciento de sangre bogotana y el otro cincuenta opita. Por su parte Esguerra, quizás más que Gutiérrez, es un apellido que está estrechamente ligado a dos tipos de actividades, la de médico y la de abogado.
Y es que la familia Esguerra ha tenido por generaciones una muy fuerte vinculación con la medicina. Probablemente el médico más importante es el menos conocido, Domingo Esguerra O quién en 1870 describió por primera vez el paludismo en el Magdalena Medio. Y también es la protagonista en la historia de la Clínica de Marly, de hecho, donde nació y donde funciona la sede principal (calle 49 con 9ª) fue la casa de mi abuelo paterno, Guillermo Esguerra (que no era médico sino odontólogo).
Entre los abogados más conocidos están don Nicolás Esguerra (1838 – 1923), un hombre muy importante del Partido Liberal, candidato a la Presidencia, recordado en la historia, entre otras cosas, porque fue el primero que advirtió que Colombia iba a perder a Panamá para lo que hizo varios debates en el Senado muy destacados por su importancia. Su preocupación por la inminente pérdida resultó desafortunadamente un hecho.
Pero también Domingo Esguerra (1875 – 1965), ministro de Relaciones Exteriores de Colombia cuando se dio la reunión de la OEA en Bogotá el 9 de abril de 1948 (fecha conocida como El Bogotazo). Y de las generaciones siguientes, Juan Carlos Esguerra, ministro de Defensa y de Justicia, y mi hermano Gustavo, gobernador de Cundinamarca y muy cercano a Luis Carlos Galán (que precisamente estaba acompañándolo en Soacha cuando lo mataron).
En mi rama materna hay menos médicos y abogados, y se encuentran profesionales de otras disciplinas. Están muy ligados a Yaguará, pueblito muy lindo del Huila (a 15 minutos de Neiva). En el marco de su plaza sigue en pie la casa de la familia Gutiérrez.
En ambas familias se encuentran servidores públicos, de modo que tal vez no sorprende que yo haya nacido con esa vocación (que no cuesta esfuerzo ninguno porque uno se siente realizado sirviendo). Recuerdo haber sido siempre un observador de mis padres que no desperdiciaron oportunidad para ayudar a alguien o para que algo de interés general saliera bien. Siempre vi disposición para ayudar en los miembros de mi familia.
No son familias acaudaladas contrario a lo que la gente puede pensar, porque el subconsciente identifica a quien figura o sirve con riqueza económica, en cambio sí, una característica predominante ha sido la riqueza intelectual, moral y en servicio. Hemos sido profesionales que vivimos de nuestro trabajo y no de lo que dejaron de herencia nuestros padres.
Los últimos años mi padre, que murió a sus sesenta y cuatro, los vivió como funcionario del ministerio de Salud a cargo de la división de asistencia pública responsable del manejo de los recursos financieros de los hospitales del país (casi la mayoría de ellos eran públicos). Esto me marcó pues muchas de mis actividades a lo largo de mi vida han estado relacionadas con los hospitales, por y para ellos he trabajado toda mi vida profesional, también soy editor de la Revista Hospitalaria, fui presidente de la Asociación Colombiana de Hospitales, de cuya Junta Directiva soy invitado permanente . Yo vi a mi papá enfermo, subirse a un bus para ir muy temprano a trabajar y volver en la tarde, ya viejo y hasta los últimos días de su vida.
Mi mamá ayudó como coordinadora en las juntas de acción comunal de Santandercito, un pueblito cerca de Bogotá donde tenían una pequeña finca de recreo. También hizo parte de la junta del acueducto veredal. De modo que ejemplos como estos tuve todos los días, los que impactan de manera positiva y potente en uno como hijo que encuentra en el servicio una manera grata de invertir la vida.
Jugué al médico de niño pero tal vez las únicas cosas en que pensé distintas fueron ser chofer de un camión, pero eso sí, que tuviera cama, después me pareció mejor ser bombero y, quizás en algún momento, ser futbolista.
Hoy existe un término que me define plenamente: nerd. Y creo que sigo siéndolo. Mi papá tuvo una biblioteca muy buena que heredó en gran parte mi hermano Gustavo, era un sitio muy agradable donde uno se podía sentar a leer por horas. Pero yo también jugaba, rompí vidrios con balones y recibí regaños porque no era un “nerd bobo” pero era nerd (risas). Tengo también una hermanita menor, María Mercedes, que era la niña consentida de todos.
Fuimos una familia pequeña igual que el círculo familiar cercano. Posiblemente por cuestiones de edad fuimos más unidos a los primos de la misma generación en la rama materna, pero igual todos compartimos.
Academia
Estudié en el Gimnasio Moderno desde kínder hasta mi grado, fueron trece años en él. Tuve en mis condiscípulos a un grupo de gente muy especial del cual sigo siendo amigo, por lo menos de la mayoría de los que quedamos vivos, como Daniel Samper Pizano y Guillermo Perry (probablemente los más conocidos de mi clase).
Los tres, con otros compañeros, tuvimos un club que se llamaba el Clip (Club Lápiz y Papel) con sede en el gran zarzo de la casa de Rafael Sanín (calle 72 con 11) a la que subíamos por escalera de mano y lo hacíamos desde el garaje. Leíamos unos versos feísimos muy elementales que escribía Daniel o unos cuentos que escribía Perry o algún otro, conversábamos y nos íbamos. En determinado momento, cuando ya estábamos en quinto bachillerato, pensamos que teníamos que llevar gente importante, entonces un día invitamos a Eduardo Carranza (lo subimos empujado), pero también a otros personajes de la vida nacional, para que nos contaran historias y nos hablaran de política y así fuimos desarrollando temas más sofisticados.
Qué error tan grande querer uno que se termine el colegio. Cuando se está en él, se reza todos los días para que acabe y después le hace a uno una falta grandísima. Ojalá no se acabara nunca. Sí, tuve mucho afán de terminar, sobre todo porque la medicina es un camino tan largo que quería empezarlo pronto y no quise perder tiempo. Y es que la medicina nunca termina. Hoy no la ejerzo pero siempre la estoy estudiando y le dedico cuanto puedo a recordar y a no perder el hábito de estudiar.
