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Torturar a un muerto (Cuentos de sábado en la tarde)

Todas las mañanas Halima marcaba en su calendario el paso de los días con las cenizas de la colilla de su cigarrillo. Yo a veces la miraba, en silencio, recostada sobre aquella mecedora tapizada en cuero natural que alguna vez perteneció a su abuelo materno, el gran señor Víctor. Fue él quien me la encargó hace ya muchos años sin imaginar, quizá, que solo conmigo quedaría su nieta adorada, esa de la que ya no quedaba un rastro.

Steffy Riquett
11 de febrero de 2023 - 10:00 p. m.
"En ese momento entendí que, si quería morir en paz, debía obedecerla; ganarme su afecto para evitar ser torturado después de muerto".
"En ese momento entendí que, si quería morir en paz, debía obedecerla; ganarme su afecto para evitar ser torturado después de muerto".
Foto: Nick Magwood - Pixabay

Halima y yo habitábamos la casa hace más de treinta años, desde el día en que su abuelo falleció al caer del cuarto piso. El gran señor Víctor resbaló con el alcohol que escupieron las botellas durante toda la madrugada y sus débiles huesos se fragmentaron en mil pedazos luego de un grito seco que interrumpió la tranquilidad de la madrugada.

Aún aparecen astillas de huesos en los pétalos de las flores del patio.

Aún se escucha el desgarrador chillido cuando todo queda en silencio.

Halima me decía que veía preguntas acumuladas durante años dispararle desde el otro lado del jardín, detrás de los olmos. Me señalaba el lugar de procedencia con su largo y escurrido dedo índice, cuyo tamaño doblaba el de los otros nueve.

Su largo dedo índice nunca la acomplejó. Prefería utilizar la estupefacción que generaba aquella deformidad para divertirse asustando personas. Como aquel día que necesitaba una fotografía del padre de Tobías —el niño de siete años que venía todas las tardes a pedir moras— y apareció en medio de la madrugada en su habitación, ordenándole que callara mientras cantaba la canción de la lechuza con el largo dedo pegado a los labios haciendo “Sshhh”.

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En una de nuestras tantas caminatas me confesó que aquella era la causa de la mudez del niño, que murió de un infarto pasados tres meses del incidente.

Me gusta suponer que la causa no está relacionada con aquel recuerdo perturbador. Prefiero imaginar que el haber visto a su padre empalado en el patio fue un motivo suficiente para aislarse en su burbuja de gritos, lágrimas y autolesiones.

—Míralos ahí, inmersos en ese vacío circundante. De verdad creen que yo... —interrumpió la frase. Echó su cuerpo hacia delante para escupir. Luego observó la grama por un par de segundos y volvió a la posición anterior. Un suspiro iracundo reveló su hastío—. Qué horrible está el día, ¿cierto?

—¿Qué usted qué? —pregunté con un fastidio disimulado, pero de inmediato sentí un apretón en el estómago. Me generaba ansiedad pedirle que terminara las ideas.

Halima retiró el cigarrillo que descansaba en el hélix de su oreja. Lo encendió y absorbió tres bocanas violentas sin expulsar el aire. Noté cómo retenía el humo en sus pulmones hasta ahogarse. Quizá no consideraba responderme. O quizá solo organizaba sus ideas para darme una explicación falsa, pero razonable.

—¿De verdad creen que yo... —tosió—... que yo voy a subyugarme a sus quejumbrosas apologías o a responderle alguna de sus preguntas lamentables? —respondió con actitud circunspecta. Y cuando notó que no entendí la respuesta, agregó ladeando la cabeza a manera de negación—: Pobres almas... creían que la inmortalidad era sinónimo de goce y ahí están, deseando una segunda muerte antes que una segunda vida.

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Confundido, pregunté a qué almas se refería, pero no respondió. La mujer siempre hablaba a medias: uno por tener la mitad de su cuerpo inmóvil a causa de un inmensurable ataque de cólera hace varios años, y dos por esa manía suya de divertirse viendo cómo otros intentaban descifrar sus mensajes entre líneas.

Halima disimulaba el color grisáceo de sus ojos con unas gafas tan oscuras como el ébano que le cubrían hasta la mitad de su frente. El gran señor Víctor me explicó que nunca debía quitárselas: “Si tuviesen contacto muy frecuente con la luz, se fundirían hasta convertirse en lágrimas de metal —dijo el viejo preocupado— Y si alguna vez tuviesen contacto con el salobre, ¡se oxidarían hasta no servir más! —repetía, aterrado—. Tienes que cuidarla, Antonio, ¡Tienes que cuidarla muy bien!”.

