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Rosie Betzler: “Bailar es para la gente que es libre”

El encuentro entre Johannes Betzler y Elsa Korr, en la película Jojo Rabbit (2019), plantea el reconocimiento del otro, esa capacidad de diálogo que fue prohibida y eliminada en un momento de la historia. Pero la cuestión real va más allá de ello, pues la negación de la diferencia, de la humanidad y de la dignidad, no es exclusivo de la Alemania Nazi.

María José Noriega Ramírez

30 de octubre de 2020 - 08:44 p. m.
Jojo Rabbit narra la historia de Johannes Betzler, un niño que hace parte de las juventudes hitlerianas, y de Elsa Korr, una joven judía.
Foto: Archivo Particular
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El conflicto interno de un niño alemán al ser educado bajo el nazismo y al tener escondida en su casa a una joven judía es el argumento central de la película Jojo Rabbit (2019). Su amigo imaginario, el que está presente a lo largo de la historia y quien le habla al oído todo el tiempo, es su propia versión de Adolf Hitler. La confrontación entre lo que le enseñan en las juventudes hitlerianas y lo que ve en casa es la base del cuestionamiento frente a ese otro sobre el cual el discurso oficial construyó un imaginario satanizado.

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Johannes Betzler, el protagonista de la película, como los demás niños a su alrededor, cree que es el encargado de lograr que el legado de su máximo líder perdure. De ahí que termine creyendo que “los arios son más civilizados y avanzados que cualquier otra raza”, y hasta ve en la quema de libros una actividad divertida. Sin embargo, cuando se ve obligado a enfrentarse y a atacar al “enemigo” (el niño del otro bando), sale corriendo a buscar refugio; o cuando le ponen la tarea de matar a un conejo, prefiere soltarlo y dejarlo en libertad. Porque, aunque por presión social levanta la mano cuando preguntan quién tendría el valor de acabar con la vida del enemigo, considerando que “no hay lugar en el ejército de Hitler para quienes les falta fuerza”, la verdad es que no es capaz de hacerlo, aun cuando aseguró (con tono dudoso): “Oh, claro. Amo matar”. Aunque el protagonista cree ser un seguidor del nazismo y cree compartir su doctrina, dentro de él, aunque no lo reconoce en voz alta, se dan conflictos entre lo que le enseñan, lo que siente y lo que piensa.

- A mí no me dan miedo los judíos. Si me encuentro con uno, lo mataré así no más, dice Betzler.

- Pero, ¿cómo sabrás si ves a uno? Pueden parecerse a nosotros, responde Yorki, su amigo.

- Buscaría cuernos en su cabeza. Y huelen a col de Bruselas. Imagina atrapar a uno y dárselo a Hitler. Sería una forma segura de convertirte en uno de sus guardias personales. Entonces, seríamos mejores amigos, responde Betzler.

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Era tal su fanatismo, que a Betzler le costó tres semanas asimilar que su abuelo no era rubio. Sin embargo, el encuentro con Elsa Korr, una joven judía que se esconde en su casa, pues su madre es una de las muchas personas que clandestinamente lucha por la libertad de Alemania, lo impulsó a cuestionar sus creencias nazis. A cambio de mantenerla oculta, y por el mismo miedo a que la Gestapo descubriera que su familia estaba ayudando a un judío, Betzler hizo un trato con Korr. Ello incluía conocer todo sobre los judíos, pues la idea de escribir un libro para Hitler lo impulsó a querer saber sobre ellos de primera mano. Lo que no imaginó es que iba a empezar a dudar de sus propias posturas y creencias. No en vano la joven, cuando Betzler le pregunta acerca de cómo son los judíos, dice: “somos como tú, pero humanos”.

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Elsa Korr encontró en Rosie Betzler una persona que la trataba como un ser humano, como una persona de carne y hueso; y aunque Johannes en un principio no la concebía como tal, pues así lo habían educado, poco a poco se dio cuenta que estaba equivocado. “Libérate”, le dice Elsa.

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Conforme pasa el tiempo, y la convivencia diaria construye una relación más cercana entre ellos, el protagonista comienza a dudar. Ya no solo comparte tiempo con la joven judía por la “investigación de su libro”, sino porque se siente a gusto con su compañía. Ahí es cuando su amigo imaginario, ese Hitler que tiene en la cabeza, le dice al oído: "No permitas que aprisione tu mente. ¡Eso, querido Jojo, es algo que no puede, no debe, sucederle jamás a un alemán! ¡No permitas que tu cerebro alemán sea manipulado!

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- No eres un Nazi, dice Elsa.

- Me interesan mucho las esvásticas, así que, creo, eso es una buena señal, responde Johannes.

- Eres un niño de 10 años a quien le gustan las esvásticas y le gusta vestir un uniforme gracioso. Quieres ser parte de un club, pero no eres uno de ellos, replica la joven.

Aunque por ley la amistad entre un nazi y un judío estaba prohibida, la verdad es que Elsa y Johannes ya eran amigos. Sin embargo, esa voz interior, la de ese líder que por tanto tiempo idealizó, no vaciló en decirle: “Estoy empezando a cuestionar tu lealtad hacia mí y hacia el partido. Alemania depende de la pasión de estos jóvenes. Organízate y jerarquiza tus prioridades”.

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Un régimen totalitario, como el de la Alemania Nazi, lo primero que hace es limitar la libertad de expresión. La duda, el cuestionamiento y el disenso, son lo primero que se desecha en un modelo de organización en el que se quiere instaurar una única mirada válida sobre el mundo. El Holocauto, así como la quema de libros por parte del régimen, como sucedió en 1933 en la Plaza de la Ópera de Berlín, son reflejo de ello. Cualquier signo de diferencia era eliminado. Por tal, textos que eran considerados subversivos, como los de Marx, Freud, Remarque, o Tucholsky; así como las personas que se diferenciaban por sus rasgos físicos y espirituales, al no encajar dentro de un discurso oficial, fueron despojados de su valor intelectual, en el caso de los primeros, y de su humanidad y dignidad, en el caso de los segundos. No en vano Heinrich Heine, poeta alemán del siglo XIX, afirmó: “donde se queman libros, al final también se acaba quemando gente”.

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El encuentro entre Johannes y Elsa plantea ese reconocimiento del otro, esa capacidad de diálogo que fue prohibida y eliminada en un momento de la historia. Pero la cuestión real va más allá de ello. La negación de la diferencia, de la humanidad y de la dignidad, no es exclusivo de la Alemania Nazi. Colombia también ha funcionado bajo esa lógica. Los años de conflicto y de violencia, así como las altas cifras de víctimas, son prueba de la ausencia de diálogo y del reconocimiento de otras perspectivas y argumentos. Quizás el día en que se reconozca y se respete al otro en su diferencia, los colombianos, y demás ciudadanos del mundo, podremos bailar de la forma en la que Elsa, cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, lo hizo. Pues, como dijo Rosie Betzler, “bailar es para la gente que es libre”.

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