“Yo Confieso”: Que la patria y Dios se lo agradezcan-Capítulo Ocho

La señora Lucrecia Sandoval le confiesa en una carta al padre Andrés Santacruz que trabajó para un grupo paramilitar del Estado. Presentamos el octavo capítulo de la audionovela “Yo Confieso”, creación de la sección de Cultura de El Espectador, que será emitida cada ocho días desde estas mismas páginas, y estará abierto a todo el público desde este domingo, 17 de mayo, a las diez de la mañana.

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* Redacción Cultura
17 de mayo de 2020 - 02:45 p. m.
“Yo Confieso”: Que la patria y Dios se lo agradezcan-Capítulo Ocho
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Capítulos anteriores

1. Yo confieso: Hágase tu voluntad-Capítulo Uno

2. Yo confieso: Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias-Capítulo Dos

3. "Yo Confieso": Los tiempos del demonio-Capítulo Tres

4. "Yo Confieso": Que el señor lo tenga en su gloria-Capítulo Cuatro

5. "Yo Confieso": El que anda en chismes descubre el secreto: proverbios 11:13-Capítulo Cinco

6. "Yo Confieso": Enemigos somos todos-Capítulo Seis

7. "Yo Confieso": Tráfico de pecados-Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Que la patria y Dios se lo agradezcan

Créditos

Música

Ave María- Haëndel

Montaña

Personajes

Padre Andrés: Andrés Osorio

Tomás: Felipe García Altamar

Señora caseta: Mónica Vargas

Lucrecia Sandoval: Manuela Cano

Narrador: Fernando Araújo Vélez

Tomás: “Ruegue pa’ que lo de las plumitas no sea otro lío, o el mismo lío pero más grande, padre”.

Padre Andrés: “Cuénteme, ¿y habló con Rosa?”

T. “Hablé, sí, claro que hablé con la Rosa, hablamos mucho, todos los días si quiere saber”.

P.A. “Ah, sí, qué bien, ¿y de las plumas?”

T. “También, padre, también hablamos de las dichosas plumas, cómo no, pero como ella dice, necesitamos combustible”.

P.A. “Sí, si, claro que sí, tenga”.

Apenas dejé una manotada de billetes sobre el mostrador de su tienda, Tomás, cambió de cara y le subió el volumen a la radio, que transmitía noticias sobre las que unos tipos discutían.

T. “Mire, Padre, esto es como en una de esas películas en las que todo el mundo muere por encontrar una clave”.

P.A. “¿Y la clave es?”

T. “La clave son las plumas, obviamente, las plumas, mi padrecito, ahí está todo el misterio”.

P.A. “Ya voy comprendiendo”.

T. “Qué”

P.A. “Pues lo del misterio y las claves”.

T. “Hace unos años, unos cinco, si no estoy mal, un señor muy importante, con mucho billete, hizo una consignación en un banco de afuera. Seguro, suizo o de las islas esas del Caribe, no sé. El caso es que fue mucha la plata que puso ahí, plata en serio, ¿sí me entiende?

P.A. “Sí, lo sigo”.

T. “Pues bien, al tipo lo mataron y como que él sabía que lo iban a matar, entonces escribió el número de la cuenta en la parte de adentro de cinco estilográficas, y le entregó una a cinco personas”.

P.A. “¿Una para cinco?”

T. “No, padre, ¿cómo va a ser una para cinco?, ¿acaso cree que la van a partir en cuatro pedazos? Una a cada persona. Cinco plumas, cinco personas, y el número de la cuenta y la clave y todo eso que yo ni entiendo, dividido en las cinco lapiceras esas de muñecos precolombinos que usted sabe.

P.A. “Y quien las reúna, tiene la clave y tiene la plata”.

T. “Usted es muy pilo, padre, muy, pero muy pillo, lo felicito”.

P.A. “¿Y quiénes tienen los estilógrafos? ¿Y usted por qué anda metido en este baile? Y doña Rosa, la señora de las esmeraldas, ¿por qué me mandó a que hablara con usted?”

T. “Vamos por partes, padrecito, si quiere, ya sabe cuál es la condición para que yo siga hablando, aunque le aclaro que no hay garantías, no hay garantías de nada, como en el póker, usted paga por ver y si no hay nada que le guste, pues a quejarse a la pila del mono”.

