El Magazín Cultural

Santiago Cañón Valencia, el prodigio que no quiere serlo

El chelista nunca tiene una meta final: cuando consigue un objetivo, se propone uno nuevo. Ahora, aspira a tener una conexión “más íntima” con su público.

Danelys Vega Cardozo
04 de abril de 2023 - 12:00 p. m.
Santiago Cañón Valencia empezó a tocar el chelo a los cuatro años, aunque quería iniciar con el fagot, “pero eso era imposible a esa edad”.
Santiago Cañón Valencia empezó a tocar el chelo a los cuatro años, aunque quería iniciar con el fagot, “pero eso era imposible a esa edad”.
Foto: William Niampira

No hubo dudas. Santiago Cañón Valencia siempre supo que quería ser músico. “Era lo que veía a mis papás hacer y era lo que me gustaba”. Su mamá era chelista y su papá, clarinetista. A sus seis años ya la decisión estaba tomada. Dio su primer concierto en público junto a la Orquesta Filarmónica de Bogotá. Sintió emoción al ver el teatro lleno y observar la recepción del público. “Fue tan impactante que yo no me veía en el futuro haciendo algo que no fuera eso”. Ni siquiera se veía como pintor, a pesar de que siempre tenía a la mano un lápiz y un papel.

Su abuelo materno era pintor profesional. Dos tíos optaron por el mismo camino. En su hogar no faltaban los cuadros y dibujos. “Creo que ver todo ese arte en mi casa estimuló mucho ese gusto por las artes plásticas”. Entonces, cuando presenciaba los conciertos de su papá con la Orquesta Filarmónica de Bogotá, solía llevar acompañantes: lápices y cuadernos que, de seguro, llenaría con dibujos de carros. Los automóviles no se quedaban solo en papel, porque su habitación estaba repleta de juguetes de ese estilo. Y aunque la música ya lo había enamorado, el dibujo no quedó olvidado. Al finalizar las clases de violonchelo, que tomaba con Henryk Zarzycki, su mamá se quedaba dialogando con el que un día también fue su maestro. Él no prestaba atención a la conversación. En ese momento, solo importaba dibujar.

De a poco, los carros fueron cambiados por calaveras gracias a un descubrimiento musical. Tenía ocho. En su casa se solía escuchar música clásica y a él le gustaba ese sonido para dormir. Un día, mientras pasaba canales de televisión, se encontró, en MTV, con el video musical de una canción de System of a Down. Quedó flechado por un sonido, el sonido de una guitarra con distorsión. Se empezó a interesar por el rock y el metal, no solo en el aspecto musical, sino también en lo referente a su estética. Aprendió a tocar guitarra eléctrica, pero aparte del chelo nunca le ha llamado la atención otro instrumento a escala profesional. Hoy, combina ambas pasiones. No solo toca el violonchelo como músico clásico, sino que tiene una banda con un amigo chelista. “Ese es nuestro outlet para hacer lo que no podemos hacer con el chelo en el ámbito de la música clásica”.

Ahora ya no hay carros, tampoco calaveras, lo que hay es arte abstracto. “Me gusta la libertad y si hago algo abstracto que no me gusta, es fácil cambiarlo. A la hora de hacer algo en mi tiempo libre, quiero hacer lo que quiera y ya”. A veces, también ha pintado arte figurativo, “pero nunca termino convencido con el resultado”. Y al mundo solo le muestra lo que considera suficientemente bueno.

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— Soy un poco perfeccionista. Ahorita con todo este rollo de Instagram y TikTok, la gente quiere contenido de una manera afiebrada y eso a mí no me gusta. Yo prefiero mantener lo mío un poco más guardado; si pongo un video o algo, será porque está muy planeado, porque estoy seguro de que quiero que la gente lo vea. A la larga, eso se volvió como la carta de presentación de uno hacia el mundo. Cualquier persona que no te conozca, te busca en redes sociales y esa es la idea que se hace de ti.

—¿Para qué ser perfecto?

— Cuando digo perfecto, me refiero a que lo sea para mí y eso puede ser muy diferente para otra persona. A la larga, a lo que me refiero es que si se va a sacar algo es porque vale la pena escucharlo, verlo, leerlo, consumirlo. Para mí no vale la pena sacar algo que está incompleto. Si está perfecto es porque está completo.

A las redes sociales le debe su otra afición: la fotografía. Cuando tenía 17 años comenzó a seguir cuentas de fotógrafos en Instagram. No tardó en empezar a tomar sus fotos con el celular. Más tarde se compró una cámara. Le gusta tomar fotografías y distorsionarlas. Ya no lo hace tanto. “Es un hobby que es más fácil hacerlo cuando estás de viaje en comparación con la pintura u otra cosa, porque puedes tomar fotos de lo que sea en cualquier momento”.

