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Los que no quisieron el Óscar

Los premios de la Academia son el mayor reconocimiento en el mundo del cine. Toda la industria cinematográfica se honra al recibir, al menos, una nominación; sin embargo, hay quienes le han dado la espalda a la estatuilla dorada.

Laura Galindo M.
07 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.

- “¡Roberto!” –grita Sofía Loren veinte años más joven mientras agita en su mano izquierda el sobre con el resultado del Óscar a mejor película extranjera. Entre el público, Roberto Benigni sacude los pies como quien pedalea una bicicleta imaginaria y se levanta con una sonrisa desencajada. De un brinco, se monta en el espaldar de la silla de enfrente y con los brazos abiertos dibuja círculos en el aire. Parece perder el equilibrio, se tambalea de atrás a adelante, amenaza con caerse. Se encuentra con las manos extendidas de los demás asistentes, listas para salvarlo y felicitarlo al mismo tiempo y, entre gritos y ovaciones, corre hasta el escenario. Sube saltando los escalones, abraza a Sofía y tras una venia exagerada, recibe la estatuilla.

–Estoy aquí. ¡Gracias, gracias! –dice en un inglés enredado y desdibujado por las “erres” italianas–. Este es un momento de alegría y quiero besarlos a todos porque ustedes son el rostro de la alegría.

Es 1999 y La vida es bella, película que dirigió y protagonizó dos años antes, acaba de ganar el primero de los tres premios de la Academia que se llevará esa noche.

Ganarse un Óscar es ganarse el reconocimiento más importante en la industria del cine. Es llevarse un guerrero de estaño que mide 34 centímetros, pesa 4 kilos y representa, según el director Henry Laguado, “la permanencia durante mucho tiempo en el mundo cinematográfico de Hollywood”. Es también, poder cobrar más caro. Según la revista Forbes, los actores que tienen un Óscar ganan hasta 10 millones de dólares más que los que no lo tienen. Reese Witherspoon, ganadora del premio a mejor actriz en el 2008 por la película Walk the line, recibe 28 millones de dólares anuales, mientras Sarah Jessica Parker, sin premios Óscar aún, recibe 15 millones. Ganarse un Óscar de la Academia es hacerse taquillero y, aún así, hay quienes se han negado a recibirlo.

 

El primero de todos

–Aceptarlo sería darles la espalda a casi mil miembros del gremio de escritores –dijo Dudley Nichols en 1936, luego de ganar y rechazar el Óscar a mejor guión con la película El informante–. Sería retroceder en convicciones a las que he llegado honestamente e invalidar tres años de lucha juntos.

El 24 de octubre de 1929 se quebró la bolsa de Wall Street en Estados Unidos y comenzó la Gran Depresión. Se cayeron los precios de todo, las exportaciones y las obras públicas. El mundo entró en crisis y ni el arte ni el cine se salvaron. Por fuera de Hollywood, los actores ganaban 34 dólares a la semana, y adentro, los guionistas se volvieron propiedad de los estudios. Eran “artistas”, no empleados. Las empresas podían prestárselos entre sí y utilizar sus obras varias veces sin darles el crédito. Los bandos quedaron claros: de un lado, los productores apoyados por la Academia –la misma Academia de los Óscar–, y del otro, los guionistas y actores.

Para los premios de 1936 cada bando tenía su favorita en la categoría de mejor guión: Mutiny on the Bounty, de Irving Thalberg, por parte de los productores, y El informante, de Dudley Nichols, por parte de los guionistas. Era la guerra de siempre, la de los fuertes contra los débiles, la de los poderosos contra los trabajadores, la de los de arriba contra los de abajo. ¡Y qué sorpresa! Esa vez ganaron los de abajo, los débiles, los trabajadores, los guionistas. Ganó Nichols y se dio el lujo de no querer ganar.

El general Patton

Al fondo, una enorme bandera de Estados Unidos y el sonido marcial de una trompeta. Al centro, George C. Scott convertido en el General Patton, uno de los más temidos del ejercito estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. Los talones juntos, las piernas tensas, el pecho erguido. Más de veinte condecoraciones en la chaqueta de su uniforme y un revólver Colt 45 con cacha blanca en la cintura. Se lleva la mano derecha a la frente y descansa el dedo del medio en la visera del casco. Saluda.

–Ahora quiero que recuerden que ningún bastardo ganó la guerra muriendo por su país. La ganó haciendo que otro pobre bastardo muriera por el suyo –dice con las manos atrás y los pies abiertos a la altura de los hombros–.

Esta es una de las escenas más recordadas de Patton, la película que en 1971 le dio a George Scott el Óscar a mejor actor y que tuvo que recibir en su nombre Frank MacCarthy, productor de la cinta, luego de que Scott se negara a hacerlo. “La ceremonia de los Óscar es un desfile de carne, degradante y corrupto”, dijo el actor. Scott no solo renegó de las políticas de la Academia, tampoco vio la ceremonia porque a la misma hora transmitían un partido de hockey en el otro canal.

El padrino

Una horda de indios mezcaleros arremete con sus arcos y flechas contra unos cuantos blancos atrincherados que han logrado escapar del campo de prisioneros de Fort Bravo. Una tribu de apaches furiosos y a caballo dispara sus rifles hacia una carreta de colonos que viajan de Arizona a Nuevo México. Un hombre vuelve a su casa luego de haber estado en la guerra y descubre que los indios comanches han asesinado a toda su familia y secuestrado a su sobrina. Según Hollywood, así eran los indios americanos de hace medio siglo. Salvajes de naturaleza asesina que disparaban flechas envenenadas y quemaban pueblos enteros.

