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                                                                                                                              Tacueyó, en silencio

                                                                                                                              El periodista y poeta Julio Daniel Chaparro fue asesinado junto con el fotorreportero Jorge Torres, el 24 de abril de 1991 en Segovia (Antioquia) cuando realizaba, para El Espectador, una serie de crónicas llamada “Lo que la violencia se llevó”

                                                                                                                              Julio Daniel Chaparro

                                                                                                                              Julio Daniel Chaparro (1962 - 1991) / Constantino Castelblanco

                                                                                                                              El rostro del señor Abel Jascué es delgado, casi religioso: es fácil ver el movimiento de sus huesos. Y el color oscuro de sus ojos vive apagado, aunque en momentos relumbra. Por ejemplo, relumbró, y mucho, la tarde del 20 de octubre de 1985, cuando don Abel avistó con estupor una columna de hombres que iba hacia la muerte. No es sino que se convoque el recuerdo para que aparezca una mueca de hastío: “Supe después que ellos caminaban para morir. Porque todos ellos fueron asesinados. Creo que en esa columna avanzaban por lo menos cuarenta tipos, todos guerrilleros. Como a la semana encontramos sus cadáveres. Yo no lo quería creer”. Él no lo quería creer, es cierto. Pero lo creyó. Aquel día el señor Jascué estaba sentado en el piso, bajo el alerón de su casa que queda en Chimicueto, allá, bien arriba. Don Abel se entretenía mirando el humo que salía de la cocina. Cuando se incorporó, parpadeó ante el sol fantasmal del ocaso: “Era una fila de prisioneros. Los tipos iban amarrados de las manos, con la cuerda al cuello y los ojos vendados. Lo curioso es que solo tres o cuatro iban libres, tirándolos y amenazándolos. El resto, amarrados. Ahí supe que los iban a matar. Unos días después encontramos una fosa con 33 cadáveres. Había de todo: niños, mujeres embarazadas, hombres jóvenes. Todos habían sido torturados. Yo creo que muchos de ellos murieron a garrotazos”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Tacueyó es una escalera de casas de tierra pisada y techumbres de cinc, empotrados en la montaña que baja al valle del río Cauca. En ella, las semanas son una extenuante rutina que solo se alegra cuando el sol deambula entre los campos. Pero existen los domingos; como salidos de una madriguera, hasta el pequeño poblado bajan los campesinos cargando los productos que brotan de los páramos. Son hombres achaparrados, de tez oscura y ojos profundos, en los cuales se advierte con facilidad la unión de los paisas colonizadores del norte caucano y los indígenas paeces que tuvieron que bajar la cabeza. Abel Jascué es uno de ellos: silencioso como los demás, ha aprendido a asumir la adversidad y el horror porque, para ellos, adversidad y horror son naturales. Ahora mismo el día anuncia lluvia. Don Abel se resguarda en el umbral de una tienda, y señala un picacho. “Mire, -dice- allá están las tres cruces. Por allí encontramos varias fosas repletas de cuerpos destrozados y desnudos. Son lo único que recuerda la matanza hecha por Javier Delgado, el jefe del Ricardo Franco, ¿se acuerda?” Sí: se recuerda la delirante historia de terror escrita por José Fedor Reyes, alias Javier Delgado, quien, en nombre de la revolución, dirigió el asesinato de 164 militantes del insurgente Ricardo Franco, el grupo que comandaba y del cual, junto con Hernando Pizarro y Miguel Ángel, es uno de los pocos sobrevivientes.

