El Magazín Cultural

Un vagón de música carrilera (El cajón de Santaora)

Ya se cumplió un mes de la muerte de Darío Gómez, el rey del despecho o el papá de un género que la industria musical colombiana hoy etiqueta como “música popular”. Valga la ocasión para hacer un recorrido en tren por las memorias personales, a través de la vida de una nana que me llevó por sus rieles melódicos, antes llamados de una manera más poética y menos pretenciosa: música carrilera. O música de carrilera.

Julia Díaz Santa
29 de agosto de 2022 - 03:08 p. m.
Darío Gómez fue un vagón fundamental sobre la carrilera musical que nos conecta a un pasado sensible de la Colombia rural.
Darío Gómez fue un vagón fundamental sobre la carrilera musical que nos conecta a un pasado sensible de la Colombia rural.
Foto: Julia Díaz Santa

Sarita llegó en un vagón de música carrilera a la casa de mi abuela. Un par de años antes, había tomado un tren en la estación de La Felisa, cerca de La Pintada. Pasó las horas, ensimismada, en el sentido contrario a la marcha del tren. La posición de su silla pareció acentuar todo lo que iba dejando atrás: padres, hermanos, amores, nombres, música, montañas de Riosucio y matas de iraca en las que se podía ver la Pata sola.

Llegó a Cartago y luego de un tiempo tomó un bus hasta Cali, en donde conoció a mi abuela. Digo lo del vagón de música carrilera porque ella trajo consigo los rieles melódicos de su lugar de origen: algunas canciones populares que, en ese entonces, ya se difundían profusamente en las montañas colombianas. Gracias al tocadiscos, a los traganíqueles y a la radio, las plazas de los pueblos habían cambiado drásticamente su paisaje sonoro, por ese entonces. “Yo le echaba un centavo al piano y ponía las canciones que me gustaban”, cuenta Sarita. En ese entonces se le decía piano a las rockolas.

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Eran canciones tristes. Algunas eran de Los Trovadores de Cuyo, quienes desde su natal Argentina expresaban y moldeaban el espíritu adolorido de los campos. Otras, de los corazones tristes de los cantores ecuatorianos, quienes grabaron por primera vez esa música para el gran mercado latinoamericano. Otras eran del Dueto de Antaño, de los colombianos que siguieron la estirpe.

Sarita era una niña cuando la industria fonográfica nacional, a comienzo de los años cincuenta, se afianzaba en el país. Ella vivía en Riosucio y escuchaba canciones que hablaban de soldados que no vuelven a ver su mamá, en ese Llanto Militar de Rómulo Caicedo. O del crujir de esas casas viejas, en la voz de Ramón Carrasquilla y Camilo García. Y en los años sesenta, ya en Cali, fue fanática de la guasca, una versión más urbana, pero con el mismo color y ritmo monótono de la música ferroviaria.

Por eso, las canciones de cuna y las rondas infantiles que ella me cantaba, casi treinta años después de su llegada, eran las de las Hermanitas Calle: “Si no me querés, te corto la cara, con una cuchilla, de esas de afeitar”. Aunque era muy pequeña, yo lograba contrastar ese punto más crudo, luego de las narrativas románticas de los boleros y sones cubanos de mis padres. Mientras atendían sus pacientes de manera incansable, me dejaban en casa bajo el cuidado de la nana. Esa muchacha venida de Riosucio, sobre los rieles de un tren, me susurraba al oído: “El día de la boda te doy puñaladas, te arranco el ombligo y mato a tu mamá”.

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La primera vez que la vi salir emperifollada de la casa fue para un concierto de Darío Gómez. Él se había convertido en su ídolo. Llevaba todo ese sonido desgarrado y esas letras tristes que le encharcaban los ojos. Se fue a verlo al Parque de la Caña y yo me quedé despierta esperando a que llegara para que me contara cómo le había ido.

Hace unos días, cuando leí en las redes que él acababa de morir, pensé en ella y me enfrié toda. No me gusta que se ponga triste, aunque ella se pone triste y alegre muy seguido. Y luego vino la reflexión, cuando empecé a leer que había muerto el Rey del Despecho, que era el papá del hoy llamado género “música popular”.

¿Por qué la industria decide poner este título tan amplio para un género único dentro del espectro? ¿Y los tangos, los sones, los boleros, las cumbias, el vallenato, las baladas, la salsa y el boogaloo, por mencionar unos pocos, no son acaso música popular? Estoy perdida desde que empecé a ver esta manera de promocionar la música carrilera, la guasca o de despecho de una manera tan abarcadora. Y me parece que esto puede ir en detrimento de la diversidad musical. Cosa grave para los oídos de quienes no nos queremos alimentar con un único sonido. Porque si hay algo que pueda mal nutrir a alguien es consumir el mismo alimento sin cesar, día a día.

Y eso es lo que está pasando. Los medios masivos insisten en fomentar estas categorías y estrategias promocionales que parecen aplastar todo lo demás. Creo que, aunque ya no tengamos vías ferroviarias en Colombia, por razones terribles, esa metáfora de las líneas de continuación que unen a los pueblos, es más poética que el pretencioso título de música popular. “Música de despecho o de carrilera, nombres muy bonitos y precisos con respecto a la historia y orígenes del género”, diría en redes sociales el periodista Ángel Perea Escobar, quien expresó su propia diatriba y me hizo recordar la mía.

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A Sarita no le importan esas discusiones sobre los rótulos de la industria y sus arbitrariedades, pero ella sí que promueve la nutrición de la diversidad. De eso hablan sus platos. Hagamos cuentas: hace más de sesenta años, ella es la encargada de alimentar el tupido árbol familiar. Mi abuela le enseñó a hacer guisos de papa, sancochos, sudados, sopas de torrejas, arroces atollados y toda suerte de manjares vallunos que ya se servían en casa. Valga la ocasión para decir que la alumna superó a la maestra, y hoy en día ya somos muchos deseando la suerte de probar sus manjares en la casa de mi madre, con quien vive hace muchos años.

Lo de ella conmigo han sido sopas, manos en la cabeza, trenzas, lágrimas, muchas risas y noticias en la radio. Es mi nana adorada, mi hoy, mañana, ayer. Ha muerto su ídolo, vagón fundamental sobre esa carrilera que la une a sus orígenes. Esos que hablan de cosas muy distintas a las que se cuentan en las canciones de los sucesores contemporáneos del género. Letras que nos llevan por amores, lamentos, soledades, madres desagarradas, hijos que deben partir para nunca más volver, montañas y más montañas, que cruzan el tren como el viento: “Ay, ya se va, sobre los rieles con su vaivén, llevándose mi alegría a tierras lejanas, maldito tren…”.

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Por Julia Díaz Santa

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