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“Una guerra de 50 años”: un texto de Ana Blandiana de cuando estuvo en Colombia

Presentamos un manuscrito de Ana Blandiana, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2024, de cuando estuvo en Colombia y usó sus letras para narrar el país que se le presentó ante sus ojos.

Ana Blandiana
14 de junio de 2024 - 01:23 a. m.
La escritora rumana Ana Blandiana ha sido galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2024.
La escritora rumana Ana Blandiana ha sido galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2024.
Foto: EFE - Leonardo Muñoz

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Durante algunos días en la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBO 2018), no me pregunté a qué familia pertenecen los colombianos. Si lo hubiera hecho, me habría respondido probablemente que, desde el momento en que la lengua y su nombre provienen de Colón... Sin embargo, estaba demasiado fascinada por la magnitud de los eventos literarios, la lista de entrevistas programadas, las filas para los autógrafos y las lecturas públicas en salas llenas de discusiones apasionadas, como para tener tiempo para otra cosa. La pasión con la que los colombianos se involucraban en este evento cultural –verdadero orgullo del país, famoso en toda América Latina– era fascinante, superaba los límites del entusiasmo cultural común y me hacía buscar explicaciones sociales y políticas. El debate sobre la memoria del comunismo y el Memorial de las víctimas del comunismo en Rumania, propuesto por ellos y aceptado por mí con mucho escepticismo, se desarrolló ante un auditorio con cientos de participantes y decenas de preguntas pertinentes; que tenían una impresionante relación con las guerrillas marxistas colombianas y la guerra contra las drogas.

La edición de la feria del libro en la que participaba se inauguró poco después del cierre de un episodio verdaderamente sensacional de la historia de Colombia. Mediante complicadas y extensas negociaciones, el presidente logró un acuerdo que ponía fin a una guerra de 50 años entre las guerrillas rojas y las fuerzas armadas del país, y que también intentaba impedir el tráfico de drogas organizado por las guerrillas. El acuerdo fue recompensado de manera festiva con el Premio Nobel de la Paz, pero mientras el presidente premiado era elogiado en Oslo, en el país se celebraba un referéndum que negaba el acuerdo. La mayoría silenciosa se resistía a entender qué seguiría después de la llegada al parlamento –por derecho, sin elecciones– de los representantes de los culpables de todos los crímenes de esos 50 años. El entusiasmo cultural de la FILBO era como una descarga nerviosa en espera de las siguientes elecciones que iban a proponer una solución, mientras el narcotráfico, de manera evidente, continuaba.

El último día de la feria fui invitada a un encuentro con el público en la Biblioteca Pública El Tunal “Gabriel García Márquez”, inaugurada hacía poco en los suburbios de Bogotá. El camino duró cerca de dos horas entre viviendas de extramuros, hasta llegar a la sala plena con 700 asientos, llena de habitantes de los barrios pobres. Este fue –más allá de cualquier descubrimiento cultural y político o éxito literario– el hecho más interesante que me sucedió en Colombia.

Los suburbios pobres no tienen nada en común con los tugurios, como los descubrí en Sudáfrica y los conocía de las películas y la Literatura: tristes improvisaciones de cartón asfáltico y simple cartón, cubiertas de plástico y tableros de viejas maderas arrugadas, de tablones reutilizados y pedazos de madera contrachapada. Las viviendas, por el contrario, formaban interminables filas de edificaciones con sótano y un piso, a lo mucho dos, y tenían el aire de haber sido construidas de repente o, por lo menos, obligadas a respetar un plano común, pintadas con colores pasteles alegres, limpias y adornadas de cuando en cuando con pequeñas columnas o visillos blancos. Pero, después de una primera impresión de normalidad banal, sentí que algo no estaba en regla.

Volví sobre la impresión y me pregunté cuál era la diferencia entre las edificaciones de los suburbios pobres y los barrios normales, esto es, entre los edificios uniformes por los que pasábamos cada diez minutos, con suntuosos almacenes en la planta baja y las terrazas a las que se accede por escalerillas sembradas con árboles. Las edificaciones pobres –intentaba entender, encuadrando mi definición, evidentemente peyorativa de esta noción específica de América Latina– comprendían de manera misteriosa la sugestión de lo perecedero, de lo irrisorio, de la pobreza. Dos aspectos saltaban a la vista en una evidente contradicción: las dimensiones de los edificios y el número de personas. Las dimensiones estaban por debajo de los estándares normales, la planta baja y el primer piso apenas superaban la altura de una sola planta, las ventanas eran escasamente más largas que algunas rendijas, las puertas eran angostas, todo era mucho más pequeño de lo que debería ser con los materiales temporales, provisionales, así todo –quizás precisamente porque no eran feas y tenían una cierta gracia efímera– atraían la atención, generaban admiración y no parecían pertenecer a la realidad corriente, a la normalidad. En cuanto a las personas, por el contrario, eran muchas más de lo

que sería normal en semejante paisaje urbano, se veían en los balcones, en las puertas, en las ventanas, en los andenes justo en frente, incluso en los tejados, adultos y niños, subidos para verse y ser observados, en posiciones inusuales que recordaban imágenes aztecas y mayas, casi tan misteriosas como estas. Porque, más allá de la evidente contradicción entre las reducidas dimensiones de las casas y las excesivas dimensiones de las multitudes que las habitaban, todos los individuos eran indígenas, de un modo que saltaba a la vista, como una exagerada demostración, como una argumentación excesiva.

