Sobre los asesinatos que aún padezco

A mi tío lo mataron la madrugada del 20 de noviembre de 1992. El día anterior estaba sentado en frente del edificio en el que vivía en Medellín.

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Laura Camila Arévalo Domínguez - Twitter: @lauracamilaad
19 de diciembre de 2018 - 11:06 p. m.
Uno de los asesinatos que se mencionan ocurrió en el atentado al club El Nogal, el 7 de febrero de 2003. / Archivo
Uno de los asesinatos que se mencionan ocurrió en el atentado al club El Nogal, el 7 de febrero de 2003. / Archivo
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

Ese día jugaban Nacional y Junior, y él esperaba a los vecinos con los que iría a ver el partido. De un carro se bajaron dos hombres y una mujer, le preguntaron por una dirección, él les dio las indicaciones, le respondieron que no entendían y preguntaron si podía llevarlos. Él aceptó. Se montó en el carro y no volvieron a saber de él. Al otro día, después de muchas horas de búsqueda, un conocido le aconsejó a una de mis tías buscarlo entre la lista de los “muñecos” que llegaban al anfiteatro de la Universidad de Antioquia. Fue y le informaron que ahí no había nadie con las características de Antonio (así se llamaba).

Le sugerimos: Condenan a la Nación por atentado al club El Nogal

Lista para irse, se fijó en unas botas de cuero y las reconoció. Cuando se confirmó que era él, la Fiscalía le dijo que cuando lo encontraron el cuerpo seguía caliente. Mi familia me contó esa historia cuando tenía ocho años. Me quedé en silencio mirando hacia una ventana en la que se veían las ramas de un árbol a punto de caerse. Estaba aterrada. No entendía por qué lo habían matado y me ardía el estómago de imaginarme a mi mamá velando a su hermano asesinado con tres balazos. El cumpleaños de mi madre es el 20 de noviembre, y el murió ese día a las 12 de la noche. Una amiga de la familia la llamó y después de muchos rodeos le contó que “Toño”, como le decían, estaba muerto. Se desmayó y después, en la sala de velación, comenzó a buscar culpables. Gritó. Se enfureció. Le ardían la cabeza, las yemas de los dedos y las puntas de los pies. Quería vengarse.

De las cosas que concluí después de escuchar la historia, y que aún pienso a pesar del tiempo, es que las salas de velación son atroces, crueles y absurdas. Que siento una mini gastritis cuando veo que alguien se quiebra de dolor frente a un cuerpo ausente. Que no he podido encontrarle sentido a elegir ser torturado así. También comencé a entender el pánico que me ha acompañado toda la vida y que se activa cuando me hablan de la muerte. Del hoyo negro en el que siento que caigo cada vez que alguno de mis amores no aparece, está enfermo o siente dolor. De la angustia con la que iba a tener que cruzarme muchas veces a partir de ese día.

A mi tío, Antonio Domínguez, no lo conocí, pero padecí su muerte. Comencé a entender la guerra con su ausencia y me inició en mi presente. El de mi obsesión por los que mueren y los que matan. Por los vulnerables, los cobardes, los canallas y los forzados.  

Años después, la bomba de El Nogal estalló. Mis papás, mi hermano menor y yo, estábamos en un Arturo Calle en el centro de Bogotá cuando mi mamá recibió un mensaje en su beeper. Miró a mi papá y apretando los dientes para no perder el control, pidió el teléfono del almacén prestado. Yo solo la escuchaba decir: “¿Qué?, Nooo, pero ¿cómo así?, No puede ser, ¿Están seguros?, No, es que no puede ser”, y sí, si era. Su primo, Mauricio Domínguez, fue una de las 36 víctimas del atentado. Ese día me concentré en la mirada de desconcierto de mis papás, que nos explicaron como pudieron que en Colombia los desacuerdos cobraban vidas como la de Mauricio, y que debíamos comenzar a entender por qué crecíamos en medio de los bombazos, las balas y la sangre. Ese día supe de las Farc, el Eln, los paramilitares, los soldados, el presidente, los partidos, los secuestrados y más muertos.

“Los jóvenes no tienen idea del conflicto colombiano. Lo qué pasó en los 90 y las masacres del cambio de siglo son hechos ajenos a ellos porque eran unos niños. No saben”, dicen algunos. Qué absurdo, si además de ir al colegio o ver caricaturas por televisión, escuchábamos radio y veíamos las noticias que ponían nuestros padres. Las que mostraban las llamas, trasmitían las pruebas de supervivencia de los secuestrados y las fotos de los desaparecidos.

Le puede interesar: “Había que proteger a los civiles que frecuentaban el club El Nogal”: Stella Conto

Hubo una única vez en la que la muerte se me pasó por el frente. En la navidad de 2005, mi familia y yo estábamos comiendo churros y chocolate en una panadería de Medellín. Sonaba Pastor López y nuestro plan era ir a ver el alumbrado del río. No sabía diferenciar el sonido de la pólvora o el de un disparo, ¿y quién a mi edad sí?, tal vez los niños en los que pensaba los 24 de diciembre mientras yo recibía regalos y mi familia oraba por ellos, por los que habían reclutado, secuestrado o estaban muertos. Como no entendía cuándo eran juegos pirotécnicos y cuándo estaban disparando, me asusté por el estruendo. Todos miraron al cielo, menos yo. Yo miré al frente y vi a un hombre delgado, alto, con una camisa blanca y una gorra azul, apuntándole a un cuerpo tendido en el suelo. Disparó una segunda vez y vi los destellos del tiro. La gente comenzó a gritar y yo continué inmóvil, atenta a la calle por la que saldría corriendo o a la moto que lo recogería. Tiró del gatillo por tercera vez, de nuevo salieron chispas del arma y, seguro de que había cumplido con lo que alguien más le debió encomendar, salió caminando hacia el lado derecho de la calle. No se veía nervioso, no corrió y nadie lo recogió. Mi mamá se me zafó de las manos y salió corriendo a auxiliar la mujer a quien habían disparado, lo siguiente que se escuchó fue el grito de mí abuela: “¡Liliana Domínguez te devuelves ya!”, y luego nos explicó que no la dejó acercarse porque en Medellín los sicarios tenían la costumbre de quedarse atentos al desangre de su muerto, y que, si alguien se atrevía a socorrerlo, corría la misma suerte. Las tres muertes quedaron impunes. Desde que supe de cada una me obsesioné y las lloré.

La inclemencia de la muerte me aturde. Sobre todo, porque aún sigue apareciéndose en estas tierras con crueldad. Le agradezco por la sensibilidad y la empatía que despertó en mí. Gracias a ella las penas de los que pierden, sobre todo de ese modo y entre este conflicto, no son ajenas, pero no la he entendido, escuchado, ni enfrentado; y a pesar de sentir que no la soportaría, vivo imaginando qué le diré cuando decida buscarme.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez - Twitter: @lauracamilaad

Conoce más

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.