P.A. “Pues más le vale que la información valga para algo, o más me vale a mí, porque a este paso…”

Como si acabara de perder una partida de póker de esas de las películas, saqué otro poco de billetes y se los dejé de nuevo encima del mostrador a Tomás. Ya estaba lanzado, no me podía detener. El riesgo valía la pena.

T. “Yo ando metido en este baile, como usted dijo, porque la señora Rosa me metió a bailar”.

P.A. “¿Y se puede saber por qué, o para qué?

T. “Cuando asesinaron al señor de la plata, unos meses después, llegaron unos curas, dos, para ser exactos porque ya sé que va a preguntar, y contrataron a la señora Rosa para que les investigara lo de las plumas. O sea, para que les averiguara con sus contactos en nuestro mundo, ese que ustedes llaman el bajo mundo, quién tenía dos de las plumas, que eran, ya adivinó, las que les hacían falta”.

P.A. “¿Y los sacerdotes, supongo, eran el párroco de la iglesia de San Francisco y cuál más?”

T. “Yo sólo sé del padre Anastasio, cómo no saber de él, todo un santo, en serio, ese padre sí que inspira respeto”.

P.A. “Sí, sí, mucho respeto. Pasemos a las otras preguntas, por favor”.

T. “Está bien, padrecito, no se habrá ofendido, ¿no?”

P.A. “No, para nada, ¿por qué me habría de haber ofendido?”

T. “Uno nunca sabe, la gente es muy susceptible”.

P.A. “¿Quién tiene las plumas que faltan, Tomás?”

T. “Pues mire, padre, hay un mundo de gente queriendo saber quién tiene esas plumas, hasta yo quiero saber quién es el desgraciado que se las robó, o que las compró o se las encontró, o lo que sea, hay plata de veras en ese asunto, hasta algún muerto habrá”.

P.A. “Dios santo, usted me está mintiendo, ¿cierto?”

T. “No, padre, no le miento, para qué le voy a decir mentiras si yo sé que no se va a aguantar las ganas de seguir con la averiguadera”.

P.A. “Entonces, ¿quién tiene las plumas que no faltan?”

T. “Pues por lógica, digo yo, el padre Anastasio y su amigo, el otro sacerdote”.

P.A. “¿Y el muerto?”

T. “¿Fuera del señor de la plata?”

P.A. “Sí, Tomás, el muerto que no es el señor de la plata, usted dijo hasta algún muerto habrá”.

T. “Mire, padre, padrecito, le voy a contar un secreto, pero que nadie sepa que yo le dije nada, ¿trato?”.

P.A. “Cuénteme”.

T. “Hace como un año y medio, un primo de la Rosa empezó a preguntar por las plumas, y supongo que para averiguar cosas, se hizo amigo, muy amigo del padre Anastasio, y el padre Anastasio pa’ arriba, y el padre Anastasio pa’ abajo, y que dónde está, y que para qué soy bueno, usted ya sabe. Se hicieron tan amigos, que el tipo acabó viviendo en la misma casa cural del padre Anastasio, y así fueron las cosas como durante seis meses o algo más, hasta una noche, la noche en que lo mataron”.

P.A. “¿Cómo?

T. “Dos pepazos en la cabeza y botaron el cuerpo en el monte, camino a Monserrate”.

P.A. “¿Y nada, ninguna pista?”

T. “Usted bien sabe cómo es este país, padre, acá sólo agarran al que quieren agarrar, o al que mata a alguien que les interesa, el primo de la Rosa era un don nadie, poca cosa pa’ ellos”.

P.A. “Pero ese don nadie puede ser una clave en todo esto”.

T. “Pues sí, pero eso solo lo pensamos la Rosa y yo, y ahora, usted”.

P.A. “¿Y la pluma del padre Anastasio está donde estaba?”

T. “Es que no sé, padre, la Rosa no ha podido ver bien ni traerme el dato, usted tal vez…”

P.A. ¿”Tal vez, qué? No me venga con el cuento de que vaya y mire si el padre Anastasio tiene una pluma, usted fue el que dijo eso, no yo, además, y ya hablé con él y la verdad, la verdad, no vi nada, y mucho menos una estilográfica de esas características”.

T. “Que se puede esconder en el dobladillo de una sotana”.

P.A. “Sí”.