–Los indios han sido trágicamente tergiversados en la películas, en los libros de historia, en nuestras actitudes. Escuchamos que somos un país que defiende la libertad, lo correcto y lo justo, pero esto no aplica para quienes no son blancos –dice Marlon Brando en una entrevista para The Dick Cavett Show en 1973, luego de rechazar el Óscar a mejor actor por la película El padrino.

El día en que lo premiaron por haber sido un gran Vitto Corleone, Brando prefirió no asistir. En su lugar se presentó Sacheen Littlefeather, apache y activista por los derechos civiles de los indios estadounidenses, y en los sesenta segundos que le permitió la Academia anunció que Brando declinaría el Óscar porque estaba en desacuerdo con el tratamiento que les daba la industria hollywoodense a los indios americanos. “Ruego porque en un futuro nuestros corazones y nuestros entendimientos se encuentren con el amor y la generosidad. Gracias en nombre de Marlon Brando”, se despidió Sacheen entre aplausos y abucheos.

La dama de honor

En 1981, Peter O’Toole escuchó su nombre durante la ceremonia de los Premios Óscar.

–Por su actuación como el director egocéntrico al que nada detiene en su afán de conseguir el último efecto en una profesión en la que el efecto lo es todo: Peter O’Toole en The stunt man, dijo Sally Field, encargada de presentar la categoría.

O’Toole, entre el público, acomodó los labios en una sonrisa y le susurró algo a su novia, la modelo Karen Brown.

–Y el ganador es: Robert De Niro por Raging bull.

Era la sexta vez que estaba nominado a mejor actor y la sexta vez que otro se llevaba el premio. Había ocurrido con Lawrence of Arabia, Becket, The lion in winter, Goodbye Mr. Chips, The ruling class, y volvería a pasar con My favorite year. “Siempre la dama de honor y nunca la novia”, se habían burlado los críticos.

En el año 2003 la Academia acordó recompensar sus contribuciones a la historia del cine con un Óscar honorario, pero está vez fue un O’Toole de setenta años quien los dejó plantados. Rechazó el premio y argumentó que no estaba retirado y todavía tenía tiempo de ganar uno actuando. Frank Pierson, presidente de la Academia, respondió que ese no era un premio de jubilación, sino uno para celebrar su carrera. Que varios actores con óscares honorarios como Paul Newman y Henry Fonda habían vuelto a ganar en los años siguientes, y que era un desperdicio no recibirlo. Entonces, Peter acepto.

–¡Siempre la dama de honor y nunca la novia mi zapato! Tengo mi propio Óscar y estará conmigo hasta que la muerte nos separe –dijo en el Teatro Kodak de Los Ángeles, cuando recibió la estatuilla de manos de Meryl Streep.

Y por suerte lo hizo, porque en su siguiente nominación, a mejor actor por la película Venus, tampoco ganó.

Los demás

Cuando Katharine Hepburn ganó su primer Óscar a mejor actriz con la película Morning glory, pidió a su agente, Leland Hayward, que rechazara el premio en su nombre. En una carta que debía leer durante la ceremonia, Hepburn explicaba que ella no creía en premios y no sentía la necesidad de competir. Leland guardó la carta en su bolsillo y al recibir la estatuilla dijo: “¡Muchas gracias! Para Katharine esto es un honor”. Doce veces estuvo nominada, cuatro veces ganó y, aunque no volvió a rechazar el premio, nunca estuvo para recibirlo. “Por cobarde. Me daba miedo no ganar”, confesó alguna vez en una entrevista para The Dick Cavett Show. En 1978 el nombre de Woody Allen apareció en los Óscar por primera vez. Su película Annie Hall recibió cinco nominaciones, de las que ganó cuatro. La ceremonia fue en el Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles y Allen nunca llegó. Estaba en un bar de Manhattan, como todos los lunes, tocando clarinete en una banda de jazz. A pesar de haber estado nominado más de veinte veces y de ser considerado por la crítica como una “fábrica de óscares”, Woody Allen jamás ha asistido. “No tengo ningún respeto por este tipo de ceremonias. No creo que ellos sepan lo que hacen. Cuando ves quién gana o quién no gana, te das cuenta del poco sentido que tienen estas cosas”, dijo a la revista Mental Floss.

Hace seis años, un Óscar honorífico hizo polémica en Hollywood. La academia quiso premiar al director Jean-Luc Godard, junto a Francis Coppola y al actor Eli Wallach, en una ceremonia especial. Para muchos, darle un Óscar a Godard, acusado siempre de antisemita, era imperdonable. Al director, que vive en Suiza, pareció importarle poco la controversia y ni siquiera llegó a la premiación. “Jean-Luc no va a ir hasta América. Ya está muy viejo para esas cosas. ¿Iría usted tan lejos solo por un pedazo de metal?”, dijo Anne-Marie Mieville, su compañera de producción y actual pareja, al periódico The Australian. “El Óscar no significa nada para mí, pero si la Academia quiere hacerlo, que lo haga”, dijo Godard en una entrevista para el periódico alemán Neue Zürcher Zeitung.

Aunque Woody Allen y Katharine Hepburn sí han asistido a los Óscar –él para presentar una cinta tributo a Nueva York luego de los atentados del 11 de septiembre y ella para entregarle el premio Thalberg al productor Lawrence Weingarten en 1973–, ninguno de los dos ha recogido nunca un premio propio. Pero ni ellos, ni George Scott, ni Peter O’Toole, ni Jean-Luc Godard le han dicho que no al guerrero de estaño de 24 centímetros, 4 kilos y un contrato tácito de permanencia en Hollywood.

 

 

Por Laura Galindo M.

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