Recuerdo que estando en el Moderno operé a un conejo y a un sapito que se dormían con formol para sacarles el corazón, un verdadero crimen. Esas fueron mis dos víctimas.
También le recomendamos: Jesús Calle: "Para mí la inspiración no existe"
Tal vez sí tengo una marca del Gimnasio Moderno, un colegio excepcional para su época, siempre lo ha sido. Siendo de talante liberal, en el sentido intelectual de la liberalidad, afrontaba los temas con entera tranquilidad en una época en que había momentos difíciles. La convivencia entre liberales y conservadores, recién pasada la confrontación partidista que era tan marcada en la sociedad colombiana, fue posible en el colegio que acogía a todos de manera desprevenida.
Sus fundadores, don Agustín Nieto Caballero y don Tomás Rueda Vargas, fueron hombres que profesaron la ideología liberal intelectual pero que además eran militantes de su partido. En cambio el colegio era neutral ante las distintas opciones, acogía igual a un judío o a un cristiano, también había familias de otros orígenes por fuera de Bogotá pues fue de los primeros en tener un internado pequeño que le permitió a gente de la Costa y del interior del país educarse en él.
Era una verdadera pluriculturalidad lo que allí había, una isla de pensamiento, de tranquilidad, de convivencia basada en el respeto y en la autodisciplina, clásica del Moderno y entendida como la “disciplina de confianza” donde cada quien era su propio juez.
La institución confiaba en que uno fuera fiel a lo que se comprometía porque la palabra es sagrada y porque se respetaban los compromisos. Las consecuencias de no hacerlo eran muy duras, como recibir el rechazo de los mismos compañeros porque había una presión muy fuerte de grupo para que todos fuéramos fieles a esa disciplina. Por otro lado, cuando se daban rupturas grandes, el colegio eventualmente tomaba decisiones fuertes como prescindir de la persona después de darle muchas posibilidades de corregir y, si no lo hacía, la conclusión era que el colegio no se ajustaba a la personalidad del estudiante por lo mismo lo más conveniente era un cambio. Hubo quien no se adaptó a esa forma y a ese estilo.
Fue una época de formación, tolerancia por la divergencia y de respeto a las ideas ajenas, aunque no se trata de huirle al debate porque también hay que estar dispuesto a defender y contrastar opiniones (cosa poco frecuente en Colombia). El Gimnasio Moderno marcó generaciones con ese talante y yo toda la vida he sido fiel a esto.
El colegio tenía otra cosa única en su momento (hoy común en la mayoría de los colegios). El Moderno se proponía que cuando un gimnasiano saliera de bachiller, hubiera conocido el país a través de las excursiones anuales. Estas se hacían para entender al país como un todo, desde la Guajira hasta el Amazonas, y la mejor forma de hacerlo es visitando las regiones, observando sus problemas de primera mano, reconociendo la importancia de su industria y de su agricultura, y permeándose de su cultura. Si bien esto implicaba riesgos, la violencia se concentraba en algunas zonas apartadas a las que no se accedía como Tolima y Huila, porque en esa época no había secuestros.
Por herencia de familia he sido un gran lector y solo superado por mi nieto Juan Esteban Matallana, pero el colegio fue un buen ámbito estimulante de la cultura y de la lectura. Por ejemplo, tuve un profesor alemán extraordinario, conocido como “El Prof”, Ernesto Bein PHD, un hombre cultísimo, el primero que nos sentó a oír música clásica y a que la entendiéramos.
Me gradué en el año 62 a mis dieciocho años cuando apenas estaba empezando a conocer la vida, porque fui nerd pero no precoz. Luego tuve que enfrentarme a situaciones para las que no estaba preparado porque llegaron a mí responsabilidades de forma intempestiva. Tenía claro lo que quería ser pero de ninguna manera me sentí tranquilo, sabía que me faltaba mucho y tuve dudas grandes de si yo iba a ser capaz de salir al otro lado.
Soy un convencido de que lo que uno se propone en la vida lo logra, no fácilmente sino luchado y afrontando dificultades. Si uno tiene claro lo que quiere, se va poniendo metas, si se trabaja con insistencia, si no se desanima al primer obstáculo, si no se produce una deserción por alguna cosa que no salió bien, si uno persiste y tiene claro su objetivo, sin duda lo alcanza.
Vocación
Tuve muchos inconvenientes para ser médico. Mi papá fue profesor emérito de la Universidad Nacional, un hombre muy apreciado dentro de la Facultad de Medicina, circunstancia que hacía que yo no tuviera que presentar exámenes, tenía cupo garantizado y beca durante toda la vida. Sin embargo, esa era la época de las huelgas universitarias (la Nacional estuvo cerrada durante meses). Cuando llegó el momento de decidir le pedí a mi papá su opinión y me dijo:
— Si quieres estar seguro y tener certeza del momento de terminar tu carrera, no puedes estudiar en la Nacional. De modo que, y te lo digo con tristeza, probablemente debes pensar en otra universidad.
En 1963 comencé en la Universidad Javeriana y un 3 de enero de 1965 murió mi papá.
Mi papá estaba enfermo pero no era como para que muriera así de rápido y ocurrió en una época muy difícil. Se empezó a agravar el día antes de la Navidad y hasta el tres de enero padeció una agonía rápida. Después de Navidad y Año Nuevo, la vida nos cambió totalmente, no sabíamos qué iba a pasar con nosotros, ni de qué íbamos a vivir.
No tuve tiempo de sentir miedo pero sí una inmensa tristeza. Mi papá fue un hombre excepcional y su muerte me generó una sensación de vacío enorme. Pero surgió una madre demoledora y contagiosa en su fortaleza que era grandísima, porque no la detenía nada. Verraquera, eso era lo que mi mamá tenía, se crecía en la adversidad y cuando se le presentaba un inconveniente era mucho más valerosa, lo que le heredé y le aprendí. Su carácter fue fundamental en esos momentos en los que si no se tiene la figura que diga: “De esta salimos, vamos a buscar qué hacer”, pues todo se derrumba. Mi mamá fue todo un modelo a seguir.
