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Vendedoras (Crónica)

Es ágil y resuelta, se mueve precisa por entre los carros. Su punto base está al pie del semáforo, donde tiene una canasta repleta de solteritas y obleas. Lleva una gorra con una visera enorme, tenis, va liviana.

José Hoyos

19 de septiembre de 2019 - 05:09 p. m.
Vendedoras de rosquillas, una obra de Manuel Wessel de Guimbarda. / Cortesía
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Cuando camina rápido le salta un bolsito que lleva atado a la cintura donde mete la plata. No parece haber toreado antes la calle, pero tiene talento. A veces pone cara de susto cuando el semáforo pasa a verde y la apura el pito de los carros. Pero se sobrepone, entrega fugaz la devuelta y pasa a la siguiente maniobra. La esquina donde trabaja es apeñuscada, apremiante, el agrio y rudo centro de ciudad. En días soleados no hay sombra. Parece tener edad de abuela reciente o de madre veterana, aunque conserva ese porte de leona que en la juventud debió enloquecer a los hombres. Es bonita porque no se propone serlo. A pesar de la gorra no renuncia al pelo suelto, negro y sin una sola cana. Pudo ser una seria crisis económica, la repentina pérdida del empleo, un plan de vivienda o un préstamo bancario amenazante lo que la empujó a pararse en esta esquina con sus solteritas diez horas al día. Pero no, cosas así darían espera. Su hijo —único, 14 años, leucemia linfoide, hospitalizado— no da espera. Son las tres de la tarde, la canasta sigue llena y el bolsito casi vacío. Su cuerpo está siendo aplastado por la andadura del día. No se sienta, toca seguir. Es la tercera vez en una hora que el mismo Renault destartalado pasa despacito a su lado. El tipo que maneja le pregunta algo, ella finge no escucharlo y sigue de largo. Antes de que cambie el semáforo se mira a sí misma, la canasta, el bolsito, el sol, la vida que no eligió, el bordado áspero de sus circunstancias. Se devuelve hasta el Renault, cruza dos o tres palabras con el tipo, asustada finge seguridad, el carro se parquea a un lado. Presurosa, como quien quiere pasar rápido un mal trago, abre la puerta, se sube y mete la canasta, todo en un solo movimiento. Mientras se alejan, el tipo no disimula su cara de excitación. Ella procura mostrarse digna, pero a veces ni con dignidad ni con solteritas alcanza.

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La carreta está parqueada en una calle muy transitada. El amarillo verdoso de los mangos hace agua la boca. Las rebanadas están partidas de un solo tajo. Una mujer gorda y bajita que parece siempre enojada los pregona a viva voz, sin el menor indicio de inseguridad. Al contrario, parece dueña y señora del sitio, del negocio, de la calle, mientras en casa su esposo se rasca las pelotas un montón. Es una redomada desafiante de ciudad, de las que no temen confrontar el barullo. El manejo del cuchillo con que parte los mangos es contundente, lo afila y esgrime con habilidad de carnicero. Tiene la piel tostada y curtida y un delantal raído que antes fue blanco. No se preocupa por disimular la agresividad. Un cliente le reclama porque el mango le salió malo. Ella responde a grito pelado: «La venta ya está hecha y no devuelvo plata ni cambio nada y mire a ver qué hace». Con cada palabra revienta un mar de saliva. Uno se pregunta si será mamá, abuela, hija, y dónde tendrá los sentimientos de mamá, abuela, hija. Los sentimientos de mamá vienen cruzando la calle, once o doce años, trenzas, uniforme del colegio. La niña viene arrastrando su zapato derecho, y apenas ve a su mamá se le abalanza desconsolada. La mujer se ilumina, su falta de nobleza se convierte en error de paralaje. Se frunce de amor, se separa del mundo y de los mangos y ahora es solo una mamá, amor en bruto, indefensa de lo fuerte. Ahora su actitud despide un aire que vuela como una bondad. «¿Mija y ahora qué le pasó que anda cojeando?». «No estoy cojeando, mami, es que se me descosió toda la suela del zapato, ya no aguanta un remiendo más, y acuérdese que son los únicos que tengo». La niña es abrazada por la mujer de la misma forma en que la mano de un bebé se pliega a un dedo pulgar, como si fuera un soporte absoluto. La mujer sabe que no sabe qué hacer, pero está segura de resolverlo para mañana antes del colegio.

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En otra esquina hay una señora borrosa perdida entre la multitud urbana. Sesentona, fatigada, resignada, frágil. Sus hijos se fueron y le dejaron los nietos. Hace poco le diagnosticaron una desviación en la columna. Sus herramientas de trabajo son cinco celulares con muchos minutos, un banquito de plástico (no aguanta mucho rato de pie) y un chaleco de amplios bolsillos donde mete las monedas. Puede vérsele la personalidad casi desintegrada bajo el peso de las obligaciones económicas. Empieza a descolgarse la noche. El calor de la tarde le dejó la cara brillante y el cuerpo tan hecho polvo que ya no se para del banquito, se limita a entregar el celular, revisar cuántos minutos fueron y echarse las monedas en los bolsillos ya repletos. Solo quiere casa, cama, café, televisión. La ilusiona saber que tiene un televisor nuevo donde las novelas se ven mejor, qué importa que le cueste 92.000 por los próximos 24 meses. Solo espera que el mercado de minutos se mantenga y no se presenten gastos imprevistos, como cambiar algún equipo o cosas así. Pero lo que más la tranquiliza del televisor es saber que ahora la calle va a atraer menos a sus tres nietos adolescentes. La cuota apremia, hay que extender la jornada hasta la noche, abuela. Su vida, su tiempo, se le escurre entre los minutos que vende. Ya casi es hora de irse. Un último cliente está haciendo una llamada muy larga. El agotamiento la hace cabecear de sueño, cuando abre los ojos el cliente va a media cuadra escabulléndose entre la multitud con el celular en la mano, ella salta como un resorte y sale corriendo detrás, el bulto de monedas en los bolsillos del chaleco rebota y caen esparcidas por el andén, los avivatos les echan mano, ella no sabe si quedarse recogiéndolas o perseguir al ladrón, agacha la cabeza con amarga resignación sabiendo que de todos modos va a perder. Perder, siempre, de todos modos.

Pertenecen a la estirpe de mujeres que sostienen el mundo, se le meten en las fauces, le pelean, entregan todo, vencen, y terminan anónimas, olvidadas entre la niebla infame de la ingratitud, mientras los hombres consiguen alzarse con todo el crédito.

Por José Hoyos

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