Su escape son los museos: disfruta pasar dos o tres horas en esos lugares. Colecciona libros de arte y a ratos escribe canciones, pero no se considera compositor. “Soy un chelista al que se le dio por escribir una que otra cosa”. Piensa que solo ha hecho una sola obra de verdad, “de resto son experimentos que he tenido”. Sintió lo que era la libertad con aquella obra que compuso, “porque no le tuve que respetar o rendir cuentas a nadie”. No pasa lo mismo cuando interpreta.

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***

Cuando toca con su chelo una obra de algún compositor, sabe que eso lo escribió alguien más, entonces trata de ser fiel a lo que está escrito, pero añadiéndole su voz como intérprete. “Que sea tu versión de la Sonata de Beethoven, no la de Santiago Cañón Valencia con las notas de Beethoven”. Él no solo estudia una pieza en su aspecto musical, sino que también realiza un trabajo investigativo: indaga en el contexto histórico de la obra y en el estilo de la persona que la escribió. Es su manera de encontrarle un sentido más profundo. “Yo creo que la obra es solo la punta del iceberg. Hay mucho más contenido que tal vez no se sabe o la gente pasa por alto”. Incluso, también hay obras que existen, pero que pocos conocen.

Por eso, una de sus apuestas ha sido sacar a la luz diamantes escondidos, obras “que tal vez han estado listas para ser tocadas, pero que nos les han prestado mucha atención”. De hecho, el repertorio que elige para interpretar es una forma de diferenciarse, algo que comenzó a inquietarlo en algún momento de su vida. Desde temprana edad soñaba con ser solista. Creció con grabaciones de chelistas que admiraba y también habían elegido ese camino. “Este tipo de carrera es lo que he perseguido toda mi vida, pero solistas hay muchos. Te tienes que diferenciar de alguna manera”. De ahí que el chelista Yo-Yo Ma haya sido su primera inspiración, pues ha sido su ídolo desde su infancia. Fue la primera persona de la que fue consciente de que era un músico clásico. “Él hace cosas nuevas a cada rato; no se quedó en esa cajita de la música clásica; se expandió sin dejar de ser un músico clásico. Fue la primera inspiración de lo que quería hacer: no quedarme en los cinco o seis conciertos que se tocan siempre”. Santiago Cañón ha sido testigo de que, a veces, hay músicos que se ganan algún premio “muy importante” o que tocan con alguien muy reconocido y se estancan, como si ya no quedara nada más por alcanzar. “Yo gané cosas muy importantes, pero siempre las vi como un logro, pero no era la meta, siempre hay una más. Es inalcanzable una meta final”.

Una de sus metas actuales es construir un catálogo de grabaciones de su “personalidad como músico”. Ahora lo puede hacer porque ya no compite. “Ya hice las competencias más grandes, las que quería hacer, entonces ya no lo veo como algo crucial”. Y, a diferencia de algunas competencias deportivas, en la música, por lo general, no hay títulos que defender. “Yo creo que así es mejor porque uno no se queda en esas glorias pasadas, en esas épocas de antaño, que es lo que a mí más me molesta. Hay que ir un escalón más arriba”. Cuando competía no tenía tanta libertad. Quedaba encerrado en el repertorio estándar, en aquel pénsum compuesto casi siempre por las mismas obras: las más difíciles. “Entonces, uno empieza a tocar eso como en piloto automático y pierde la esencia de la música”.

En esos tiempos de competencia no siempre le iba bien, a veces las cosas no salían como esperaba, “pero eran cosas menores, entonces no entraba en depresión o algo así por no ganarme el primer premio”. Su reacción era estar de mal humor durante un tiempo, luego de eso se le olvidaba y seguía adelante.

—¿Los fracasos le ayudaban a esforzarse más?

— Sí, de hecho, uno aprendía con esos tipos de fracaso. Primero, se sentía mal porque no le fue bien, después uno se ponía a revaluar todo: si había sido el repertorio, si no se había preparado bien. Siempre había una respuesta al final de cada cuestionamiento que me hacía. Una competencia de música es bastante estresante y estoy feliz de que ya no las tengo que hacer nunca más.

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Lo que sí quiere hacer, y aspira lograr, es establecer una conexión con la audiencia, ya sea a través de grabaciones, álbumes o conciertos en vivo. “Eso es lo que más me gusta: que la gente esté conectada conmigo durante ese momento de música que están viendo o escuchando”. La conexión que siente al escuchar o interpretar música contemporánea o barroca, sus tipos de música clásica predilectas. “No sé por qué son los que más me gustan, pero, de una manera u otra, son con los que más me siento cercano”.