Mis cuidados con Halima siempre eran los mismos. Ya sabía que debía dejarle varias motas de algodón, untadas de alcohol, un vaso rebosante de Glenmorangie y la grabación tipo radionovela de la película sueca que tanto le gustaba.

Esa noche, antes de darle el rutinario beso de despedida en la frente, noté que de sus oídos salía un fluido viscoso, frío y con un fuerte olor a azufre que impregnó la habitación. Busqué sus manos y encontré, entonces, dos pares de ellas.

Me estremecí.

Tapé mi boca.

Corrí.

Tirado en el jardín, aun con la frente empapada, recordé las palabras del gran señor Víctor cuando me la presentó: “Cuídala, Antonio. Cuídala siempre. Como ella hay dos, pero solo una merece cariño”.

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A la mañana siguiente, limpiando la habitación e ignorando el asunto antaño, encontré los algodones empapados en sangre con los que Halima se limpiaba durante toda la madrugada los granos de su cabeza...

… Como de costumbre.

El vaso de alcohol vacío…,

como de costumbre.

La película con el escudero Jöns cantando la misma canción:

No existe el destino /

Estás ante la nada / Hoy saltas de alegría / llorarás mañana”,

… Como de costumbre.

Enmudecí varias semanas.

Fue ella quien tocó el tema.

Estábamos solos. Su piel opalescente bajo el sol reverberaba en los charcos que había dejado la llovizna temprana. A lo lejos veíamos la casa de estilo barroco con ventanas apiñadas, candelabros que colgaban hace siglos y escabeles heredados generación tras generación durante doscientos años “para cuando las piernas buscaran descanso eterno después de tantos caminos recorridos”, según me explicó el gran señor Víctor al darme el primer recorrido por la mansión.

Ese día, Halima se sentó en un banco de cemento y acomodó su inservible brazo izquierdo con ayuda del derecho sobre los profundos pliegues de su falda. Me habló sobre la sustancia ectoplasmática de aquella noche y me advirtió que era algo rutinario para ella. Que sabía muy bien cómo manejar aquella situación, que desconocía por qué no lo había notado antes y que se apenaba de no poder haberme dado las buenas noches como me lo merezco.

Sonreí con amabilidad, intentando restarle importancia al asunto.

—No debe preocuparse por eso —respondí. No quería continuar alargando la incomodidad que me provocaba el verla cubierta de tanta amabilidad.

Se enderezó. Sus facciones se volvieron rígidas y su mandíbula crujió. Me lanzó una mirada violenta.

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—Mi trabajo consiste en torturar muertos, Antonio —dijo mientras reparaba el sudor que salía de mi frente y el hiperactivo tronar de mis dedos.

—¿Cómo lo hace?

—¡Pues les llevo vida! —exclamó acompañando la frase de una larga carcajada. Su inservible brazo izquierdo se levantó e hizo un círculo en el aire antes de caer de nuevo sobre su falda.

Mi mirada se apartó de su rostro.

Observé los olmos verdes, vivos y silenciosos. El cielo despejado. El sol siguiendo su camino al cenit. Mis zapatos con el barro seco pegado a las suelas. Los charcos evaporados por el calor. Todo estaba seco, excepto mi mejilla. Estuve triste sin saber por qué. Ahora, al parecer, era un cómplice sin salida. O quizá siempre había sido sin entenderlo.

La miré.

Ella me miraba.

Le sonreí.

Ella me seguía mirando.

—Me alegra saber que algo la entretiene, señora Halima —agregué y limpié mi lágrima con brusquedad.

—¡Oh, por favor! —replicó— dime Hali. Ahora que por fin entramos en confianza, después de tantos años... —se interrumpió. Llevó su supuesto brazo inservible hasta su cara y se retiró las gafas del rostro—... creo que ya mereces conocerla.

Entonces los vi, y mi pecho pareció convertirse en una mera bóveda vacía.

No existe el destino, estás ante la nada... —comenzó a cantar. Su voz sonaba diferente. Noté que algo en ella no le correspondía, ni su voz, ni los movimientos tan libres de su cuerpo— ¡Vamos, canta conmigo! Hoy saltas de alegría... —continuó, moviéndose como libélula por todo el jardín. Gritando y girando cada vez más fuerte— ¡Más alto Antonio! Llorarás mañana.

Me fue imposible volver a sentirme solo en la casa desde aquel entonces. Los muertos comenzaron a llorar cerca de mi oído, suplicando por su muerte; rogándome que intercediera por ellos para que Halima les diera descanso eterno. En ese momento entendí que, si quería morir en paz, debía obedecerla; ganarme su afecto para evitar ser torturado después de muerto. No quería penar para siempre en aquel jardín ¿O acaso ya lo estaba haciendo?

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Por Steffy Riquett

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