Si bien la familia nos rodeó con afecto y siendo fundamental su apoyo y cercanía, realmente la solución vino de adentro. Gracias a mi mamá muy rápidamente nos empezamos a organizar y a salir adelante porque con los días cada uno tuvo que dedicarse a sus cosas. Ya el problema era nuestro.
A razón de la muerte de mi papá, la plata quedó congelada en su cuenta. Fue ahí cuando se presentó mi primera gran dificultad en la vida, pues yo no tenía con qué pagar la matrícula. En ese momento se me derrumbó el mundo.
Por fortuna un gran colombiano, Bernardo Gaitán Maecha (político, abogado, diplomático que en ese entonces era el síndico de la universidad), me concedió un plazo para pagar por lo que alcancé a gestionar un préstamo con el ICETEX que salió muy rápido. El resto de mi carrera la financié con esa institución así que soy producto de sus préstamos.
Encontré dos fuerzas muy importantes. La primera fue la convicción y la certeza de que yo podía alcanzar lo que me había propuesto y hacerlo como quería, eso me impulsaba aunque yo sabía que estaba frente a un obstáculo y que probablemente no iba a ser el único. Mi otra fuerza fue el ejemplo de mi mamá que afrontó su situación con tres hijos siendo yo el mayor de ellos, Gustavo terminaba bachillerato y María Mercedes estaba en el colegio.
Mi mamá, con una fortaleza y con un valor enormes, encontró un oficio. Pasaron pocas semanas para que empezara a administrar un gallinero que quedaba en el segundo puente de la Autopista Norte (cuando todas esas tierras eran potreros) y yo le ayudaba en mucho de mi tiempo libre. Recuerdo que algunos de mis compañeros de la universidad, especialmente los más cercanos como Eduardo Carrizosa y Victor Manuel Caycedo, ayudaban a quitar el pico a las gallinas, las vacunábamos y los lunes salíamos en el carro de nuestra compañera María Teresa Palacios, quien más tarde sería mi primera señora, a repartir los huevos ya seleccionados por tamaño y organizados por pedidos según las zonas a las que había que llevarlos. De ahí seguíamos para la universidad.
Así fue como financiamos la educación de mis hermanos y generamos recursos para la supervivencia y mantenimiento de la casa. Mi mamá y yo éramos los responsables de lograrlo, por eso yo llegaba de la universidad a trabajar y en la noche me sentaba a estudiar, de modo que mi tiempo de estudio lo tenía restándoselo al de sueño, probablemente.
Fui descubriendo cosas en mí sin mayor sorpresa como la fortaleza para enfrentar la adversidad, la capacidad de hacer equipo con mi mamá en la empresa y en la casa con mis hermanos guiándolos y ayudándolos en sus estudios. Mis vacaciones las pasé en el gallinero, por muchos años no hubo descanso para mí y después tuve además los turnos en el hospital. Mis hermanos estudiaron afuera, Gustavo en Berkeley y María Mercedes en España. Asumí un reto muy grande en tres frentes distintos pero lo hice con gran satisfacción y sin sentirme sacrificado.
Sí lloré pero también dormí y he vivido con la conciencia tranquila pues a mí los problemas no me quitan el sueño pues estos se resuelven cuando uno está despierto.
Si bien no tuve ninguna duda de que iba a ser médico, mi dolor de cabeza fue escoger la especialidad porque todo me gustaba, todo me parecía interesante, de manera que lo que no tuve al terminar el colegio lo tuve al terminar la universidad. Afronté unas dudas enormes, pasé de un lado al otro, probablemente no hubo especialidad que no considerara.
Hospital Militar
Una cosa parece atrevida pero es cierta, pues la vida resolvió por mí. Terminé mi internado en el Hospital Militar y me fui a hacer el año rural a Duitama (Boyacá) con la inmensa duda de no saber qué camino tomar. Tenía que decidir pronto, antes de mitad de año, porque las solicitudes para las residencias cerraban en septiembre.
Alcancé a presentarme para urología en ese mismo Hospital y sin razón distinta a que no tenía claridad en qué me llamaba más la atención y, como mi papá había sido urólogo con gran tradición y con una escuela de discípulos bastante grande, pensé que lo más lógico era aprovechar esa puerta que estaba abierta. Sin embargo, el entonces jefe del Departamento de Medicina Interna, Guillermo Lara Hernández, quién me había conocido como estudiante en mi rotación por el Hospital, me llamó a decirme que tenía un cupo reservado para mí como Residente de Medicina Interna y así inicié el camino de mi pasión por esa rama de la medicina. El Departamento de Medicina del Militar en esa época era de postín, reconocido como uno de los mejores de la región, tenía grandes figuras de la medicina interna como Pablo Elías Gutiérrez y José María Mora, de la nefrología como Hernán Torres Iregui, gran amigo recientemente fallecido, y tantos otros de todas las especialidades, que construyeron esa formidable escuela que formó una generación de destacados internistas.
Una vez aceptado, me escribió el director del Hospital Militar para decirme que existía la posibilidad de hacer algo en medicina nuclear, de la que poco se sabía, entonces me tomé unos días para estudiar el tema, vi la proyección que tenía y rápidamente le contesté que sí me interesaba. Llegamos a la conclusión de que para andar ese camino, lo mejor era terminar mi especialización en medicina interna, mientras el Hospital concretaba un proyecto con el Organismo Internacional de Energía Atómica(OIEA).
De la triste historia de la Segunda Guerra Mundial, después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, quedó para el mundo la aplicación pacífica de la energía atómica como la medicina nuclear, que hoy se canaliza a través de esa Organización con sede en Viena y que se llamó en sus comienzos Átomos para la Paz. Otro ejemplo son las plantas de producción de electricidad que hay en muchos lugares del mundo.
