Y, sin embargo, Lucia escribe
En el 2018 se volvió a escuchar sobre la escritora estadounidense Lucía Berlin. En aquel entonces se publicó su libro “Una tarde en el paraíso” en el que se reunieron 21 de los 34 relatos que quedaron fuera de la primera colección de su obra “Where I Live Now” (Donde vivo ahora).
“Me encanta la idea de que una niñita entre a una librería un día y descubra uno de mis libros”.
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“Me encanta la idea de que una niñita entre a una librería un día y descubra uno de mis libros”.
La primera palabra que salió de los labios de Lucia Berlin fue luz. Su primer recuerdo fue el de las ramas de un árbol rozando el cristal de una ventana. Su primera adicción fue el penetrante olor de las lilas. Su mayor deseo era encontrar un lugar al que pudiera llamar, por fin, mi casa.
La casa de Lucia era la que miraba a una bahía de Alaska. Era la casa de una sola habitación en Kentucky. Una cabaña de troncos en Montana. La casa maloliente de sus abuelos en Texas. Era un chalé con jardín en Santiago de Chile. Detengámonos aquí. Esta no se parece a las casas de los asentamientos mineros. Es elegante. Tiene césped y rosas, jardinero y empleadas. En el segundo piso hay una gran ventana con vistas a los Andes nevados. El padre de Lucia trabaja en la industria minera. Viaja mucho. La madre se encierra en su cuarto con una botella de Jack Daniel’s. Sin ocultar su deseo de que las niñas permanezcan alejadas de su vista. Lucia tiene un timbre en su habitación que ella y su hermana Molly usan para llamar al servicio. “Un timbrazo era para el café con leche, dos para el cacao, con fruta y tostadas”.
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En las fotos de esa época es una joven de mirada hipnótica. Rosa, una de las empleadas, dice que los ojos de la señorita son los más lindos que ha visto, “como los de la Virgencita”. Cualquiera diría que ha nacido envuelta en las sedas de la frivolidad. Juega al golf y al tenis con sus amigas chilenas. Por las tardes van juntas a la peluquería, o a gastar el dinero de papá en las tiendas de ropa. En su colegio hay galerías, fragantes rosales y un teatro. En esta etapa de su vida, con episodios que parecen sacados de El gran Gatsby, Lucia lee y escribe en español. “Una vez, en clase, leí un pasaje donde uno de los personajes de Cervantes, en un manicomio, dice que puede hacer que llueva cuando le plazca. Entendí en ese momento que los escritores eran capaces de lograr todo lo que se propusieran”.
Ahora su casa está en la residencia de estudiantes de la Universidad de Nuevo México. Lucia eligió la carrera de periodismo por descarte, en realidad quiere ser escritora. Tiene un amante mexicano con el que sube al tejado de la universidad para hacer el amor como si fueran gatos en celo. Se llama Lou Suárez. Comparten libros que leen en voz alta. Tienen cervezas. Tienen un colchón, un dosel de álamos y una fiebre que les hace pensar que pueden alcanzar la Luna empinando un pie. Un telegrama de la directora de la residencia acaba con la enramada clandestina. Los padres de Lucia no quieren a Lou. A él le ofrecen una suma de dinero que rechaza. A ella le compran un pasaje a Europa. Lucia finge obediencia. Hasta que encuentra un modo de sabotear el plan y se casa con un tipo que acaba de conocer.
Ahora Lucia es madre. Escribe cuando los niños duermen, y cuando dan vueltas alrededor de ella en sus triciclos. “Estoy escribiendo cartas”, les dice. La verdad es que está escribiendo relatos que construye con piezas de su propia vida. Lucia escribe con una máquina Olympia, en la mesa de la cocina, con un vaso de bourbon al lado. O lo hace a mano, en cuadernos de espiral. Uno de los tres maridos que ha tenido, el que la hacía dormir boca abajo para corregir su nariz respingona, la dejó con dos niños pequeños. Al segundo marido -un músico de jazz- lo abandonó ella para fugarse a Acapulco con un hombre encantador que era adicto a la heroína y que le prometió el paraíso: una choza con techo de palma y suelo de arena. “No escogí el camino estable, de hecho, siempre me resistí al camino estable, pero ha habido un elemento continuo y es que siempre he estado en las afueras, en los márgenes”.
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Lucia Berlin escribe una obra prodigiosa en medio del caos. Ejerce varios oficios: recepcionista, empleada de la limpieza, auxiliar de enfermería y profesora de escritura. Pasa algunas temporadas peleando con su adicción al alcohol. Cae, se levanta. Cae, se levanta. Cae, se levanta. Va de aquí para allá con sus cuatro hijos, con sus corotos a cuestas: una copia de Los girasoles de Van Gogh, biberones y la Olympia. “He vivido en tantos sitios que es de risa… y como me he movido tanto, el apego a un lugar es muy, muy importante para mí. Siempre estoy buscando… buscando sentirme en casa”. Lucia Berlin va trazando su camino de baldosas amarillas. A veces sin dinero y sin habitación propia. A veces borracha, besando el suelo de una comisaría. Y, sin embargo, Lucia escribe.