Traición a la patria (Cuentos de sábado en la tarde)

No pudo dejar de atormentarse con imágenes de sombras moribundas que se arrastraban a lo lejos, sombras que eran hombres y mujeres y a veces hasta niños a quienes él había perseguido y acribillado desde su avión fantasma, y que gritaban de miedo con voces heridas que lo despertaban luego, a las tres o a las cuatro de la mañana, todas las noches y todas las semanas de los últimos diez años.

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Fernando Araújo Vélez
25 de mayo de 2019 - 06:50 p. m.
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Sus pesadillas no eran comprobables, no tenían sellos de notaría, le dijo un “superior” cuando él le pidió por primera vez que lo relevara de sus misiones. “Mis pesadillas no existían para ellos”, se lamentaba él, con sus insignias de capitán recién ascendido algo opacas. Si no había pruebas, no había sufrimiento.

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Como no había pruebas, sus reiterados remordimientos y sus angustias, su pánico de salir a la calle y encontrarse con el hijo de una de sus víctimas, su dolor por imaginar el dolor de una madre que perdió a su hijo, no existían. Como no había pruebas, era mentira que un sábado en la tarde hubiera querido matarse al ver pasar a un viejo compañero de estudios que había perdido una pierna en uno de los cientos de ataques manejados por él desde su avión fantasma. Ese día se miraron y se huyeron. Se recordaron y se odiaron. Ninguno musitó una palabra. Sus miradas decían y gritaban, acusaban y herían y recordaban.

Habían sido vecinos y amigos. Uno creía en la revolución. El otro, en el orden establecido. Uno, en todas las formas de lucha. El otro, en las leyes, en la tradición, en el viejo sistema de cosas que habían determinado los primeros dueños del país. La última vez que se reunieron discutieron sobre la patria y la traición a la patria. Loaiza, el subversivo, como lo llamaban en el barrio, dijo que la patria era una abstracción creada por los poderosos de siempre para hacer trabajar a los demás en su propio provecho, para que los enamorados de esa patria dieran su vida por ellos y sus tierras y sus negocios. El futuro capitán respondió que la patria era sagrada, y juró morir por ella.

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Por la patria, él hizo cursos y fue ascendido una y otra vez. Por la patria, cada curso y cada ascenso significaban tres años más de servicio. Cuando quiso renunciar, un comité legal le informó que le debía a la nación 93 años de trabajo. A la patria, sí. Le aclararon que no podría probar que sus vuelos fantasmas lo afectaban, “pues usted sabe que acá los psicólogos también trabajan para la patria”, y le recordaron que esa patria debía estar por encima de sus pesadillas y sus posibles remordimientos.

Por Fernando Araújo Vélez

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