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                                                                                                                              Una edición inmortal (Diez años de soledad)

                                                                                                                              Con el título de “Inmortal”, en alusión a Gabriel García Márquez, salió la edición de El Espectador que circuló en la noche del 17 de abril de 2014, y que comenzó a hacerse y se hizo y se terminó de escribir, de diseñar y de editar entre dudas y carreras, en medio del griterío, de las prisas y el frenesí de los periodistas, diseñadores y fotógrafos del Magazín y del periódico.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Editor de Cultura
                                                                                                                              Ilustración alusiva al escritor Gabriel García Márquez, en homenaje por los diez años de su muerte.
                                                                                                                              Foto: Eder Rodríguez

                                                                                                                              Durante una y otra y otra década habían quedado como en el aire los remotos tiempos del telegrafista y Luisa Santiaga Márquez Iguarán, e incluso, el mismo olvido que por años los había cubierto. Sin embargo, con el pasar de los años, aquel pasado se volvió literatura, palabra escrita y palabra dicha, creación, invento, realidad, testimonio y un largo etcétera, desde los recuerdos y los relatos que Gabriel García Márquez dejó sobre ellos, con distintos nombres y en diferentes lugares, pero sobre ellos y con ellos. Entonces, el viejo Gabriel García y doña Luisa Santiaga Márquez retornaron cada tanto, como si fueran parte de una novela.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Hacía varios días que corría el rumor de que agonizaba. En más de una ocasión, algún intrépido vende humo lanzó la bomba de su muerte, pero nadie la confirmaba. García Márquez era una vez más, y en sí mismo, una novela. Era aquel realismo mágico con el que tanto lo habían señalado. Era Macondo, era Aureliano Buendía y todos los Buendía de Cien años de soledad, y era aquella historia que se hizo verdad de tanto repetirse, según la cual un día de enero, en plenos años 60, le mostró el manuscrito a su gran amigo Álvaro Cepeda Samudio y él le dijo unas semanas más tarde que eso era “costumbrismo, puro costumbrismo”, pero pasado un tiempo, un tiempito, como dijo, fue a buscarlo a su casa para revolearle las hojas en la cara.

                                                                                                                              Sin embargo, se lo topó antes de llegar. Cepeda Samudio iba manejando su camioneta de platón, y García Márquez lo llamó. Cuando estuvo seguro de que lo había visto y de que lo iba a oír, le gritó que sí, que Cien años de soledad era costumbrismo, “pero costumbrismo del bueno, como el de Faulkner”. Cuando sus hijos y su esposa, Mercedes Barcha, confirmaron la noticia de su muerte, García Márquez fue él y sus historias. Se hizo inmortal. Así, con el título de “Inmortal”, salió la edición que circuló en la noche de aquel jueves santo de El Espectador, y que comenzó a hacerse y se hizo y se terminó de escribir, de diseñar y de editar entre dudas y carreras, en medio del griterío, de las prisas y el frenesí de los periodistas, diseñadores y fotógrafos del Magazín, y del periódico.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Poco a poco los distintos escritorios comenzaron a llenarse de viejos ejemplares y de fotografías. El primer cuento de García Márquez, “La Tercera resignación” (13 de septiembre de 1947), que se iniciaba con un -Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo -prosiguió- haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte (…). Sus crónicas desde Europa, y sobre Europa. Su texto sobre Hiroshima, y las entregas de Relato de un náufrago, su primera crónica en El Espectador, que fue titulada originalmente en 1955 como “La Odisea del Náufrago Sobreviviente del ‘A.R.C. Caldas’”, así, con mayúsculas en algunas palabras, como se acostumbraba en los periódicos por allá en los años 40 y 50 del siglo XX.

                                                                                                                              El reloj corría. Tic, tac, tic, tac. A cada minuto que pasaba se escuchaba el timbre del ascensor, que llegaba y bajaba y volvía a subir, y luego, más gente, más voces, más cámaras, más preguntas y respuestas. La hora del cierre, de todos los cierres, estaba encima. Los noticieros transmitían en vivo, igual que la radio, y los impresos anunciaban que en unas horas saldrían con sus respectivos especiales. En la web, todo era García Márquez. De buenas a primeras, no había más temas en el mundo. Los Cien años de soledad comenzaron a volverse siglos de soledad, de interrogantes y de supuestas respuestas, pues en algunos momentos no importaban la veracidad o la verdad, importaban las palabras. Decir, escribir, producir.

