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Alguna vez, luego de una conferencia, uno de los asistentes se me acercó y me dijo con toda decencia, pero no sin cierto reparo, que percibía en mí un cierto “sesgo anti-empresa”. No es cierto. No tengo un sesgo. Soy abiertamente contrario a las corporaciones, para usar el término que prefieren los americanos. Si bien han sido un triunfo del esfuerzo colaborativo, creo que hay modelos para organizar la actividad humana con mayor potencial para la realización personal y colectiva.
El historiador americano Howard Zinn ha explicado muy bien el auge de las corporaciones. En los albores de la Guerra Civil Americana del siglo XIX y comienzos de la primera burbuja de prosperidad industrial, los abogados corporativos se dieron cuenta de que necesitaban más poder. Consiguieron reivindicar para las organizaciones lo que la ley había reconocido para las personas naturales. Las empresas ahora eran personas, con los mismos derechos que los individuos de carne y hueso, de donde hablamos de persona jurídica y persona natural, una división que los burócratas creen que es una categoría natural. Desde entonces, competimos en el mercado con gigantes que Noam Chomsky denomina “tiranos sin voz”. Y creemos que son ellos el pináculo de la historia humana.
Pero considérese algunas críticas poco conocidas a las corporaciones, como la del historiador británico Cyril Parkinson. Parkinson explica cómo las organizaciones crecen o decrecen sin ninguna relación aparente con lo que deben hacer. La única constante es que para las personas que laboran en ellas, siempre hay más trabajo. La función de la organización se vuelve cada vez más abstracta: existen para mantener su existencia, al punto que llegará un momento en el que sus empleados pueden consumir todo su tiempo y su esfuerzo simplemente en comunicarse consigo mismos sin generar relaciones con el mundo exterior, como lo advierte el autor italiano Giancarlo Livraghi. Esto es claro en el caso del sistema bancario. Cada vez más, el esfuerzo de los bancos es por ser entidades herméticas. No quieren que los clientes vayan a las sucursales, ni prestar servicios que han exteriorizado a “agentes”. La publicidad de hecho versa sobre una de sus más detestables externalidades: “¡evítate las filas!” La organización, en un absurdo giro autoreferencial, existe para mantenerse a sí misma y para extender sus propios emblemas, haciendo que su acto principal de producción sea lo que Naomi Klein en “No Logo” llama “esparcir significado de marca”. “Yo no puedo imaginar un mundo sin sistema financiero”, se podrá responder. Pero como bien lo dice el filósofo Daniel Dennett, esto es más bien un fallo de la imaginación, más que una “necesidad”. Claro, la organización en el proceso crea enorme riqueza privada. Decía Warren Buffet, quien fuera el segundo hombre más rico del mundo, que es mucho más rentable tener un computador que haga compañías que una compañía que haga computadores.
Esta autoreferencialidad no es exclusiva del sector privado: la desconexión de las organizaciones con el mundo se ha extendido al sector público, y al mismo Estado. No son pocos los que insisten que las funciones del Estado no son la educación ni la salud. ¿Quizá la política? El Estado político es una absurda máquina que existe para mantener viva la política. Los bucles autorefenciales parecen ser un mal de toda organización.
Se me hace irreparablemente abstracto el trabajo en dicho tipo de organizaciones: gestionar el riesgo, administrar fiducias, crear fondos de inversión que no invierten. Y si de lo público hablamos: redactar objetivos sostenibles de desarrollo en los que se trabaja más en su planteamiento que en su desarrollo, planear ordenamiento territorial urbano sin haber pisado la ciudad. Poco a poco todo se va corriendo hacia la vida privada en esa insoportable tendencia que tenemos a concebirnos como nuestra propia marca. Se habla entonces, cuando alguien muere, de “gestión del duelo”, como si el dolor lo pudiéramos conmensurar en una tabla de Excel siempre y cuando le apliquemos los filtros correctos. Los abstractos no somos los filósofos, son los pobres sujetos sometidos a este sinsentido.
Y todo claro, con sus respectivos valores como el liderazgo, el trabajo en equipo, el ser estratégicos y sus altos sacerdotes como “coaches de vida”, “líderes motivacionales”… como si la vida fuera algo en lo que necesitamos el tipo de dirección que tiene un equipo deportivo, porque vamos hacia una meta inevitable y colectiva. En la vida, sin embargo, como lo dice Nietzsche, hay momentos de error, arrepentimiento o el puro deseo de regresarse por donde vinimos.
Todos hemos sentido en un momento u otro cómo esta metafísica empresarial proyecta una sombra sobra nuestras vidas. Si no es por otro motivo, considérese el enorme peso que tiene nuestro superior en el trabajo. El sociólogo canadiense Lawrence Peter acuñó en 1969 una idea conocida sin más como El Principio de Peter. Este afirma que los miembros de una organización que se rija por la meritocracia prosperarán hasta alcanzar el nivel superior de su competencia y luego ascenderán y se estabilizarán en un puesto para el cual son incompetentes. Pareciera un chiste, pero no lo es. ¿Soy bueno en lo que hago? Me ascienden. Cuando encuentro los límites de mi nivel de competencia, en un cargo a menudo directivo, ahí me quedo. No ha de sorprender a nadie entonces que tantos de nuestros superiores sean verdaderos mediocres. Una de las más grandes ironías de la vida laboral, sin embargo, es que la mediocridad, a pesar de que casi todo el mundo la reconoce, es prácticamente indemostrable a diferencia de la pura y simple incompetencia que genera errores.
Puedo desde ya imaginar las críticas a este texto: que hablo de cosas que no conozco, que no he tenido un puesto corporativo en mi vida. Y digo desde ya que tienen razón. Quizá se me escapa toda una dimensión mágica que emerge luego de una vida como empleado corporativo. Pero por lo que oigo de mis amigos, hermanos, allegados y exalumnos, se trata de algo que simplemente toleran con la esperanza de una jubilación temprana, marcados por el deseo de escaparse un día de su cubículo como quien en el colmo del descaro y sin culpa no asiste un día al colegio para arrojarse en el pasto y ver las formas de las nubes.