Y entonces, de manera natural, nació la pregunta de por qué no me planteé el problema de la raza de los colombianos en los días anteriores, pasados entre los estantes de libros de la feria. Pero la respuesta más obvia era que en esos días nada me llamó la atención, nada que no fuera habitual, no banal. La banalidad para una feria del libro como la de Bogotá era semejante hasta identificarse con la de las ferias de libros europeas, de Alemania, Francia, España. La única cosa que me llamó la atención fue la pasión, el entusiasmo. El hecho de que apenas durante el recorrido del largo camino hacia la Biblioteca Pública El Tunal “Gabriel García Márquez”, descubrimos figuras conocidas de las imágenes del descubrimiento de América; era una prueba de que ellas no ocupaban un lugar en los salones de libros aglomerados de blancos. Pero esta revelación no fue solo una de separación, sino también de desequilibrio.

Si el centro de la ciudad de Bogotá, con su feria del libro, estaba poblado por blancos, mientras nosotros recorríamos casi por dos horas los barrios habitados por mestizos, significaba no solo que –de un modo impertinente, perturbador– las dos razas estaban separadas, sino que también su relación era abrumadoramente favorable para los mestizos. Pero esta chocante separación de naturaleza racial, y también cultural, tenía raíces ancladas en las diferencias, en las tradiciones y quizás incluso en recuerdos ancestrales, que parecían ser dificultades ideológicas e incluso sentimentales.

La enorme sala de la Biblioteca Pública estaba a reventar con esta población mayoritaria, indígena, ancestral, exótica para mis ojos. Seguramente, para quienes me miraban, sentada sobre el escenario en un sofá al lado de Íngrid Betancourt, yo también era exótica. Mitad francesa, mitad colombiana, ella era una periodista que entró a la política, llegó a ser candidata presidencial en la lucha contra la guerrilla de extrema izquierda, que controlaba el narcotráfico, teniendo como apuesta no solo las enormes sumas de dinero, sino también el mal que, mediante las drogas, programaban para la destrucción de los grandes poderes capitalistas del mundo.

Sabía de su nombre y su historia por la prensa francesa, que relató la sensacional noticia de su secuestro por la guerrilla durante la campaña electoral de los años 80. La mantuvieron secuestrada durante ocho años y luego leí la reseña del extraordinario libro que publicó en París, después de su liberación y exilio en Francia. Ahora volvía a Colombia por primera vez después de este increíble suceso, que era incluso su vida. Pero no parecía muy emocionada. Tenía el aire, más bien, de observar antes que de recordar.

En cuanto a mí, esperaba con emoción ser espectadora de un encuentro con aquel público de gente sencilla, quizás su antiguo electorado. No obstante, rápido iría a darme cuenta de que los jóvenes presentes en la sala no vivieron el episodio político que conocía de las revistas francesas. En esos ocho años de su extraña detención, probablemente ellos estaban en la escuela primaria. Qué lección de inutilidad de la implicación política, pensé, preguntándome si –en el caso de no haber sido secuestrada durante la campaña electoral– este sería acaso el tipo de gente que votaría por ella. No tenía de dónde saberlo. Todo lo que lograba entender se inscribía dentro de los límites racionales de los infortunios de mi mundo, y la única manera de leer en este universo, escrito por Dios en otro alfabeto, fue a través de una compasión infinita.

Las preguntas y los aplausos se distribuían aparentemente de modo igual, con un poco de color local para Íngrid Betancourt, quien se refirió a su regreso a casa, pero sin hacer –tampoco ella, tampoco el público– referencia biográfica concreta alguna. Quizás las connotaciones políticas de su biografía eran muy complicadas en el presente político o, a lo mejor, para aquellos presentes en la sala, la política solo era un problema del centro de la ciudad. En cualquier caso, era evidente que, al igual que yo, ella era allí una extranjera, una blanca, una señora que contemplaba la sala, llena de personas con grandes ojos. Las preguntas eran ante todo generales, a las que debía responder una por una: ¿Desde qué edad empecé a escribir? ¿Qué libros he escrito? ¿Si tenía hijos? U otras de alguna manera más personales y más raras, dirigidas separadamente a cada una de nosotras.

Una muchacha me preguntó si escribo poesías, y a mi respuesta afirmativa, me pidió que dijera una en mi idioma, como si quisiera probarme; y me pareció que escuchó con más atención el texto en rumano, que la traducción en español. Me acuerdo de otras dos preguntas:

un señor me dijo que tiene un hijo que aprende bien en la escuela, y escuchándome contar sobre cómo escribo, pensó que sería bueno hacerlo escritor, le parecía un oficio hermoso. Nos rogaba, entonces, darle algunos consejos sobre qué debería hacer él, como padre, para prepararlo para este oficio. La pregunta fue hecha con tal seriedad, que intenté responderle de igual manera, emocionada porque podría haberlo decepcionado.

Una mujer embarazada me dijo que se dirigía a mí porque le gustaba mi poesía de amor, porque ella estaba enamorada, pero infeliz porque su amado a veces la golpeaba cuando estaba enojado y ella no sabía qué hacer. ¿Podría darle un consejo? ¿Pasé yo también por esto? No tuve el corazón para responderle que no.

Me regresé de Colombia con el sentimiento de que Rumania es un país feliz.

Por Ana Blandiana

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