Y aunque Yo-Yo Ma sea su ídolo, en realidad, le cuesta tener chelistas favoritos: sus gustos varían dependiendo del repertorio. De Pieter Wispelwey, le encanta, sobre todo, la grabación que tiene de las seis suites de Bach, así como todo lo relacionado con la música barroca. Si hablamos de compositores, le gustan los minimalistas Steve Reich y Philip Glass, entre otros. “Me gustan mucho porque veo una conexión con la música barroca y medieval”. Pero también lo cautivan compositores con un estilo más abstracto o expresionista como es el caso de Ginastera.

Santiago Cañón Valencia sabía que la cuna de la música clásica era Europa y se propuso terminar sus estudios en el viejo continente. Así lo hizo. Los culminó en Alemania, pero todo empezó en Oceanía, en Nueva Zelanda.

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Tenía 12 cuando su profesor de chelo Henryk Zarzycki, quien era polaco, después de varios años de estar viviendo en Colombia, decidió irse del país. “Teníamos una manera de trabajar muy chévere; nos entendíamos muy bien. Yo creo que, para uno como músico, un profesor termina siendo algo más que eso. Yo siempre lo vi como un abuelo”. Tras esa partida sintió que en Colombia “no había nadie más con quien quisiera continuar”. Su mamá quería que él siguiera estudiando con alguien que ella conociera. Se le pasó por la mente una persona que había sido también su profesor, quien había vivido durante alguna época en el país: James Tennant, un estadounidense que se había establecido en Nueva Zelanda. Entonces, viajaron allá.

La primera vez fue en 2007. Era tan solo un período de prueba. Santiago tomó clases con Tennant durante tres meses. “La verdad es que me gustó mucho trabajar con él. Era una persona que tenía las cualidades que me gustaban del profesor anterior”. Y aunque no sabía lo que le esperaba en un país tan lejano, no vio ningún problema en partir de Colombia si eso era lo que tenía que hacer “para llegar donde deseaba llegar”. Durante seis años Tennant fue su maestro y Nueva Zelanda se le quedó no solo grabado en la memoria, sino clavado en el corazón. “En alguna parte de mi vida quisiera volver allá, aparte de Colombia, es un lugar que considero como mi segundo hogar”. Y del país oceánico pasó a Alemania. En algún punto de su vida vivió durante dos años en Estados Unidos. Entonces, el tiempo de estudio se extendía y el reloj parecía que no existía: las horas se pasaban y ni cuenta se daba.

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Cuando menos lo pensaba, se hacía de madrugada mientras estudiaba. 3:00 o 4:00 a.m. y él todavía estaba tocando el chelo. Quizá porque siempre ha sido más productivo en la noche. Nunca ha sido de esos de levantarse por gusto a las 7:00 a.m., sino de aquellos que despiertan a las 11:00 a.m. o 12:00 p.m. “Igual, no es que siempre pueda hacerlo, pero cuando puedo, lo hago”. Lo que sí no puede hacer en su actual residencia en Viena es tocar hasta la madrugada. Donde vive, a las 10:00 p.m. la música debe parar. Por eso, trata de organizar mejor su tiempo.

Se fue a vivir a Viena desde hace dos años. “Está acorde con lo que me veía haciendo en el futuro”. Al culminar sus estudios no sabía dónde quería establecerse, pero desde 2018 había estado viajando con frecuencia a la ciudad austriaca y se dio cuenta de que le gustaba mucho. Gusto que compartía con su actual novia, quien, además, ya tenía a dos familiares viviendo en aquel lugar: su hermana y su mamá.

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Hay una palabra que le molesta que se la digan, que lo hace sentir como si aún fuera un niño, “no tan profesional”: prodigio. “La gente se quedó mucho en eso y me parece raro que sigan usando esa palabra teniendo 27 años. No soy ningún prodigio. Cuando era niño, pues tenía más sentido esa palabra, pero nunca le puse cuidado. Nunca me he presentado ante nadie como ‘soy un prodigio’. En esta etapa en la que estoy no me veo como prodigio, me veo como músico, como artista”.

Danelys Vega Cardozo

Por Danelys Vega Cardozo

Comunicadora social y periodista de la Universidad de La Sabana con énfasis en periodismo internacional y comunicación política, y un diplomado en comunicación y periodismo de moda. Perteneció al semillero de investigación Acción social y Comunidades, bajo el proyecto Educaré.danelys_vegadvega@elespectador.com

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