T. “Pero padre, no pierde nada con volver, a lo mejor el cura ese no es tan cuidadoso. Mire que es por el bien de todos”.

P.A. “¿De todos, o de la Rosa como usted le dice, y de usted?”

T. “Y de usted, padre, de usted, no olvide que fue usted el que vino acá a agitar ese avispero”.

Confundido, o más que confundido, aturdido, le dije a Tomás que sí y me largué. En el camino, pensé en lo que iba a decirle al padre Anastasio y recordé a la señora Sandoval, y al padre Benito, y a los muertos, y a don Roberto, y el seminario.

Entre tanta vuelta y tanta pregunta, cayó la noche, y con la noche, los interrogantes, los datos, las sospechas, los nombres, comenzaron a sepultarme. Sabía algo, mucho más que un mes atrás. Sabía quiénes, o algunos de esos quiénes. Otros eran un signo de interrogación. Sin embargo, más allá de lo que me había contado el padre Benito cuando lo perseguían, no tenía ni idea de las razones de todo el enredo. El fondo de aquel asunto, o tal vez de aquellos asuntos, estaba muy oscuro, pero jamás llegaría a aclararlo si no comenzaba a descubrir a los protagonistas. Y ahí estaban los dos sacerdotes, y ahí estaba la señora Lucrecia Sandoval. Esos tres encabezaban la lista. ¿Que tenían en común, más allá de Cristo? No lo sabía. Tenía que averiguarlo, fuera como fuera. De pronto, de tanto echar globos, recordé al padre de la señora Sandoval. Su confesión, aquella primera confesión en la sala de urgencias de la clínica, cuando yo me hice el enfermo y ella comenzó a hablar. ¿Por qué habló? ¿Para qué? Con esa señora, definitivamente, nada era gratuito ni casual. Había empezado a comprenderlo cuando don Roberto me pasó su número así como así, de memoria, y había terminado de aceptarlo cuando fui a su casa, que no supe en ese momento si era su casa, y menos, quién era la señora que me había hablado a través de una puerta. Esa noche tomé la decisión de volver allá, aunque más para ver qué pasaba, que para hablar con la señora Sandoval. Para eso ya habría tiempo.

A la mañana siguiente, tipo siete y media, me aposté frente a su casa, disfrazado de vendedor de periódicos en un comienzo, y luego, de barrendero. Tuve que hacer negocios y contarles mil y una mentiras a dos señores que me encontré por el vecindario. Imaginé que como iban las cosas en el país, en menos de una hora alguien iba a llamar a la policía para denunciarme por cualquier barrabasada. Con los disfraces me sentí seguro, y más que seguro, importante, como en una película. Recordé al periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh, que en sus últimos años había tenido que disfrazarse de mil cosas porque los militares de la dictadura de Videla y Compañía lo perseguían por sus escritos y su ideología. Mientras tanto, gritaba lo que me había dicho el vendedor de diarios que debía gritar, y como debía gritar, pues eso era fundamental:

P.A. “Ultima hora, última hora, cambio de ministros en el gobierno del presidente, crisis en el gabinete, última hora, removidos los ministros más importantes…”

Una señora que vendía cigarrillos y gaseosas en una caseta, me preguntó si era nuevo. Le contesté que sí,

P.A. “¿Se nota mucho?”

S.C. “No, no, para nada, es que siempre viene por acá el Laucha”.

P.A. “Sí, precisamente él, el Laucha, me pidió que cambiáramos por unos días. Se fue al norte, que porque allá se venden más los periódicos, me comentó. Y yo estaba sin trabajo, así que acá estoy, y acá me tiene, mi señora, para lo que se le ofrezca”.

Di la vuelta con mi resma de periódicos tres veces, y al final de cada vuelta, me detuve en la calle de enfrente de la casa de Lucrecia Sandoval. Nadie entró. Nadie salió, por lo menos cuando yo pude vigilar. Por eso, en una de aquellas, le pedí el favor a la señora de la caseta que echara un ojo, por favor.

P.A. “No sé, el Laucha me pidió que le hiciera ese favor, algo de amores, creo, porque me guiñó el ojo”.

