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Tamara Tenembaum: “La literatura tiene la gracia de ir en un tiempo distinto del resto del mundo”

Entrevista con la escritora argentina, a propósito de la publicación de su libro “Un millón de cuartos propios”, un ensayo que explora el presente, pero que parte de la lectura y análisis de “Un cuarto propio”, uno de los textos más icónicos de Virginia Woolf.

Andrés Osorio Guillott

30 de septiembre de 2025 - 02:00 p. m.
Tamara Tenembaum, licenciada en filosofía, ha publicado otros libros como “Todas nuestras maldiciones” o “La última actriz”.
Foto: Cortesía Planeta
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Hablemos de su relación con Virginia Woolf, con su obra y con la idea de hacer este libro.

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Bueno, a mí Virginia Woolf me gusta mucho. No diría necesariamente que es de mis autoras favoritas, aunque tal vez sí. Pero no la he leído entera. Si bien he leído mucho de ella y sobre ella, no la he leído completa. Un cuarto propio es un ensayo que leí cuando era muy joven y que me gustó siempre mucho. Creo que es lo más fácil que tiene Virginia: una buena entrada, como para una joven y también a cualquier edad. Es una autora con novelas más duras, más difíciles, y en cambio este es un libro corto y amable. Cuando me pidieron traducirlo dije: “¡Qué bueno!”, porque además creo que es un libro que hoy no tiene traducciones tan amables. Entonces lo acepté. Y cuando empecé a traducirlo y a tomar notas, me di cuenta de que era un libro que había cobrado mucha más actualidad en el último tiempo. Sus temas —el resentimiento cruzado entre hombres y mujeres, la cuestión del dinero, del trabajo— incluso cuando lo leí hace 20 años no me parecían tan llamativos o tan actuales, hoy parecen serlo. Por eso me interesó hacer un libro que fuera al mismo tiempo un homenaje y una reversión. Que no se dedicara solamente a analizarlo, sino también a hacer lo mismo que hace ese texto: tratar de pensar su época.

Me llamó la atención una de sus afirmaciones: Hay personas que suelen decir que la escritura es terapéutica, usted asegura que no es así. ¿Por qué?

Yo creo que, por supuesto, puede haber una escritura terapéutica, pero no tiene nada que ver con la escritura como algo que uno hace no solo para sí mismo, sino también para otras personas, pensando en poner una obra en el mundo. Es como con la danza: yo puedo ir a una clase porque me hace bien al cuerpo, pero eso no tiene nada que ver con lo que hace una bailarina. No es cuestión de nivel, sino de disposición. En la escritura, se trata de ponerse al servicio del texto. Que el texto no sea lo que yo necesito decir, sino algo que pienso que debe ser dicho. En ese sentido digo que no es lo mismo la escritura terapéutica —sacarse algo del pecho— que escribir un libro porque uno piensa que eso, más allá de las emociones personales, merece la pena ser dicho.

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En el primer capítulo, sobre la autoría en primera persona, habla del flujo de conciencia, dice que esa forma de pensar y escribir dio origen a una escuela de ensayo personal feminista. ¿Cuál es su importancia?

En análisis literario, cuando se habla de flujo de conciencia se mencionan autores como Virginia o Proust, que van hilvanando pensamientos, tanto en la no ficción como en la ficción. Es un recurso que se volvió tan omnipresente que ya ni siquiera lo notamos. Esa idea de que alguien va pensando mientras camina, recuerda algo que vio, comenta algo que le dijeron... está en todas partes. Me interesaba volver a Virginia como origen de ese recurso y pensar qué significa usarlo bien o mal. Creo que ella lo usa muy bien, sin darles una importancia exagerada a sus reflexiones o experiencias, poniéndose al servicio de las ideas. En cambio, cuando se usa mal, se vuelve más bien terapéutico o confesional: la persona cree que algo es importante solo porque lo pensó ella. Y la literatura no debería quedarse en eso.

En el capítulo del dinero dice que el tabú del dinero es el tabú de la desigualdad y, de manera más específica, del lugar que ocupa uno en ella. ¿Cómo es esa relación?

Creo que depende de cada sociedad. En Argentina, por ejemplo, noto una hipocresía particular: los que son dueños del país muchas veces fingen que no lo son. Hay gente que dice que tiene más dinero del que tiene y otros que dicen que tienen menos. En cambio, en Colombia —y en otros países latinoamericanos— veo que hay una élite que no esconde serlo. Una élite que dice sin problema: “somos los dueños de este país”. Es algo muy cultural. Me parece que ahí hay una diferencia: en Colombia está más aceptada, para bien o para mal, la relación de clase.

