Vengarse como Chavela Vargas
Cantar como Chavela. Tratar de imitarla o de, por lo menos, seguirla. Emular su tono y engrosar la voz. Sentir que la vida es corta y es posible alargarla con canciones. Permitir que duela. Luchar para que el canto que salga, arda. “Chavela por siempre Vargas”, un musical que narra su vida, se presenta por estos días en el Movistar Arena.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Se terminó la función y una señora –tendría 60 años o más- soltó con fuerza “Ahhhhh, qué delicia pagar para que me revuelquen así”. Tenía las mejillas coloradas, los ojos llorosos y un pañuelo arrugado –más bien destrozado- en la mano derecha. En la otra cargaba una botella de agua de la que tomaba con afán. Cuando terminaba, hacía un gesto de alivio, como si se hubiese deshidratado tanto que cada trago le devolvía algo de lo que le acababan de quitar o de romper. Como ella, su acompañante se limpiaba las lágrimas y se reía. La miraba con un gesto de complicidad, como confirmándole que, por fortuna, también la noquearon. Y es que al musical “Chavela por siempre Vargas” se va con la intención de entender por qué fue que Chavela cantó como desgarrándose, pero además, a sentir un poco de envidia: ella, que convirtió el dolor en coraje, sacó su voz de las heridas. Ella tal vez sí pudo irse más liviana, más sana. Su cuerpo, que pereció hace nueve años, ya no existe, pero seguramente su alma flotó sin detenerse en esta dimensión que vivió y padeció tanto.
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Se terminó la función y una señora –tendría 60 años o más- soltó con fuerza “Ahhhhh, qué delicia pagar para que me revuelquen así”. Tenía las mejillas coloradas, los ojos llorosos y un pañuelo arrugado –más bien destrozado- en la mano derecha. En la otra cargaba una botella de agua de la que tomaba con afán. Cuando terminaba, hacía un gesto de alivio, como si se hubiese deshidratado tanto que cada trago le devolvía algo de lo que le acababan de quitar o de romper. Como ella, su acompañante se limpiaba las lágrimas y se reía. La miraba con un gesto de complicidad, como confirmándole que, por fortuna, también la noquearon. Y es que al musical “Chavela por siempre Vargas” se va con la intención de entender por qué fue que Chavela cantó como desgarrándose, pero además, a sentir un poco de envidia: ella, que convirtió el dolor en coraje, sacó su voz de las heridas. Ella tal vez sí pudo irse más liviana, más sana. Su cuerpo, que pereció hace nueve años, ya no existe, pero seguramente su alma flotó sin detenerse en esta dimensión que vivió y padeció tanto.
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“Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas, lo mismo que un árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas. Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas, de esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón”, canta Chavela, y lo hace con una voz oscura. De su garganta sale humo, pero no de vacío, sino de profundidad, de inevitable extravío en una noche sin luna ni estrellas. Parece lamentarse, pero no se ve como una víctima de nada ni de nadie: su clamor es como el de los valientes que se arriesgaron y asumieron las pérdidas. De aquellos que apostaron sabiendo que la derrota era casi inminente, pero le dijeron que sí a sentir, que podría ser el único riesgo que vale la pena en este tiempo tan corto y susceptible a la ligereza de las rutinas más vacuas.
Cantar como Chavela. Tratar de imitarla o de, por lo menos, seguirla. Emular su tono y engrosar la voz. Sentir que la vida es corta y es posible alargarla con canciones. Permitir que duela. Luchar para que el canto que salga, arda: su dolor es contagioso. Ella es capaz de soltarlo, mirarlo de frente, cantarle y vengarse. Y entonces su público lo padece y así sean desamores distintos, la herida se hace grande y cobra vida y comienza a inflamarse y a hacerse insoportable. En ese momento, en el de la conexión con el tormento de Chavela, es que cantar “Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras. Cuando tú te hayas ido, con mi dolor a solas, evocare el idilio de las felices horas. Cuando tú te hayas ido, amor, me envolverán las sombras”, se convierte en una liberación. Chavela fue eso, absoluta y dolorosa libertad.
Carmenza Gómez, Adriana Bottina y Ana Sofía González cantan como Chavela o le canta a Chavela. La obra cuenta la historia de la cantante desde su infancia en Costa Rica, el abandono de sus padres, el viaje a México, las tabernas, su debut y los miles de tumbos que dio para llegar a que la reconocieran como se había construido, como Chavela, no como Isabel, la versión del desconsuelo. Los días de su infancia la torturaron hasta el último respiro, que además decidió hacer en México. Ella, que se enfermó en España, dio instrucciones para que la muerte la esperara hasta que lograran llevarla a su país, el que ella eligió, porque como se lo dijo a un periodista “Los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana”. Y antes de eso cantó “No soy de aquí ni soy de allá, no tengo edad ni porvenir, y ser feliz es mi color de identidad”. La muerte obedeció.
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Julián Román fue José Alfredo Jiménez en este musical, en el que recrearon la amistad entre él y la “señora”, como le dijo a Chavela su último amor. Y tuvo muchos: “El que no ama no ha vivido”, así que lo hacía con frecuencia y sin exclusividades. Y lo hacía a la par de su amigo, del “maestro”, como le decía, que también se enamoró de todas con las que soñó. Como lo dicen en el documental “Chavela”, dirigido por Daresha Kyi y Catherine Gund, cuando decidió que ya no quería maquillarse ni ponerse tacones, Chavela salió al escenario con pantalones y sin adornos, y desde ese momento se volvió la más “macha”, la más seductora y la más borracha. Y Junto a José Alfredo Jiménez, bebieron tequila y, con sus respectivas conquistas, hicieron el amor: eligieron a sus mujeres y se dejaron elegir, fabricaron un presente eterno en el que se convencieron de que solo existían en los ojos de quien los miraba en ese instante. Se enamoraron por una, dos, cinco horas, y hasta por días. Y el amor fue real, tan real que después se convirtió en canciones.