S.C. “Nada de raro tiene, ese Laucha un día va a terminar en las malas por tanto amor, pero sí, bueno, yo le miro la casa a ver qué ocurre, que ya imagino detrás de quién está”.

P.A. “Usted sabrá”.

S.C. “Es que hay una señora toda bonita que vive ahí. Los tiene bobos a todos. Ojalá salga para que la vea”.

P.A. “Pues bueno, si sale por algo, usted me cuenta, que de acá no me voy hoy sin ver a la tan dichosa señora”.

S.C. “Yo no miento, hombre, créame”.

Antes de empezar a dar la cuarta vuelta, le hice señas de que le recomendaba el favorcito y me fui, muy, muy despacio. Cuando iba volteando por la primera esquina, sentí el ruido de un Wolkswagen y giré. Para no ser tan obvio, me encaramé los diarios en el hombro y me le acerqué al carro, pero luego volví a mi camino inicial: el tipo del Wolkswagen era el padre Benito, que se bajó con un maletín en la mano y entró por la puerta de la casa de la señora Sandoval sin siquiera tocar el timbre. O yo no lo vi. Cuando lo perdí de vista, regresé a mi rutina, y en mi rutina, decidí que tenía que aprovechar la oportunidad e insistir. Me la tenía que jugar, así que corrí al hotel, dejé mi disfraz y los periódicos en el cuarto y me vestí de civil. Tardé unos veinte minutos. Al regresar, pasé por enfrente de la señora de la caseta para ver si me reconocía, y seguí de largo. La señora no musitó palabra. Yo me colgué del timbre de la casona de los Sandoval, hasta que alguien abrió la puerta, salió al rellano de la entrada y preguntó:

L.S. “¿A la orden?”

P.A. “Sí, gracias, mire, es que estoy buscando a la señora Lucrecia Sandoval”.

Apenas pronuncié su nombre, la sombra de antes se volvió persona, y la persona era precisamente Lucrecia Sandoval, que me vio, me recorrió con su mirada desde los pies hasta los ojos, se descompuso, o eso percibí yo, y después se puso su mejor máscara para decirme qué gusto, hace tanto que no lo veía, padre Andrés.

P.A. “Gracias, señora Sandoval, gracias, pues mire que ayer estuve por acá y pregunté por usted. Me dijeron que se había ausentado”.

L.S. “Ah, sí, ayer, no me dieron la razón, padre. Cuénteme, ¿para qué me necesita, en qué le puedo colaborar?”

P.A. “Necesito que hablemos a solas, y con urgencia. Tengo unos papeles muy delicados que tienen que ver con usted”.

La señora Sandoval torció la boca. En un primer impulso, quiso decirme que siguiera a su casa. Luego, no obstante, se arrepintió, tal vez porque recordó que ahí estaba el padre Benito. Con las manos, me hizo entender que aguardara un poco y entró a su casa. Salió casi de inmediato, con una cartera negra y grande que le colgaba del hombro y un cigarrillo sin encender entre sus dedos. Me tomó del brazo y me guió por la acera de su casa, hacia el norte. Sin decirme nada, me empujó con cierta suavidad dentro de un local de empanadas que olía a grasa, y me indicó que subiera por unas escaleras de peldaños verdes.

L.S. “Yo ahora lo alcanzo, padre”.

Cegado por su imponencia y por mi inocencia, subí las escaleras verdes sin mirar hacia atrás y me encontré con un salón en el que sólo había un escritorio y dos sillas. Supuse que era su oficina, algo así, y me asomé por una ventana que daba a un patio vacío. Y esperé, y en la medida en que esperaba, comencé a pensar que aquella era una posible emboscada. Desenvolví la película de los últimos minutos, y cada escena me llevaba a creer que sí, que aquello era una emboscada. Sin embargo, yo necesitaba hablar con la señora Sandoval. Tenía que conversar con ella. Inmerso en mi ingenuidad, en ningún momento dudé de ella, y de que ella me fuera a responder mis preguntas.

Por una parte, sospechaba por el escrito de don Roberto que ella era la directora de los servicios secretos de alguna entidad, que podía ser la policía, o el ejército, o la armada, o el F2, o incluso la curia. Era secreto. La palabra lo decía todo. Por otro lado, sin embargo, creía que era la directora de marras pero para la gente de afuera, para la otra gente, no para mí, y eso, muy a pesar de que el texto de don Roberto era muy claro con respecto a que la señora SXxxxxxxxx hacía parte del grupo que me estaba buscando.