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Habla también de que es inevitable la presencia de la comida en Un cuarto propio. Dice que en ella se cruzan el placer de los sentidos, el del intercambio racional y el de la autonomía. ¿Por qué es importante ese elemento?

Hay un pasaje largo sobre eso, y por eso le dediqué un capítulo en mi libro. La comida es una de las grandes relaciones con lo material. Decimos que alguien es pobre si no puede comer, aunque haya muchas otras carencias. Comer es una metáfora de tener o no tener dinero. Además, hoy se volvió un evento cultural con un glamour enorme. Y está también la relación con el género: quién cocina. En Lima, por ejemplo, me decían: “los cocineros celebrities son todos hombres, aunque las mujeres estén en las cocinas”. Recién ahora empiezan a aparecer figuras femeninas en la gastronomía mediática. Creo que la cocina es un espacio interesante para pensar lo privado y lo público, lo doméstico y lo social. Y no me sorprende que Virginia lo tocara, aunque desde su lugar: una mujer que no cocinaba —porque en su clase social no lo hacían— y que tampoco se preguntaba quién lo hacía por ella.

El capítulo del trabajo también me pareció muy importante. Usted menciona que el trabajo aparece como aquello de lo que hay que redimirse para poder dedicarse a una vida con sentido. Pero ¿qué pasa cuando uno cree que el trabajo mismo da sentido, como puede ocurrir, entre otros oficios, en el periodismo?

Yo creo que justamente el trabajo puede dar sentido y tiene que hacerlo, incluso el trabajo no calificado. Cumplir un servicio bien hecho puede dar satisfacción. Lo que pasa es que hoy ese sentido está en crisis. Las condiciones laborales, la automatización y el desprecio por el trabajo tienen que ver con cambios económicos que hacen que ya no se gane dinero trabajando. Hoy nadie se enriquece por trabajar, sino heredando o invirtiendo. Incluso los médicos, que cobran relativamente bien, solo logran hacerse ricos si invierten, no por su trabajo en sí. Eso genera una crisis del sentido del trabajo, y creo que ahí hay algo que pensar.

En el capítulo sobre el resentimiento dice que es la más literaria de las emociones. ¿Por qué?

Porque el resentimiento exige un relato. Uno puede enojarse si llueve el día del cumpleaños, pero no hay a quién culpar. Para que haya resentimiento tiene que haber un culpable y un relato causal: alguien causó tu miseria. Es una emoción que construye relatos, muchas veces ficticios: “no hay trabajo por culpa de los inmigrantes”, “no se puede decir nada por culpa de las mujeres”. Se trata de ordenar el caos inventando causas y enemigos claros. En ese sentido, es muy literaria.

Quisiera preguntarle por su relación con la nostalgia. Dice que existe una nostalgia ancestral que a veces es íntima, a veces es social y a veces mezcla ambas cosas.

La nostalgia es un goce neurótico, reconfortante y angustiante a la vez, porque el pasado es lo que no puede volver. El futuro angustia de otra manera: tenemos responsabilidad sobre él. En cambio, con el pasado solo podemos regodearnos en lo que ya fue o en lo que no vivimos. Es parecido al resentimiento: se imagina un culpable. “Si hubiera nacido 20 años antes, qué distinta sería mi vida”. Muchas veces es cierto: hay momentos más propicios que otros. No hay nada malo en reconocer que algunas cosas del pasado estaban bien. Lo interesante es cuando lo personal se cruza con lo social: la nostalgia se vuelve fuerza cultural justamente cuando anuda esas dos dimensiones.

Hablemos también de su exploración del tiempo y de lo que llama “vivir cerca del tiempo propio”.

Me refiero a sentirse ganador de una historia, como los revolucionarios en el momento de la revolución. Algo de eso pasó con la primavera feminista, cuando nos sentíamos dueñas de algo. Pero esos sentimientos son efímeros: se pasa de ganador a perdedor en tres minutos. Por eso me interesa reivindicar que no es imprescindible estar del lado de los ganadores para pensar ni para habitar una época.

Para cerrar: dice que los ensayos de Virginia tienen “la brujería de la pausa”, que Un cuarto propio es un texto urgente escrito sin apuro. ¿Qué significa eso?

Lo pensé porque así son muchos textos actuales, sobre todo periodísticos o ensayísticos, pero incluso hay novelas que no tienen esa pausa. Hoy nada se permite 20 páginas de algo que no se entiende para qué está ahí: todo debe ser más ajustado para no perder la atención del lector. Creo que eso no suma ni en términos de estilo ni en términos de experiencia de lectura. La literatura tiene la gracia de ir en un tiempo distinto del resto del mundo, y deberíamos darle más espacio a eso.

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