Volver a Aki Kaurismäki y encontrarlo como siempre. Ya no es un país extranjero, recorro sus calles con la tranquilidad de quien conoce los atajos y los embarcaderos más oscuros. Escucho hablar a los transeúntes y reconozco el significado de las palabras. Las manchas en las paredes son familiares y la música que escapa del interior de las tabernas me recuerda que el western es un estado del espíritu, un atardecer largo. Hace mucho, cuando llegué por primera vez a la ‘Zona Kaurismäki’, quedé deslumbrado: por fin el contexto arruinaba las frases solemnes. Reí ante esa pirueta que es el silencio cuando revela la arbitrariedad, casi siempre dolorosa, de las convenciones, y con el tiempo comprendí que el pop es el traje de fiesta de Occidente en medio de sus resacas de tristeza. Asumí esa ciudadanía opaca, con la febril esperanza de hacerme digno del más bello pesimismo.
Kaurismäki lo sabe: la vida ocurre en los días menos pensados.
Veo Toivon tuolla puolen (El otro lado de la esperanza), su última película, y me siento regresando al hogar. Es como un lugar de la infancia al que no le han quitado ni una coma, inaccesible para el óxido y los malos recuerdos, sorpresivamente descubiertos gracias al psicoanalista. Todo está como lo vimos la última vez. Cualquiera que aterrizara por primera vez en esta zona, un espectador novato, posiblemente sufriría el impacto que experimenté alguna vez. Sin embargo, a medida que avanzaba la película, sentí que algo no encajaba. Si anteriormente me había afiliado al club de los marginados y había plantado mis flores en las periferias de la civilización industrial, donde tus personajes, bastardos del tiempo, componían canciones o escupían al aire, esta vez sentí que tras la escenografía se escondía el tipo del teleprónter.
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El inmigrante en busca de refugio, esta vez un sirio escapando de Aleppo, se me antojó demasiado real, real como son los hechos periodísticos o los personajes de las novelas históricas. Es decir, no era verdadero. Por momentos sentí que cumplías con un deber acosado por las exigencias coyunturales de la política progresista y liberal, y en ese lance permitías llenar tus paisajes de escombros ideológicos como si fueran piedras preciosas. La ‘Zona Kaurismäki’ es más verdadera en cuanto más se plieguen sus recursos fotográficos y narrativos a un esquema artificioso y distante. Así nos liberamos de las certezas de una sociedad complaciente que mediante los mecanismos miméticos y transparentes de representación busca compensar sus pobrezas y carencias espirituales. Los movimientos desatados por este contraste y el perezoso discurso subyacente en el drama dejan al descubierto lugares comunes, tópicos de pensamiento adscritos a un manual de protesta bienpensante.
Creo en el humanismo crítico de Kaurismäki, un hombre que desconfía de las promesas del progreso y advierte las falacias hipócritas que esgrime en nombre de la razón la Europa iluminada.
Tal vez por eso siento que este sinsabor refleja, paradójicamente, un amor incondicional a su mirada.