De todas formas, por si acaso, abrí la ventana de aquel misterioso salón y empecé a diseñar una posible vía de escape. Si me iban a agarrar, pensé, eran bastante ingenuos al haberme dejado ahí, a dos pasos de una ventana que podría abrir, y que me podría llevar al techo de la casa vecina, y de ahí, a quién sabía dónde. Me puse un plazo de cinco minutos. Fui hasta la escalera, miré hacia abajo y puse atención para descubrir si alguien hablaba. Todo era silencio. Silencio y misterio, misterio y miedo. Miré el reloj. Habían transcurrido treinta segundos. Bajé dos, tres escalones. Todo, como antes. O sea, silencio, misterio y miedo. Oí una lejana sirena. Imaginé un carro de la policía, y después, a varios agentes armados que rodeaban el sitio, y a uno que gritaba por un megáfono que me rindiera, que saliera con las manos en alto. Sonreí. Todo era tan absurdo, que lo único que calmaba toda aquella locura era una sonrisa. Sonreí. Volví a asomarme por la escalera, miré que habían pasado un minuto y diez segundos desde que había definido un plazo, y sin que me importaran ni el plazo ni mi imaginación ni lo que pudiera acontecer, me escapé por la ventana.

De la ventana salté al techo de una casa vecina, y de ahí, a otro, y a uno más, hasta que hallé una escalera como de incendios en la parte posterior de un edificio, y me aferré a ella cual garrapata. Bajé, y a mitad de la bajada, salté a un pasadizo oscuro repleto de canecas negras e inmensas. Me escondí un rato para respirar y tomar alguna decisión. Me declaré, oficialmente, fugitivo y me sentí desamparado. No tenía a nadie a quien recurrir, o al menos, no cerca, y tampoco a dónde ir, pues supuse que la señora Sandoval y su cuadrilla hacía rato sabían en qué lugar me podían encontrar. Comenzó a llover. La lluvia y la basura se mezclaron y todo me empezó a oler a podrido. El callejón, la basura, la lluvia, la señora Sandoval, los curas del seminario, el padre Benito, Tomás, la señora Rosa, el párroco de la iglesia de San Francisco, don Roberto. La lluvia arreció. Pasó el carro de la basura. Dos tipos de overol negro y pocas palabras me vieron, pasaron por encima, se llevaron las canecas y las desocuparon. Uno, como en broma, me dijo que ahí estaban, bien limpias, mi hermano, para que me echara dentro. Cuando se fueron, me largué a llorar. Lloré por mi infancia, tan lejana en años y en tierra, por mi adolescencia, por mis trabajitos, por mi fe y por mis dudas, por mis padres y mis tíos, por el Ave María de Haendel, por todos los otros Ave Marías, por Dios y el seminario y los novicios, por Jesucristo y por el seminarista de los ojos negros, de Miguel Ramos Carrión, por Ramos Carrión y todos los poetas, por mi ingenuidad y mi vulnerabilidad, por la lluvia, por la noche, por el hambre, por los miserables y por Víctor Hugo y por mi no futuro.

Porque en ese instante no vislumbraba ningún futuro importante para mí. Todo era negro, como la noche con la lluvia y la basura, como aquel callejón. Todo era tan negro, que ni cuenta me di de que había dejado de llover, y de que yo mismo había dejado de llorar. De pronto, comencé a sentirme vivo de nuevo. Con fuerza. Recordé viejas canciones. Pensé en viejos personajes que se habían sobrepuesto a todo y habían logrado hacer su obra, fuera la que fuera. Nietzsche, tan prohibido en el seminario, Dostoievski, tan aceptado, Kafka, Van Gogh, Rodolfo Walsh. Todos tenían su historia y eran un ejemplo, y todos habían luchado contra la negrura de tantas cosas. Envalentonado, me puse de pie y caminé entre calles y siempre pegado a las paredes o a los muros. Llegué al hotel con cara de espanto. Ni saludé ni pregunté nada. Que no me hablaran era la mejor de las señales, pensé mientras me miraba en el espejo del ascensor. Significaba, o podía significar, que ni la señora Sandoval ni sus cómplices habían ido a buscarme. Me vi demacrado, pero felizmente demacrado. Sentía que de nuevo era protagonista de algo, y así llegué a mi habitación, la 403. Apenas entré, eché un vistazo rápido. No noté nada extraño. Me bañé, volví a leer el palimpsesto de don Roberto, anoté posibilidades, vi de nuevo el original y concluí que los únicos que podrían colaborarme en lo que necesitaba, irónicamente, eran Tomás y la señora Esmeraldas, pues eran los únicos que no tenían nada que ver con la curia.