Cuando completé mi especialización en medicina interna, se concretó la ayuda al Hospital Militar para crear el servicio de Medicina Nuclear con el apoyo de la OIEA, lo que incluía la beca para dos médicos. Así fue sucediendo mi elección de lo que yo jamás habría optado ni considerado. La medicina interna abarca el conocimiento médico de manera integral y, cuando a uno todo le gusta, ella resulta muy completa, así que probablemente de cualquier forma hubiera llegado.
En julio de 1972, terminada mi residencia, viajé a la Universidad de Sao Pablo en Brasil que desde entonces cuenta con un instituto de investigación atómica enorme. Llegué al Servicio de Medicina Nuclear del Hospital de Clínicas, el más grande de América Latina, liderado por un pionero de la medicina nuclear en Norte y Suramérica, Julio Kieffer. Era un país pionero en ese momento (1970) para sus usos pacíficos como en los bélicos pues se rumoraba que tenía una bomba atómica. No volví a saber qué pasó en este tema, solo que el instituto sigue siendo muy avanzado en investigaciones pacíficas pues lo bélico ha sido un secreto militar que prosperó mucho durante las dictaduras militares más no así después.
Llegué en la transición a la recuperación de la democracia pero se sentía una amenaza en el ambiente luego de una dictadura militar violenta. Viví durante los primeros meses en las residencias universitarias que conservaban los agujeros de las balas producto de una matanza que se había dado hacía unas pocas semanas y que el gobierno no había permitido reparar buscando que los estudiantes tuvieran el recuerdo permanente de que si molestaban habría consecuencias.
Era una época muy difícil, la gente todavía sentía pánico de hablar mal del gobierno, de comentar sobre cualquier cosa como criticar la demora del bus, porque la respuesta era inmediata y podría significar la cárcel o costar la vida.
Fue toda una experiencia vivir el renacimiento de la sociedad brasileña que me dio mucha conciencia de los valores democráticos, de la libertad. Pero también fue muy apasionante e importante enfrentarse a la realidad de estudiar el mundo de los átomos y de la física atómica. Ya había estudiado el idioma en el Instituto de Cultura Brasilera (por fortuna, el lenguaje técnico médico es el mismo que en español), y me gustó mucho siempre su fonética y su riqueza, aproveché entonces para leer los libros de Jorge Amado, porque por supuesto esas novelas son fantásticas y resultan serlo más en un lenguaje tan enriquecido y parecido al de García Márquez aunque con diferencias en el estilo.
El compromiso del Hospital Militar consistía en abrir un servicio de medicina nuclear que no fue el primero en el país porque a mediados de los cincuenta ya existía el Instituto Nacional de Cancerología que contó con visionarios de la talla de Efraín Otero (que después fue ministro de Salud del gobierno de Belisario), Mario Gaitán Yanguas, Jaime Ahumada y Jaime Cortázar, lo que fue muy meritorio.
A finales de 1973 empezó otra etapa de mi vida, entre la medicina interna y la medicina nuclear, sobre la que pocos sabían. Casi nadie entendía de qué se trataba, como una tía que pensó que yo estaba trabajando en temas del espacio, curiosamente aún hoy hay gente a la que le sorprende. Se trata del estudio a nivel molecular, son átomos, más pequeños que las células, que abrió la posibilidad de entender las enfermedades a ese nivel para diagnosticarlas y tratarlas. En los casos de cáncer este estudio, permite identificar no solo si hay metástasis sino su origen para destruir así el tumor, hace imágenes funcionales y permite el seguimiento mediante el PET, el avance más importante de la medicina nuclear en muchos años (fui el primero que trajo un equipo al país como director de la Fundación Santa Fe, con el apoyo del médico venezolano Wilson Mourad, quien con el paso del tiempo se convertiría en un gran amigo).
Así comenzó una pasión por lo que había aprendido y que, por nuestra formación, hizo parte del departamento de medicina interna del Hospital Militar (en ese momento era el mejor de lejos, probablemente, en el continente suramericano). Mi trabajo estuvo en torno a estas responsabilidades 24 horas al día durante todos los días y noches del año por casi dos décadas. Resulta que yo empecé haciendo turnos voluntarios como estudiante en el año 65, iba a las autopsias, motivado por el deseo de aprender medicina, entonces dediqué las noches y fines de semana aún sin retribución económica. Como estudiantes conocimos a un patólogo excelente, Luis Felipe Fajardo Lobo Guerrero, que nos invitó a ayudarle pues la mejor manera de aprender a identificar enfermedades es viéndolas y en esa época no existía la resonancia magnética ni el TAC. Luis Felipe terminó viviendo en California, se convirtió en una autoridad mundial en estudiar los efectos de la radiación en el músculo cardíaco y es así como se le conoce en la literatura médica.
Hice una carrera en épocas muy difíciles en cuanto a orden público en el país, ayudando a los soldados que estaban en zonas rojas. Hubo temporadas muy largas de paludismo en el Magdalena Medio, enfermedad que mató a muchos soldados que estaban enfrentados al Ejército de Liberación Nacional (ELN) y es que se morían más de malaria que de la misma guerra. Fue emocionalmente muy difícil verlos morir de paludismo, chagas, leishmaniasis y todas las demás enfermedades tropicales (nos desplazábamos para atenderlos). El Hospital Militar llegó a ser reconocido internacionalmente como experto en estos tratamientos, pues hubo una cepa muy complicada de malaria que nos obligó a desarrollar un conocimiento especializado.
Estando ahí, me vinculé a la Asociación Colombiana de Medicina Interna, una sociedad científica que empezaba a crecer y donde hice toda la carrera, fui primero secretario y luego presidente del Capítulo Central, luego secretario y presidente nacional y aún hoy sigo colaborando con ella. Lo último que me pidieron fue que ayudara a crear el Capítulo Colombiano del American College of Physicians (ACP), la sociedad médica de especialidad más grande del mundo del que fui su primer gobernador en el año 2015. Lo habíamos soñado desde los años 80.
