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Seguridad en museos: entre el valor simbólico y económico de las obras de arte

El valor de una obra no solo se mide en dinero. En los museos, cada pieza adquiere capas de sentido que superan lo económico y permiten que su historia se mantenga viva.

Mariana Álvarez Barrero

24 de octubre de 2025 - 06:00 p. m.
Cuando una pieza ingresa en una institución, se transforma, pierde su condición de mercancía y gana un lugar en el legado colectivo.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada
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Cuando algo desaparece de un museo queda un silencio, pero este no solo se relaciona a la vitrina vacía. Es una grieta que atraviesa la memoria, una interrupción en la línea invisible que conecta el pasado con el presente.

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El robo en el Louvre (se llevaron ocho joyas de la corona francesa en apenas siete minutos) dejó al mundo con una suerte de desconcierto hacia las bóvedas del arte y la historia. Y es que más allá de los protocolos de seguridad, las preguntas no solo se dirigen hacia quiénes fueron los ladrones, cómo pudo ocurrir esto en el museo más visitado del mundo, sino, realmente, qué es lo que se pierde. Y la respuesta podría tener que ver con una forma de permanencia: la ilusión de que el tiempo puede conservarse entre muros.

Los museos como guardianes

Cada objeto dentro de un museo deja de ser lo que fue para convertirse en un testigo, una voz. Cuando una pieza ingresa en una institución, se transforma, pierde su condición de mercancía y gana un lugar en el legado colectivo. Camilo Castaño, artista y curador del Museo de Antioquia, explica que “en el momento en que una obra entra a un museo, se capitaliza su valor simbólico y afectivo. Se le añaden capas de sentido con las voces de la gente, con la mediación, con la manera en que se exhibe”.

Esa transformación convierte al museo en algo más que un contenedor de belleza, volviéndolo un espacio donde el tiempo se administra con cuidado y donde los recuerdos de una comunidad pueden tocarse. Por eso, cuando un objeto desaparece, el vacío que deja no es solo físico, sino que se rompe una cadena de significado. Castaño afirma que “la capacidad que tiene ese objeto de inspirar se pierde, y con ella se diluye parte de su poder para convocar a las personas y a las comunidades”.

Christian Padilla, curador de arte, explica que cada desaparición también reactiva la historia del objeto, pues “las piezas siempre parecen estarse actualizando de acuerdo con las circunstancias por las que pasan”. Un ejemplo claro fue la Mona Lisa, que antes de su robo en 1911 era solo una pintura más de Da Vinci; después del robo, se convirtió en la obra más famosa del mundo, pues la ausencia la hizo visible.

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Padilla señala que, sin embargo, esa visibilidad no reemplaza el significado profundo del objeto; más bien lo transforma. Explica que el valor económico puede cuantificarse, mientras que el simbólico, no. Lo que para alguien es invaluable, para otro puede pasar desapercibido.

En el vacío que deja un objeto robado, el público se enfrenta a una pregunta esencial: ¿qué se pierde exactamente? ¿El oro, la historia, la emoción que despertaba? Quizás, como dice Castaño, lo que se pierde no es el objeto en sí, sino la posibilidad de que siga generando sentido.

Custodiar la memoria

Elvira Pinzón, directora de la Casa Museo Quinta de Bolívar, explica que la seguridad en un museo no es un acto de blindaje, sino de preservación del recuerdo, y que custodiar una pintura o una reliquia no significa solo proteger su valor material, sino preservar un fragmento de la historia que aún respira entre sus muros.

En el caso de la Quinta de Bolívar, la memoria está ligada a la independencia y al mito fundacional del país. Pinzón afirma que cada pieza tiene un valor simbólico, porque conecta con la historia de Bolívar y con los ideales de independencia. “No es solo una colección: es una memoria viva”.

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Aunque algunos objetos requieren vigilancia estricta por su valor económico, Pinzón insiste en que la prioridad no es el dinero: “El valor económico es importante, pero lo que realmente cuidamos es lo simbólico. Perder una pieza así sería perder una parte de la historia del país”. Con ello se reafirma que los museos resguardan más que cosas; resguardan significados, y que cada pieza es una coordenada emocional que ayuda a construir identidad.

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La ausencia y la permanencia

El robo del Louvre, como otros, recuerda que el patrimonio no es un asunto de posesión, sino de vínculo, y que las obras y los objetos que habitan los museos no pertenecen a nadie y, al mismo tiempo, pertenecen a todos.

En un mundo saturado de imágenes digitales, donde lo tangible parece desvanecerse, los museos resisten como lugares donde la presencia todavía importa, donde la mirada, la distancia y el silencio siguen siendo parte del encuentro.

Tal vez el verdadero valor de los objetos custodiados en los museos no resida en su rareza ni en su precio, sino en su capacidad de recordar que el tiempo puede tener forma, peso y brillo. Una joya, un lienzo o una espada son fragmentos de la humanidad que resisten a la desaparición.

Las piezas del Louvre, así como las reliquias de la Quinta de Bolívar, siguen siendo símbolos de lo que no puede comprarse ni reponerse: la memoria. Porque cuando una vitrina queda vacía, no solo falta un objeto, falta una voz y un eco que el museo guardaba sin saberlo. En ese silencio queda suspendida la pregunta que ninguna aseguradora puede responder: ¿qué se pierde realmente cuando algo desaparece?

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Quizás lo que se desvanece no es la pieza, sino la posibilidad de reflejarse en ella. Lo que se apaga no es su brillo, sino el hilo que la une a su historia. Y cada vitrina vacía habla de todo lo que aún puede recordarse.

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Por Mariana Álvarez Barrero

Periodista de la Universidad del Rosario. Apasionada por la agenda global, la literatura y la economía. Además, presentadora de Moneygamia, formato audiovisual de finanzas fáciles de El Espectador.malvarez@elespectador.com
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