De alguna manera, asocié a la iglesia con las plumas, y las plumas con algún tipo de mafia. Tomás y la señora Esmeraldas podían ser una mafia, pero lo eran de frente, sin sotanas ni discursos ni biblias de por medio. Yo mismo me sentí un impostor. Aunque huyera, aunque estuviera imbuido en el lío de las estilográficas y la cuenta secreta, seguía siendo un sacerdote, ordenado según todos los preceptos de la iglesia. Sin sotana, pero cura. Así, cual impostor, me quedé dormido. Cuando me levanté, tipo seis de la mañana del día siguiente, vi un sobre a pocas cuartas de la puerta de mi cuarto.

En un principio creí que aún estaba entre sueños, pero en pocos segundos brinqué de la cama y fui a ver de qué se trataba. Antes de abrirlo, salí al hall para ver si había alguien. Una sombra de mañana que se estuviera escurriendo por el pasadizo. Obviamente, no había nadie. Arriesgando lo que tuviera que arriesgar, dejé el sobre sobre una de las mesitas de noche y salí a comprar un paquete de cigarrillos. Por fortuna, encontré una tienda abierta a pocos metros del hotel. Cuando regresé a mi cuarto, tomé el sobre y lo abrí como cuando de niño abría los regalos de navidad, a la que saliera.

Había dos hojas, escritas en una suntuosa caligrafía que, supuse, era de mujer. Miré el encabezado, Reverendo padre Andrés, vi cuatro o cinco palabras regadas por las hojas y leí la firma, L.S. Temblé. Las hojas comenzaron a bailar. Encendí un cigarrillo y leí de nuevo el final. Aquellas dos iniciales eran la vida.

Me parecieron la vida, muy a pesar de la señora Sandoval y de mí. Muy a pesar de todo. Sobresaltado aún por la firma de aquellas dos hojas, comencé a leer en voz baja y despacio, alternando mi voz con la que recordaba de Lucrecia Sandoval.

L.S. “Reverendo padre Andrés: Espero sepa disculpar mis posibles errores en esta carta, y sobre todas las cosas, el atrevimiento que me he tomado para escribirle y enviarle estas letras a su hotel. No soy muy dada a escribir. También quiero ofrecerle excusas por haberlo dejado ayer en el mezzanine de la tienda de don Jerónimo. No era mi intención. Cuando estaba a punto de subir con una bandeja de café y panes, me llamaron de urgencia para un asunto personal en la casa, que como usted ya sabe, está ubicada a pocas cuadras de la tienda”.

P.A. “Habiendo hecho la anterior aclaración, comienzo con el asunto que me tiene preocupada, y es el documento del cual usted tuvo a bien comentarme. Si no estoy mal, sé de qué se trata. No me preocupa que esté en sus santas y reverenciadas manos. Me preocupa lo que diga ahí y la opinión que usted se habrá hecho de mi persona. Digamos, para empezar a entendernos, que ese documento lo escribí y firmé en una situación muy particular. Para serle franca: no estaba en mis cabales. La confesión que usted tiene en su poder me fue arrancada bajo el influjo de drogas alucinógenas”.

L.S. “Se preguntará, con justa razón, por qué me hallaba yo en ese estado. Por el momento, sólo podré decirle que la noche anterior había estado sumamente alterada, en medio de una situación profundamente compleja. Para tranquilizarme, la persona con la que me encontraba me dio a beber un trago de whisky, que como se podrá imaginar, no fue únicamente un trago. Digamos, para salvar mi integridad, que no supe qué fue lo que aconteció después de los primeros dos vasos de whisky. Cuando volví a tener un poco de conciencia, me encontraba a solas en un apartamento que no reconocí”.