                                                                                                                              Cualquiera era una buena fuente, siempre y cuando quisiera y pudiera responder. Cualquiera era especialista en García Márquez, siempre y cuando estuviera en El Espectador y se viera que estaba El Espectador. Cualquiera, también, podría decir con el tiempo que estuvo en aquella sala de redacción el día que murió Gabriel García Márquez, y que hizo parte de la separata de 32 páginas que comenzó a multiplicarse por las calles de las principales ciudades de Colombia desde las siete y media de la noche.

                                                                                                                              Ilustración alusiva al escritor Gabriel García Márquez, en homenaje por los diez años de su muerte.
                                                                                                                              Foto: Eder Rodríguez

                                                                                                                              Durante una y otra y otra década habían quedado como en el aire los remotos tiempos del telegrafista y Luisa Santiaga Márquez Iguarán, e incluso, el mismo olvido que por años los había cubierto. Sin embargo, con el pasar de los años, aquel pasado se volvió literatura, palabra escrita y palabra dicha, creación, invento, realidad, testimonio y un largo etcétera, desde los recuerdos y los relatos que Gabriel García Márquez dejó sobre ellos, con distintos nombres y en diferentes lugares, pero sobre ellos y con ellos. Entonces, el viejo Gabriel García y doña Luisa Santiaga Márquez retornaron cada tanto, como si fueran parte de una novela.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Hacía varios días que corría el rumor de que agonizaba. En más de una ocasión, algún intrépido vende humo lanzó la bomba de su muerte, pero nadie la confirmaba. García Márquez era una vez más, y en sí mismo, una novela. Era aquel realismo mágico con el que tanto lo habían señalado. Era Macondo, era Aureliano Buendía y todos los Buendía de Cien años de soledad, y era aquella historia que se hizo verdad de tanto repetirse, según la cual un día de enero, en plenos años 60, le mostró el manuscrito a su gran amigo Álvaro Cepeda Samudio y él le dijo unas semanas más tarde que eso era “costumbrismo, puro costumbrismo”, pero pasado un tiempo, un tiempito, como dijo, fue a buscarlo a su casa para revolearle las hojas en la cara.

                                                                                                                              Sin embargo, se lo topó antes de llegar. Cepeda Samudio iba manejando su camioneta de platón, y García Márquez lo llamó. Cuando estuvo seguro de que lo había visto y de que lo iba a oír, le gritó que sí, que Cien años de soledad era costumbrismo, “pero costumbrismo del bueno, como el de Faulkner”. Cuando sus hijos y su esposa, Mercedes Barcha, confirmaron la noticia de su muerte, García Márquez fue él y sus historias. Se hizo inmortal. Así, con el título de “Inmortal”, salió la edición que circuló en la noche de aquel jueves santo de El Espectador, y que comenzó a hacerse y se hizo y se terminó de escribir, de diseñar y de editar entre dudas y carreras, en medio del griterío, de las prisas y el frenesí de los periodistas, diseñadores y fotógrafos del Magazín, y del periódico.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Poco a poco los distintos escritorios comenzaron a llenarse de viejos ejemplares y de fotografías. El primer cuento de García Márquez, “La Tercera resignación” (13 de septiembre de 1947), que se iniciaba con un -Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo -prosiguió- haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte (…). Sus crónicas desde Europa, y sobre Europa. Su texto sobre Hiroshima, y las entregas de Relato de un náufrago, su primera crónica en El Espectador, que fue titulada originalmente en 1955 como “La Odisea del Náufrago Sobreviviente del ‘A.R.C. Caldas’”, así, con mayúsculas en algunas palabras, como se acostumbraba en los periódicos por allá en los años 40 y 50 del siglo XX.

                                                                                                                              El reloj corría. Tic, tac, tic, tac. A cada minuto que pasaba se escuchaba el timbre del ascensor, que llegaba y bajaba y volvía a subir, y luego, más gente, más voces, más cámaras, más preguntas y respuestas. La hora del cierre, de todos los cierres, estaba encima. Los noticieros transmitían en vivo, igual que la radio, y los impresos anunciaban que en unas horas saldrían con sus respectivos especiales. En la web, todo era García Márquez. De buenas a primeras, no había más temas en el mundo. Los Cien años de soledad comenzaron a volverse siglos de soledad, de interrogantes y de supuestas respuestas, pues en algunos momentos no importaban la veracidad o la verdad, importaban las palabras. Decir, escribir, producir.

                                                                                                                              Cualquiera era una buena fuente, siempre y cuando quisiera y pudiera responder. Cualquiera era especialista en García Márquez, siempre y cuando estuviera en El Espectador y se viera que estaba El Espectador. Cualquiera, también, podría decir con el tiempo que estuvo en aquella sala de redacción el día que murió Gabriel García Márquez, y que hizo parte de la separata de 32 páginas que comenzó a multiplicarse por las calles de las principales ciudades de Colombia desde las siete y media de la noche.

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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