En medio de mis ocupaciones abrí espacios para escribir, con los profesores Fernando Chalem, Jorge Escandón y Jaime Campos, un tratado de medicina interna que llegó a cuatro ediciones y que usan mucho los estudiantes en América Latina. Significó un esfuerzo muy grande pero, como la vida pasa, mis colegas murieron y se hizo imposible sacar la quinta edición, por lo que hicimos algo parecido con la Asociación de Medicina Interna con la que colaboré. Esta es otra pasión que no se me ha quitado.
En julio del año 75 me llamó uno de los fundadores de la Fundación Santa Fe de Bogotá (FSFB), Alfonso Esguerra (mi pariente) a contarme del proyecto y a invitarme a que me vinculara. Estaban pidiendo un aporte, quizás de sesenta mil pesos que para mí significaban mucho, y como no tenía la plata no me interesé.
La Fundación surgió como idea en el año 72 y la seguí a través de las noticias que daban los medios de comunicación. Pero en el año 80, el pariente me volvió a contactar para decirme que para la vinculación ya no era requisito el aporte económico y me preguntó si estaba interesado.
Me vinculé hacia finales de 1981, y sin retirarme del Hospital Militar, comencé a ayudar como jefe de medicina nuclear, luego lo fui de toda el área de imágenes diagnósticas (radiología). En octubre del 82, en vísperas de abrirse, renuncié al Hospital Militar y vine a lo que aún estaba en obra, me instalé a un oficina diminuta y en febrero del año 83 comenzamos a atender pacientes.
Promotores de la Fundación Santa Fe
Sin ninguna duda, la Fundación ha tenido un impacto enorme en la salud de los colombianos, es uno de los íconos de la medicina. Y fue creada por seis personas.
Gloria González de Esguerra, que donó el terreno (esposa de mi pariente primer director); Pedro Gómez Valderrama, abogado que hizo los estatutos; y cuatro médicos: José Félix Patiño, Alejandro Jiménez Arango, Enrique Urdaneta y Alfonso Esguerra.
Todos ellos fueron igual de importantes, tuvieron la visión de hacer una empresa de este tamaño, cada uno aportó algo y realmente fueron necesarios. Tal vez el más conocido por su trascendencia nacional sea José Félix Patiño porque además de haber sido un médico muy respetado, fue rector de la Universidad Nacional entre muchísimos aspectos que vale la pena resaltar.
El camino ha sido largo, en él han participado muchas personas y me gusta ser reiterativo al decir que el papel de cada una de ellas fue fundamental y vital para la Fundación.
Enrique Urdaneta era el médico de Don Moris Gutt y Doña Tila, su esposa (abuelos de Daniel Haime), les contó que estaban haciendo un proyecto de un nuevo hospital para Bogotá. De allí nació la donación, que en nombre de don Moris y doña Tila Gutt hizo realidad don Carlos Haime, su yerno. La donación estuvo representada por la construcción y dotación de la Clínica de Urgencias, que ha seguido contando con el apoyo generoso de la familia en forma permanente. En los últimos años Daniel Haime Gutt ha mantenido ese apoyo de la familia a la Fundación, con lo que, sin la menor duda, los convierte en los mayores y más importantes benefactores de la FSFB en toda su historia.
La Fundación Santa Fe
A este hospital le costó mucho trabajo arrancar, no había la afluencia de pacientes como se tenía previsto y la razón de esto era netamente administrativa.
La Fundación se hizo realidad basada en unos estudios de factibilidad de acuerdo a información tomada por los médicos que se esperaba se unieran al proyecto. El número de pacientes resultó inflado y los médicos al comienzo no cerraron sus consultorios, lo que competía con el hospital. A la gente no solo le da cierto temor ensayar, sino que cambiar de hospital y de médico no es una decisión fácil por el vínculo tan fuerte y de larga vida que se teje, por lo mismo, los pacientes siguieron yendo a Marly, a Palermo o al Country. Esto era lejos de todo, en esta zona solo se encontraban Unicentro y La Fundación Santa Fe, lo demás eran potreros. Así pues que fue imposible que se cumplieran las proyecciones financieras generándose una crisis importante.
Yo estaba concentrado en el ejercicio de la medicina cuando me pidieron que asumiera la jefatura del departamento de Imágenes Diagnósticas. Luego me nombraron director médico asociado y luego director médico, la posición de más responsabilidad después de la dirección general. Simultáneamente seguí como médico, haciendo investigación y escribiendo el libro que mencioné. Fue una etapa de mucho aprendizaje.
Pero empezó la Fundación a tener problemas muy serios, especialmente económicos y administrativos. En ese momento desde la Dirección Médica tuve bajo mi cargo a todos los médicos, la coordinación científica, debía propender porque todos publicaran, por una excelente atención al paciente entre una larga lista de responsabilidades, para resumir, era el director de orquesta médica. No era un cargo administrativo sino que se ejercía al tiempo con la profesión. Estuve casi dos años con unos doscientos médicos a cargo en una estructura muy plana.
Cuando los problemas hicieron crisis, me llamaron para que ocupara el cargo de director general en reemplazo de mi pariente, aunque seguí muy activo en la parte médica. La condición que puse para aceptar fue precisamente esa, la de ejercer mi profesión mínimo medio tiempo.
La Fundación Santa fe como caso empresarial
Es una empresa que se funda con mucha ilusión, estuvo totalmente quebrada, clínicamente desahuciada, con los santos óleos puestos, completamente muerta y resucitó para ser lo que es hoy. Esta es la historia de cómo se logra rescatar una empresa en la que el país tenía una gran ilusión que se ve desbaratada de un momento a otro.
El director general había perdido su autoridad ante el sector financiero que estaba cerrado a seguir financiándola pues se tenía una deuda en dólares muy grande. El hospital en los primeros años arrojaba pérdidas, no llegaba a punto de equilibrio y la brecha se ampliaba aún más cada período. Los médicos empezaron a tener desconfianza, pues no se veía posibilidad de recuperación ninguna.