P.A. “Al llegar a mi casa, no viene a cuento cómo, recibí la llamada de una mujer que me leyó la declaración que usted tiene en su poder. Me aclaró que era mi letra, esta misma letra con la que le escribo, con unos años menos, por supuesto, y que llevaba mi firma. Cuando finalizó la lectura, me dijo que estaban dispuestos a negociar conmigo, que me volverían a contactar, y colgó. Desde ese preciso instante, estuve pendiente del teléfono, hasta que a la mañana siguiente un señor se comunicó conmigo. Me dijo que habían acordado negociar conmigo en unos términos que serían accesibles para mí”.

L.S. “Como si hubiera comprado una nevera o un televisor, me informaron que debía pagarles la suma de Xx mensualmente, por un tiempo de cinco años. No era necesario que me dijeran lo que podía ocurrir si llegaba a incumplir la negociación. Antes de finalizar la comunicación, porque aquello no fue una conversación, y mucho menos una negociación, como decían, el señor me dio la orden de que fuera a un apartado postal en el edificio del cine Libertador, en la 62 con 13, y que recogiera un recibo allí con los términos de la negociación. Me dirigí hacia el sitio indicado apenas el señor colgó”.

P.A. “Cuando arribé a la oficina postal, un funcionario de medio rango me llevó al depósito, me entregó una llave y se apartó para que yo recogiera el mencionado recibo, que decía exactamente lo que el señor me había informado antes por teléfono. Cuando salí de ahí miré a todos lados y empecé a sentir una desagradable sensación de paranoia. Supuse que alguien me vigilaba. O la señora que me había hablado el día anterior, o el señor de la mañana siguiente, u otra persona. El recibo, que en realidad era una hoja de instrucciones, indicaba el monto de las cuotas, el plazo, de cinco años, como me lo habían advertido antes, y una dirección adonde debía llevar el dinero”.

L.S. “La primera entrega debía realizarla a los cinco días. Haber entendido las instrucciones me tranquilizó un poco, y en ese estado, de inmediato, me dirigí a la dirección que me habían anotado en la hoja. Llegué en menos de veinte minutos. Mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que el lugar al que debía llevar el dinero era el Seminario Mayor de Bogotá. Apenas divisé el número de la placa de la entrada, seguí de largo hasta que me detuve en una panadería, ubicada unos metros al norte de los edificios de los oficiales del ejército. Necesitaba pensar”.

P.A. “No se lo voy a negar: dudé que la dirección de la hoja concordara con la del Seminario. Creí que había un error. Pensé en regresar y constatarlo, pero luego se me ocurrió una idea mejor: mirar en el directorio. Pedí prestado uno, y constaté que las dos direcciones se correspondían. No había errores. Más intrigada en ese momento por el asunto del seminario que por el chantaje del que estaba siendo víctima, me devolví a la casa. Yo conocía de tiempo atrás al superior del Seminario, el padre Benito, como usted lo ha podido comprobar por las dos veces que nos hemos visto”.

L.S. “Una vez llegué, lo llamé, sin siquiera mirar la hora. Nadie me respondió, pues debían estar en misa de once. Volví a llamarlo cuarenta minutos más tarde, cuando calculé que ya estaba en disposición de responder. Así fue. Me saludó con una gran amabilidad y me preguntó en qué podía serme útil. Le pedí una cita con urgencia. Luego de pensar un rato, y seguramente de mirar en su agenda, dijo que podía verme al día siguiente a las tres de la tarde, pero que si el asunto era de suma importancia, podía decirle lo que acontecía por teléfono y en ese mismo instante”.

P.A. “Preferí hablarle en persona. Como a usted ahora, le conté todo, desde la noche en la que me tomé los whiskys, hasta cuando constaté las direcciones de la hoja y del Seminario. Cuando acabé, el padre Benito se sentó a mi lado, me tomó de las manos y me dijo que los designios del señor eran insondables. Me convidó a rezar el rosario con él. Pese a mi incertidumbre y a mi desesperación, haber rezado con el padre Benito me calmó. Al terminar, nos dimos la bendición y me preguntó qué era lo que me tenía tan alterada la noche de los whiskys. No quería contarle a nadie lo que me había ocurrido por mi culpa, sin embargo, no tuve alternativa”.

Libreto Original

Fernando Araújo Vélez

Por * Redacción Cultura

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