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“Un simple accidente”: una Palma de Oro por filmar el horror cotidiano (Reseña)

El director iraní Jafar Panahi se llevó a casa este galardón que refuerza la historia del cine que se hace en su tierra. Una filmografía marcada por la situación política y social en la que su pueblo vive por cuenta del régimen de los ayatolás.

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Juan Carlos Lemus Polanía
26 de mayo de 2025 - 12:00 a. m.
Jafar Panahi es uno de los pocos directores que ha conseguido tres de los premios más prestigiosos del cine: un León de oro en Venecia por su película "El círculo", un Oso de oro en Berlín por "Taxi" y ahora una Palma de oro en Cannes por "Un simple accidente".
Jafar Panahi es uno de los pocos directores que ha conseguido tres de los premios más prestigiosos del cine: un León de oro en Venecia por su película "El círculo", un Oso de oro en Berlín por "Taxi" y ahora una Palma de oro en Cannes por "Un simple accidente".
Foto: EFE - CLEMENS BILAN
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En la oscuridad de una carretera vacía, un auto familiar se topa con lo inesperado: un cuerpo peludito que cruza la vía sin avisar. El padre, un hombre con aire de buen ciudadano, se baja, constata el cadáver, se sube al coche. Su hija lo recrimina. La película comienza con un perro atropellado. Así de sencillo. Así de crudo también. Todo parece anunciar una historia sobre la culpa, el remordimiento, los dilemas éticos más clásicos del drama burgués. Pero la originalidad de Jafar Panahi, el director de esta cinta, no le permite hablarnos de perros muertos, sino de una sociedad que lleva años atropellando gente viva.

Panahi, cuyo prontuario lo define como ciudadano del mundo y como disidente con cámara —detenido, censurado, intimidado, premiado y, a veces, liberado—, regresó con una película muy visceral. En apariencia, Un simple accidente se ofrece como una fábula grotesca, una comedia negra con algo de thriller iraní con ecos de Hitchcock y Cassavettes. Pero eso es solo la máscara: debajo late el retrato de una sociedad que se habituó a vivir en estado de excepción permanente. En Teherán la violencia no se enuncia, se respira.

La estructura narrativa, como ya es costumbre en el cine del director iraní, parece seguir los principios del caos: primero no sabemos quién es el protagonista, luego dudamos de lo que vemos y, al final, desconfiamos de todo. El padre ejemplar, que parecía devastado por la muerte del animal, resulta ser un torturador del régimen. Uno de sus antiguos “usuarios”, un mecánico apodado Jughead por su forma de agarrarse el riñón adolorido, lo reconoce y lo secuestra. Su intención es enterrarlo vivo. Pero duda, y ante la duda… Y ahí arrancamos la odisea citadina en busca de testimonios. Los fantasmas desfilan maquillados para parecer normales en el Teherán de hoy.

Los personajes que se van sumando al relato —una fotógrafa de bodas, un librero, una pareja de novios, un exaltado de barrio— comparten un vínculo invisible: todos fueron víctimas del mismo verdugo. Sin embargo, al verlos, no hay trauma visible. Panahi los filma como quien documenta una coreografía banal, con la cámara convertida en un sismógrafo que capta lo que tiembla debajo. Teherán se muestra como una ciudad llena de extras que podrían esconder el mismo dolor, las mismas cicatrices, el mismo silencio.

En esta película no hay estallidos: hay zumbidos perpetuos. No hay discursos: hay gestos cortados. No hay ira catártica: hay ironía seca. En vez de gritar, Panahi se ríe. Pero es una risa amarga, como la de alguien que sabe que la comedia es el último refugio del que ya lo perdió todo. En una de las escenas dos guardias corruptos piden una coima, pero, como nadie tiene plata, pues pagan con datáfono. Soborno contactless. Y sin embargo, el humor aquí no libera: envenena. Como en la escena coral en donde la novia —con su vestido blanco como ironía cruel— participa en el caos con una mezcla de resignación y estupor. El cineasta no cae en el sentimentalismo ni en la pedagogía de la denuncia. Prefiere construir una pesadilla con ventanas abiertas: en cada casa hay una historia no contada, una sesión de tortura olvidada, una rabia en pausa.

Si algo define a Un simple accidente es su negativa a ofrecer certezas. Panahi no entrega culpables fáciles ni víctimas idealizadas. Su cine niega el maniqueísmo. En su lugar propone una especie de teatro de lo absurdo donde todos están atrapados. La víctima que secuestra al torturador termina dudando de su memoria. El propio torturador niega serlo tantas veces que uno empieza a preguntarse si no habrá otra historia detrás. Y ese es el gran triunfo del régimen: la instalación del desconcierto como forma de vida. Panahi rechaza la tentación del populismo cinematográfico. No hay justicieros, ni venganzas satisfactorias, ni desenlaces redentores. Cuando sus personajes tienen la oportunidad de devolver el golpe, el director los empuja hacia la duda, hacia la reflexión. La violencia, en su universo, no se combate con más violencia, porque este no es un director que le guste caer en clichés y salidas prefabricadas. En cambio, propone la risa incómoda, el silencio elocuente, el absurdo cotidiano como herramientas para revelar un sistema donde lo brutal se ha vuelto norma y la humanidad, excepción.

Al final, lo que Un simple accidente muestra no es solo la brutalidad del régimen iraní —que ya conocemos, que ya condenamos bien acomodos en el Lumière—, sino la manera en que esa brutalidad ha sido absorbida por el tejido social. Lo monstruoso ya no se presenta como irrupción, sino como continuidad. Lo terrible no es el hecho, sino su repetición banal. La muerte del perro no es una metáfora: es la excusa para entrar a una casa donde todos fingen que no pasó nada, aunque todos hayan gritado alguna vez desde adentro.

Así, con una cámara que no busca el espectáculo sino la grieta, Panahi firma uno de sus trabajos más punzantes. No por lo que muestra, sino por lo que deja fuera de campo. Lo que da miedo en esta película no es lo que vemos, sino lo que intuimos que podría pasar… o que ya pasó, y nadie se atreve a recordar. Fue esta la historia que hizo que Juliette Binoche le entregara una Palma de Oro que dejara satisfechos a cinéfilos y críticos.

Juan Carlos Lemus Polanía

Por Juan Carlos Lemus Polanía

Fundador, productor, director y editor del pódcast Cine Con Acento.
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Hernando Rebolledo(pt5zl)26 de mayo de 2025 - 08:26 a. m.
Desafortunadamente, estos males que denuncia no son exclusivos de la sociedad iraní... Mirémos también hacia nosotros mismos y a tantos otros países...
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