Ante semejante escenario, no había quién se le midiera al cargo por lo que la única opción fue acudir a quien ocupaba la segunda posición en la organización. Me vi así en una posición muy difícil pues si no me arriesgaba se perdía el esfuerzo de una cantidad de gente que se la había jugado por este proyecto, que había renunciado a sus empleos en otras partes, médicos muy calificados que quedarían naufragando y se sacrificaría a las familias que dependían de esta institución. Quizás fue un acto de irresponsabilidad desde el punto de vista administrativo y financiero, pero acepté pese a que lo más fácil hubiera sido devolverme al Hospital Militar de donde con insistencia me llamaban para que regresara.
Llegué a empaparme de la verdadera situación, la que de alguna forma conocía, pues a mi pariente durante los meses anteriores lo habían secuestrado y entre varios asumimos su cargo. El reto era muy grande, sentí mucha fuerza para asumirlo, debía encontrar soluciones y tenía ideas desde el punto de vista médico, la primera era atraer más pacientes. Pero yo nunca imaginé lo que había detrás y todo lo que representó en adelante.
Un 24 de julio 1985 asumí la dirección general lo que me obligaba a obrar como representante legal. Al día siguiente subí a la oficina, me senté en el escritorio y la pregunta fue: ¿Ahora qué? Entró el director de finanzas a informarme que no había plata para pagar la nómina, que los bancos nos tenían cerrados, que los proveedores habían dejado de despachar y que no había cómo pagar los servicios públicos. Una dificultad adicional era el ser pariente del anterior director, pues generé aún mayor resistencia en los bancos y con los proveedores pues, por llevar el mismo apellido, pensaron que sería más de lo mismo.
Recuerdo que la sociedad bogotana, que es ácida, dura y mala cuando quiere criticar, llamaba a la Fundación: Donde los ricos también lloran y en todas las reuniones sociales se hacían apuestas a que no sobreviviría sino días o semanas.
Para ese momento era presidente Belisario Betancur y lo recuerdo porque el gobierno nos prestó una ayuda importante. El secretario económico de presidencia, Diego Pizano, que ha seguido muy ligado a la Fundación desde entonces y, de la mano del ex presidente Carlos Lleras, lograron que la Junta Monetaria (antes de que asumiera el manejo el Banco de la República), tomara una medida de salvamento para proteger de la devaluación acelerada de ese año a las empresas más grandes del país que teníamos un endeudamiento importante en dólares, entre ellas, Avianca, la Fundación Santa Fe, Cementos Samper y otras más.
El otro reto era ganar credibilidad con los bancos y lograr que me recibieran, igual los proveedores. Con los médicos me fue mejor porque eran mis compañeros de todos los días, sabían de mi compromiso con ellos y eran mi principal activo junto con todas las personas que trabajaban en la Fundación; con ellos me veía a las dos de la mañana o a las tres de la tarde porque pasaba todo el día, todas las noches y amaneceres, si era necesario, trabajando hombro a hombro con la gente.
En mi primer día de trabajo y afrontando semejante situación tan extrema, me informó el cardiólogo que había llegado Julio Mario Santo Domingo a urgencias con un dolor en el pecho que parecía infarto. Dije que hicieran todo para que le fuera muy bien, agradecí que me avisaran y lo recomendé. Efectivamente le fue muy bien y antes de irse pidió hablar conmigo, subió a mi oficina, tuvimos una conversación de diez minutos en la que me felicitó por la atención y me preguntó si había algo que él pudiera hacer por nosotros. Le dije:
— Sí. Como usted sabe estamos en una dificultad grande, yo me acabo de posesionar de esta dirección, necesito un aire para saber qué voy a hacer, pero no tengo con qué pagar la nómina de este mes que vale veinte millones de pesos.
Me preguntó qué ayuda necesitaba pero yo no sabía qué contestarle, entonces me dijo:
— Le voy a ayudar pero no es una donación. Vamos a manejarlo como un prepago de servicios médicos para la empresa. Mañana, a las ocho de la mañana, envíe a Bavaria por un cheque por el valor de la nómina.
Esa fue una ayuda providencial que no se conoce mucho en los anales de la historia de la Fundación porque por respeto a la persona, mientras estuvo viva, nunca lo publicité. Y no fue por su magnitud sino por la oportunidad; si esa plata no llega, la Fundación no existiría, fue el oxígeno que nos dio tiempo para gestionar. Desde ese día hasta hoy, la nómina nunca se ha dejado de pagar a tiempo. Este ha sido un reto que hemos cumplido históricamente.
Me fui para el Banco de Bogotá (líder de todo el tema y probablemente la entidad más dura para negociar), me presenté, di la cara y asumí como me correspondía. Juan María Robledo me atendió y delegó en Fernando Suescún todo el manejo con los demás acreedores financieros, para convertirse en alguien muy importante en todo cuanto siguió. Fernando empezó a trabajar con nosotros en la búsqueda de alternativas de solución. Hablé un par de veces con Luis Carlos Sarmiento, quien estaba muy claro en que había una deuda que debíamos pagar, me recibió pero más allá de eso no hubo mucho.
Logré que se reactivaran las discusiones de un acuerdo con acreedores y empezamos a tener unos puntos de contacto con los banqueros antes de que terminara el mes.
El otro problema eran los proveedores. Consideré que también era importante ponerles la cara y pedí que reunieran a los principales, lo que muchos consideraron un suicidio pues estaban muy agresivos, pero yo no tenía alternativa. Nos sentamos con todas las multinacionales grandes que estaban completamente cerradas y sin ninguna disposición de ayudar. Fue una reunión muy difícil en la que era evidente su malestar pues ya se les había incumplido, repetidas veces, promesas de pago, se habían vencido plazos y estaban en un punto donde no querían escuchar más. Más de uno se levantó a decir: A mí me pagan o no les despacho nada y los invito a todos a que obren igual. Insistieron en lo mismo durante horas. Cuando iba a cerrar la reunión, pues no vi posibilidad de nada, alguien desde atrás levantó la mano y le di la palabra temiendo lo peor. Era un gringo que dijo:
— Miren señores, realmente no entiendo lo que está pasando acá, quizás es por el idioma o porque soy gringo. El señor que tenemos en frente nos está pidiendo un plazo para enderezar sus temas y la única manera de lograr que nos paguen es que este hospital se salve. ¿Acaso ustedes no entienden eso? Si nosotros no les despachamos los insumos y medicamentos que requieren, esa plata se pierde. ¡Los invito a que reflexionen porque se están suicidando señores! En mi país la discusión no sería distinta al plan de trabajo que él quiere plantear.
