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Tras los pasos del rayo McQueen (Primer capítulo de “Bajo cero”)

Primer capítulo de “Bajo cero”, un libro de crónicas inspiradas en las experiencias que Jaime Arias, el autor, vivió como inmigrante colombiano en Canadá: un intento por medirle la temperatura a una aventura.

Jaime Arias
08 de septiembre de 2021 - 01:35 p. m.
"La labor del condenado aparato era retirar tallos, piedras, hojas sobrantes y demás, y de paso ir arando, regando la tierra y depositando nuevas semillas, de nuevos brocolitos para martirizar, más adelante, futuros desgraciaditos expatriados dispuestos a lo que sea".
"La labor del condenado aparato era retirar tallos, piedras, hojas sobrantes y demás, y de paso ir arando, regando la tierra y depositando nuevas semillas, de nuevos brocolitos para martirizar, más adelante, futuros desgraciaditos expatriados dispuestos a lo que sea".
Foto: Pixabay

“El trabajar yo se lo dejo solo al buey. Porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”, ‘El Negrito del Batey’.

El bufido de la máquina me recuerda ahora el armatoste diabólico y colorado de Cars, la película. Ese que persigue al Rayo McQueen y su compinche Tow-Mater a través de un campo de trigo o de maíz. Éramos unos veinte jornaleros, en cuatro patas, tratando de recoger todos los brócolis que pudiéramos, a mano limpia, antes de que el maldito aparato nos arrancara los dedos, los brazos o la cabeza, habiéndose tragado, hace rato, mucho rato ya, nuestra dignidad.

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La labor del condenado aparato era retirar tallos, piedras, hojas sobrantes y demás, y de paso ir arando, regando la tierra y depositando nuevas semillas, de nuevos brocolitos para martirizar, más adelante, futuros desgraciaditos expatriados dispuestos a lo que sea.

No había tiempo ni siquiera para enjugarse el sudor de la frente. Eran ocho y hasta diez horas de esfuerzo, resoplidos, maldiciones y, por supuesto, uno que otro herido o desertor. Eran pocos los que soportaban toda la temporada de primavera-verano a semejante ritmo. Yo deserté al día siguiente, cuando no me pude parar de la cama por la punzada al final de la espalda, una suerte de hachazo eléctrico justo en la zona donde ‘la espalda pierde su modesto nombre’. Igual, siendo honestos, si no hubiera sido la espalda, habría sido mis manos desolladas, o la insolación in-crescendo que seguro me golpearía la cabeza, como un botellazo, más temprano que tarde. No, no fui hecho para el trabajo pesado.

No obstante, sí había gente que soportaba ese específico círculo del infierno: los mexicanos. Me pregunto, ¿de dónde diablos sacan tanto coraje los condenados mexicanos? Es como si por dentro llevaran una antiquísima piedra de sacrificios, en la cual la autoinmolación les concediera más y más aguante, más y más tenacidad, más y más auto-regeneración, a pesar del tormento de turno, como Deadpools aztecas.

A semejante exabrupto laboral llegué por culpa de la broma pesada de un colega inmigrante: Pulgarín. Este era un costeño risueño y hablador, siempre de buen humor y amante de hacer diabluras realmente crueles, como decirme: “compadre, te tengo E-L T-R-A-B-A-J-O, yo llevo un mes y es relajado, pagan bien, y en cash, en efectivo, ¡y es al aire libre!”. Y en lo único que tenía razón era en lo del ‘aire libre’ que, al final de cuentas, no era tan libre; ni siquiera el aire de los pulmones del pobre infeliz que tenía que competir con el artefacto aquel.

El cuadro lo acababa de completar un salvadoreño, contratado como capataz, para que presionara, aún más, a los miserables que teníamos que llenar unos sacos de lona que cargábamos en la espalda. Cinco dólares por cada saco lleno de brócoli.

Eras libre de mandar el trabajo a la mierda tan pronto como quisieras, no así de reclamar algo de dinero, pues era un quebeco (un franco-canadiense, de Quebec) quien pagaba la nómina, única y exclusivamente, al final del día, en efectivo, sin declarar al Gobierno, sin pagar impuestos, dinero contante y sonante.

Al día siguiente me encontré al maldito Pulgarín que, con solo verme, se dobló de risa, cogiéndose la prominente barriga, como de mujer con seis meses de embarazo.

-¡Pulgarín eres un hijueputa!

-¡Ajá, no iba a ser el único que comiera mierda con esa gente!- y soltaba otra ráfaga de risotadas indolentes.

De buena gana le hubiera dado un puñetazo en la nariz de breva que le decoraba su cara de roedor bronceado. Pero me abstuve; primero, porque estaba muy fatigado y adolorido todavía y, segundo, porque Pulgarín había sido uno de los mejores, si no el mejor anfitrión para un recién llegado despistado y recién abortado de su país como yo.

¿Que dónde consigo un colchón barato? Pulgarín había trabajado en una fábrica de muebles. ¿Que de dónde saco una nevera o una lavadora? Pulgarín era amigo del dueño de una tienda de electrodomésticos. ¿Que cómo se tramitaba la tarjeta del servicio de salud? Pulgarín me ayudaba a hacerlo en línea, evitándome la fila kilométrica y paquidérmica del Ministerio de Salud Pública. ¿Que quién arrendaba un apartamento? una vecina de Pulgarín tenía, a su vez, una amiga que estaba a punto de terminar el contrato de su apartamento. ¿Qué un buen abrigo para soportar los -30 grados del invierno? Pulgarín conocía una venta de bodega a mitad de precio. Buena parte de la gélida aventura canadiense, al menos en sus comienzos, giró en torno a su burbujeante y servicial persona.

A lo mejor Pulgarín era tan buen anfitrión porque él, mejor que nadie, sabía de las limitaciones propias del recién llegado: “yo no hablaba ni mondá cuando llegue acá –decía refiriéndose a los idiomas oficiales: es decir, cero inglés, cero francés-. Y aquí me ves, vivito y coleando, hay que meterle la ficha con gana y ya está, aquí al menos hay trabajo”.

Y, como todos, había pagado también su cuota de sudor, sangre y soledad para ganarse un lugar en estas tierras. Aseador de establos, caddie de golf, jardinero, repartidor de periódicos, paseador de perros, cuidador de ancianos, profesor de español, salsa, bachata y merengue; mesero, mensajero en bicicleta, repartidor de pizzas… piense en cualquier trabajo de medio-pelo, y Pulgarín lo había desempeñado. Y, justamente, como al Rayo McQueen, habría de llegarle su momento de gloria, como agente de logística de una renombrada compañía de comestibles, cargo que ocupa en la actualidad. Fue esa la cúspide de su sueño norteamericano, al que todos los recién llegados aspiramos, de una u otra manera, claro, si es que se logra, porque muchos se quedan por el camino.

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Y, por supuesto, si el dios del capitalismo exigía víctimas inocentes, para que uno también subiera un poco en la escala laboral, pues yo también haría mi parte y, como no, le recomendé el mentado trabajo de recolector de brócoli a un filósofo y economista colombiano, recién egresado, que acababa de llegar a Montreal: “Facilísimo, pagan al contado, cero estrés, cero sudor…”, le dije.

Nunca lo volví a ver. Mejor así.

Por Jaime Arias

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