                                                                                                                              Aunque esta ha sido la más violenta escena que han presenciado los habitantes de Tacueyó, ellos lograron que fuera superada desde el primer día: “No nos preocupamos mucho, porque a nosotros no nos tocó”. Es eso lo que informa el señor Jascué mientras contempla la llovizna. La indiferencia podría parecer cruel, pero nace de la costumbre. Al fin y al cabo, ante el crimen y el horror estos hombres han opuesto el silencio. Un silencio medroso que, por cierto, es actitud de defensa, pues recurren a él como única opción para sobrevivir. Ese mimetismo es el producto que la malicia ha impuesto para narrar historias como esta. En Tacueyó no es una costumbre novedosa. Así lo han hecho desde el 85. Así lo habían hecho antes, en los años cincuenta, cuando en Tacueyó se asentó el único grupo de la guerrilla liberal caucana que, a la postre, también se integró a las entonces nacientes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Así lo hicieron en los setenta, época en que el enseñoreo corrió por cuenta del M-19, el Quintín Lame y el VI frente de las Farc. Y así lo hacen ahora, pues las muertes no se han ausentado, sino que se han hecho tan frecuentes que lo raro es que no acontezcan.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Le puede interesar leer: Un viaje por Suecia a través de la literatura

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                                                                                                                              Una cosa es cierta: ni Abel Jascué ni los pobladores de Tacueyó que tuvieron el infortunio de acercarse al horror en esos alucinantes días del 85 y principios del 86 han logrado el beneficio del olvido. Lo que ellos levantan como mampara es el silencio, incluso en las huertas, el mismo silencio que va a morir en la corriente del río, abajo en la ladera. Pero el recuerdo permanece, duele en los huesos de estos hombres. Bueno: y rechazan las preguntas. Y se lamentan: triste eso de que el pueblo sea famoso porque en él hubo un genocidio. Y no quieren hablar ni del pasado, ni del presente, ni del ahora: se limitan a habitar el aquí, a poblarlo con las precariedades y los miedos. Pues, como no olvidan, como saben de la acechanza permanente que ejercen los nuevos agentes de la violencia (Ejército, Farc, Eln y, para variar, paramilitares), el miedo les aguza los sentidos y por eso asienten o menean la cabeza negando. Y claro, callan. Sí: Jascué y todos sus hermanos no saben que silencio y tristeza y miedo son una misma cosa. Así las acontecen. Es esa su herencia más astrosa. De esta manera actúan porque saben que solo así podrán sobrevivir. Y lo cruel del asunto es que tienen razón.

                                                                                                                              Julio Daniel Chaparro (1962 - 1991) / Constantino Castelblanco

                                                                                                                              El rostro del señor Abel Jascué es delgado, casi religioso: es fácil ver el movimiento de sus huesos. Y el color oscuro de sus ojos vive apagado, aunque en momentos relumbra. Por ejemplo, relumbró, y mucho, la tarde del 20 de octubre de 1985, cuando don Abel avistó con estupor una columna de hombres que iba hacia la muerte. No es sino que se convoque el recuerdo para que aparezca una mueca de hastío: “Supe después que ellos caminaban para morir. Porque todos ellos fueron asesinados. Creo que en esa columna avanzaban por lo menos cuarenta tipos, todos guerrilleros. Como a la semana encontramos sus cadáveres. Yo no lo quería creer”. Él no lo quería creer, es cierto. Pero lo creyó. Aquel día el señor Jascué estaba sentado en el piso, bajo el alerón de su casa que queda en Chimicueto, allá, bien arriba. Don Abel se entretenía mirando el humo que salía de la cocina. Cuando se incorporó, parpadeó ante el sol fantasmal del ocaso: “Era una fila de prisioneros. Los tipos iban amarrados de las manos, con la cuerda al cuello y los ojos vendados. Lo curioso es que solo tres o cuatro iban libres, tirándolos y amenazándolos. El resto, amarrados. Ahí supe que los iban a matar. Unos días después encontramos una fosa con 33 cadáveres. Había de todo: niños, mujeres embarazadas, hombres jóvenes. Todos habían sido torturados. Yo creo que muchos de ellos murieron a garrotazos”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Tacueyó es una escalera de casas de tierra pisada y techumbres de cinc, empotrados en la montaña que baja al valle del río Cauca. En ella, las semanas son una extenuante rutina que solo se alegra cuando el sol deambula entre los campos. Pero existen los domingos; como salidos de una madriguera, hasta el pequeño poblado bajan los campesinos cargando los productos que brotan de los páramos. Son hombres achaparrados, de tez oscura y ojos profundos, en los cuales se advierte con facilidad la unión de los paisas colonizadores del norte caucano y los indígenas paeces que tuvieron que bajar la cabeza. Abel Jascué es uno de ellos: silencioso como los demás, ha aprendido a asumir la adversidad y el horror porque, para ellos, adversidad y horror son naturales. Ahora mismo el día anuncia lluvia. Don Abel se resguarda en el umbral de una tienda, y señala un picacho. “Mire, -dice- allá están las tres cruces. Por allí encontramos varias fosas repletas de cuerpos destrozados y desnudos. Son lo único que recuerda la matanza hecha por Javier Delgado, el jefe del Ricardo Franco, ¿se acuerda?” Sí: se recuerda la delirante historia de terror escrita por José Fedor Reyes, alias Javier Delgado, quien, en nombre de la revolución, dirigió el asesinato de 164 militantes del insurgente Ricardo Franco, el grupo que comandaba y del cual, junto con Hernando Pizarro y Miguel Ángel, es uno de los pocos sobrevivientes.