Se trataba Kenneth Forbes, presidente de Travenol (empresa que luego pasó a ser Baxter). Esta fue la segunda aparición milagrosa, logró que todos se alinearan y nos prorrogaran dándonos tiempo de mostrar una tendencia favorable.
Estos son los actos que a veces la historia no recupera y no recuerda, porque la Fundación no es la obra de una pareja de esposos que participó en su fundación sino el producto del trabajo y la dedicación de muchísima gente, de personas que lo han dado todo por esta institución. Al señor Julio Mario Santo Domingo en vida, la Fundación nunca le reconoció su papel, ni a Kent Forbes, que cambió su rumbo, ni a tantos médicos, ni al personal comprometido con el hospital.
Esas actuaciones nos permitieron pasar ese primer mes, con suministros para atender pacientes y con recursos para pagar la nómina, y le dieron a la Fundación lo que necesitaba para seguir navegando y cruzar al otro lado.
El presidente Lleras Restrepo fue fundamental también. Las primeras lecciones que me permitieron entender las finanzas y la administración las recibí personalmente de él en su casa, porque me enseñó el A B C, el paso a paso, me dedicó muchísimo tiempo y esfuerzos. El ex presidente Lleras trabajó incansablemente por esta causa, fue presidente de la Junta Directiva de la FSFB entre 1977 y 1991 y asistió sin falta todos los martes a las 6 de la tarde a las reuniones, dedicó tiempo y esfuerzo de una manera generosa y ejemplar.
Otro hombre al que se le debe hacer todo el reconocimiento, que es importantísimo en nuestra historia, presidente de la Fundación entre 1991 y 1997, es el doctor Carlos Upegui Zapata (ejecutivo de la Organización Ardila Lule, mano derecha de Carlos Ardila). Se dedicó a acompañarme durante todo el proceso, fue otro gran maestro de lo que debía ser la administración y un amigo excepcional.
Hay muchos nombres de personas anónimas que han sido muy valiosas. Sin su cuerpo médico, la Fundación Santa Fe hubiera sido un edificio vacío, tal vez un hotel en medio de la nada. La gente empezó a reconocer que aquí había médicos comprometidos, estudiosos, que producían buenos resultados en función de la excelencia, que trabajaban con toda su pasión en función del hospital.
Algo muy similar ocurrió con Carlos Pacheco, presidente de la Corporación de Ahorro y Vivienda Colpatria, con quien habíamos firmado un acuerdo de pago. Fueron muchas las veces que almorcé con él, nos dio la mano y dejó un legado que continúan sus hijos, pues esta relación sigue siendo muy cercana y sólida a través de Eduardo, quien actualmente hace parte del consejo de la FSFB. Se pasó de una posición muy agresiva y radical, a una muy de confianza y amistad.
A Pacheco le pedí consejo así como al doctor Carlos Lleras y a Upegui. Todos ellos contribuyeron de diferentes formas. Así que otro mensaje que quiero consignar es que las cosas se logran con la ayuda de mucha gente, si uno cree que puede solo reformar el mundo, no lo va a lograr.
Caigo en cuenta aquí de una curiosidad y es que, entre tantas personas que me ayudaron durante mis dos períodos como director de la Fundación, hay muchos Carlos. Ya mencioné a varios de ellos, al Presidente Carlos Lleras Restrepo, a Carlos Upegui Zapata a Carlos Haime y a Carlos Pacheco Devia, pero me faltan dos que no son menos importantes.
Carlos Ardila Lulle fue excepcionalmente generoso en tiempo, en apoyo económico, en querer estar siempre al día en lo que estaba pasando y, además de que me había “prestado” a Carlos Upegui para que me apoyara, en realidad toda la organización estaba lista para lo que se necesitara. Me seguí viendo con él ocasionalmente y ya no tanto por su lugar de residencia, pero fue una persona excepcional. Con él creamos el instituto de cáncer que lleva su nombre, fue una ayuda muy importante pero no se limitó a eso, porque en lo personal conversábamos de todos los temas, de política, del país, de empresas y, por supuesto, de la Fundación.
Carlos Lleras de la Fuente, mi gran amigo, además de ser un hombre extraordinariamente inteligente y con un gran sentido práctico, era el abogado de la Fundación en ese momento y fue fundamental para proteger sus intereses en un embate de los acreedores financieros. Tal vez la institución no conoce hoy la importancia de Carlos en su historia .
Y como mencioné en un comienzo, don Carlos Haime, que, aunque por circunstancias diversas vivió temporadas largas fuera del país, siempre estuvo en contacto con todas las cosas, excelente consejero y visionario sin par, cuando se necesitó su apoyo lo obtuvimos con generosidad y oportunidad. Daniel, su hijo, continuó con ese legado pleno en generosidad y buena proyección que ya se materializó de muchas maneras.
Se implementaron una serie de acciones complementarias requeridas para salir de donde estábamos. Trabajamos en equipo con la orientación de los expertos, con algunos miembros de la Junta Directiva y con el Comité Financiero. Porque así como aprendí medicina, aprendí administración y finanzas, con los mejores maestros.
Le tomé gusto a estos temas y entendí su lógica para lo que me ayudó mucho el modo de pensar del internista que hace primero el diagnóstico y luego establece un plan de tratamiento, como ocurre en administración. Apliqué el mismo método, implementé priorizando temas y recortando costos de operación pues los estándares del hospital eran muy altos, nunca antes vistos en Colombia. Por ejemplo, las enfermeras eran profesionales sin excepción, lo que no aguanta ningún presupuesto, así que incorporamos enfermeras auxiliares.