                                                                                                                              Aunque esta ha sido la más violenta escena que han presenciado los habitantes de Tacueyó, ellos lograron que fuera superada desde el primer día: “No nos preocupamos mucho, porque a nosotros no nos tocó”. Es eso lo que informa el señor Jascué mientras contempla la llovizna. La indiferencia podría parecer cruel, pero nace de la costumbre. Al fin y al cabo, ante el crimen y el horror estos hombres han opuesto el silencio. Un silencio medroso que, por cierto, es actitud de defensa, pues recurren a él como única opción para sobrevivir. Ese mimetismo es el producto que la malicia ha impuesto para narrar historias como esta. En Tacueyó no es una costumbre novedosa. Así lo han hecho desde el 85. Así lo habían hecho antes, en los años cincuenta, cuando en Tacueyó se asentó el único grupo de la guerrilla liberal caucana que, a la postre, también se integró a las entonces nacientes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Así lo hicieron en los setenta, época en que el enseñoreo corrió por cuenta del M-19, el Quintín Lame y el VI frente de las Farc. Y así lo hacen ahora, pues las muertes no se han ausentado, sino que se han hecho tan frecuentes que lo raro es que no acontezcan.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Una cosa es cierta: ni Abel Jascué ni los pobladores de Tacueyó que tuvieron el infortunio de acercarse al horror en esos alucinantes días del 85 y principios del 86 han logrado el beneficio del olvido. Lo que ellos levantan como mampara es el silencio, incluso en las huertas, el mismo silencio que va a morir en la corriente del río, abajo en la ladera. Pero el recuerdo permanece, duele en los huesos de estos hombres. Bueno: y rechazan las preguntas. Y se lamentan: triste eso de que el pueblo sea famoso porque en él hubo un genocidio. Y no quieren hablar ni del pasado, ni del presente, ni del ahora: se limitan a habitar el aquí, a poblarlo con las precariedades y los miedos. Pues, como no olvidan, como saben de la acechanza permanente que ejercen los nuevos agentes de la violencia (Ejército, Farc, Eln y, para variar, paramilitares), el miedo les aguza los sentidos y por eso asienten o menean la cabeza negando. Y claro, callan. Sí: Jascué y todos sus hermanos no saben que silencio y tristeza y miedo son una misma cosa. Así las acontecen. Es esa su herencia más astrosa. De esta manera actúan porque saben que solo así podrán sobrevivir. Y lo cruel del asunto es que tienen razón.

                                                                                                                              Por Julio Daniel Chaparro

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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