Si bien no nos atrasamos en pagarle a los empleados su nómina, desafortunadamente sí lo hicimos con los médicos por un tiempo porque la plata se recuperaba lentamente y no alcanzábamos a atenderlos pero ellos se mantuvieron firmes, aguantando, decididos, comprometidos y no titubearon jamás. Solo unos pocos se retiraron, pero de doscientos tal vez perdimos diez, lástima pero bien idos, pues en ese momento no podíamos navegar sino con gente dispuesta a entregarlo todo.
La Fundación vio el negro en sus estados financieros solo a finales de 1986 cuando comenzó a escribir una nueva historia. Logramos la confianza de los bancos, de los proveedores y de los pacientes, firmamos más contratos, uno con el ISS que nos dio mucho volumen y progresivamente empezó el hospital a crecer.
Sin temor a equivocarme diría que soy un coordinador que respeta a cada líder de proyecto dentro de su equipo de trabajo, dejándolos trabajar sin perturbarlos. Todos, con una autonomía muy grande, caminamos en el cumplimiento de las metas. Así lo hice en mis dos administraciones (en la primera estuve por nueve años).
Considero que una institución, tan compleja y tan grande como esta, necesita gente empoderada que lleve su filosofía a cada uno de los funcionarios replicando las técnicas y talleres de planeación estratégica.
En el año 91 establecimos por primera vez su misión y su visión, revisamos y renovamos los planes y constituimos la primera misión de calidad que hubo en un hospital en el país, liderada en un comienzo por la enfermera Elsa Durán. Soy un convencido de que la calidad debe revisarse así todos demos por sentado que hacemos las cosas bien, pues esta no florece de manera espontánea.
La dinámica hizo que los procesos fueran confiables y que la gente estuviera razonablemente segura de lo que se ofrecía. Cambiamos una actitud prepotente, insolente, fría, antipática y distante por una más humana, aunque fue muy difícil lograrlo en una cultura que estaba tan arraigada y que venía desde arriba.
También nos empezamos a comparar con grandes referentes y con nuestros pares en el país con quienes establecimos relaciones, como con la Fundación Cardioinfantil, con el Valle del Lili y con el Hospital Pablo Tobón Uribe. También nos medimos la temperatura con instituciones internacionales.
Otro hecho muy importante y también resultado de una casualidad, ocurrió en una reunión de la Fundación Morir con Dignidad en el Gun Club, a la que Isa Fonnegra de Jaramillo me invitó y asistimos unas cuarenta personas interesadas en hablar sobre la muerte, tema que ella ha desarrollado haciendo una aproximación que propende por ayudar a la sociedad (eran finales de los 90 y comienzos del 91).
Llegué un poco tarde y me senté al lado de un “gordito”. En algún momento Isa hizo una referencia a la Fundación Santa Fe, sin mencionarme ni mirarme siquiera, y este gordito empezó a decirme cosas negativas de la institución. Guardé silencio pero muy molesto por todo cuanto le escuché y una vez terminada la reunión lo abordé, le pregunté por su experiencia con la Fundación y él se abrió en críticas. Dejé que hablara y al final lo invité a mi oficina, me presenté como el director de esa entidad a la que él tenía en tan pésimo concepto.
Efectivamente me visitó y pudo comprobar de primera mano cuán equivocado estaba, le mostré lo que éramos y al final me agradeció y me propuso que trabajáramos juntos. Ese gordito era Julián Efrén Ossa, presidente de la Aseguradora Gran Colombiana, una persona muy importante dentro del Grupo Gran Colombiano (como se llamaba en esa época) y se convirtió en uno de mis grandes amigos.
De esa reunión salió FESALUD, empresa de medicina pre pagada que creamos entre las dos instituciones y los médicos de la Fundación. Fue exitosísima y le empezó a traer al hospital un gran número de pacientes que cuando uno revisa los números, es clarísimo el despegue que significó en términos financieros pues generó un nivel de ingresos como el que necesitábamos. Fue magnífico para la historia de la Fundación Santa Fe, una relación de la que nos beneficiamos por muchos años (hoy día es de Colpatria pero la sigue proveyendo).
La mayor lección fue la de cómo volver una situación desfavorable y desafortunada en algo positivo y constructivo. El desenlace pudo haber sido otro, pude ganarme un enemigo, haber desaprovechado a un aliado, cerrar las puertas a un observador, que en algo le asistía razón y por lo mismo pudimos mejorar y, lo más grave, es que hubiera podido perderme de un gran amigo.
Para retomar la historia, eran tres los ejes fundamentales que requerían control: el médico, el financiero y el administrativo. Del primero ya hablé pero dejé por fuera a los dos Directores médicos que me acompañaron, inicialmente Eduardo Vallejo Mejía, pereirano que había sido mi maestro, de gran reconocimiento nacional e internacional y un hombre que ejerció un liderazgo muy importante. Lo sucedió Francisco Cavanzo Cadena, patólogo quién con su visión pragmática y su gran experiencia hizo enormes aportes a la organización.
En el segundo debo mencionar a Catalina Vásquez, mi esposa, en ese momento tesorera de la Fundación a la que todos reconocen su contribución porque fue muy importante, al grado que con el tiempo llegó a ser directora financiera, artífice de la transformación de la Fundación en ese frente y, durante los últimos años en que estuvo vinculada, dirigió con mucho éxito el Hospital.
Cuando nos fuimos a casar hablamos con las directivas y fundadores para decirles: “Pasa esto, creemos que nos tenemos que ir ambos, pero si ustedes consideran que alguno de los dos debe quedarse para continuar lo que estamos haciendo, escojan y estamos dispuestos a respetar lo que decidan”. Fue muy bonito porque inmediatamente todos, sin excepción, dijeron: “La decisión está tomada. Se quedan ambos. No hay discusión”. Eran alrededor de veinte personas, todas muy distintas, de muchos orígenes, en cualquier caso no resultaba fácil ponerlos de acuerdo pero en esta ocasión ocurrió.
www.isalopezgiraldo.com