A los 30 años: sin nada más que el mundo

Supuestamente así no debe ser la vida al rondar el temido tercer piso que deprime a muchos, como si la vida se acabara a cierta edad y no debido la muerte. No tengo casa, ni sueldo fijo, ni esposo, ni hijos. Viajar, eso es lo que hago.

Natalia Méndez Sarmiento
22 de julio de 2017 - 04:50 a. m.
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Tengo casi 31 años y no maduro… o eso dicen. La razón es que no tengo casa, ni sueldo fijo, ni esposo, ni hijos. ¿Qué haces de la vida?, preguntan los curiosos que dan por sentado que se avecina un fracaso inminente, por intentar retrasar las obligaciones sociales impuestas de esta edad. Viajar, eso es lo que hago.

Supuestamente así no debe ser la vida al rondar el temido tercer piso que deprime a muchos, como si la vida se acabara a cierta edad y no debido la muerte. En mi caso ya debería tener, si bien no una casa, al menos un crédito hipotecario, o por lo menos un trabajo en el que devengara un sueldo fijo.

La cuestión es que, al no tenerlo, los cuestionamientos se hacen cada vez más frecuentes. Como los de mi padre, que un día sentados a la mesa indagó si yo era consciente de lo que significaba comenzar a hacerse viejo sin un capital, porque, además, tampoco tengo el dinero mensual fijo para abonar a mi jubilación, que debería comenzar a recibir en 35 años.

Las respuestas no son fáciles porque a veces sí lo pienso. Pienso en los días en que ya no pueda o quiera seguir caminando y me pregunto qué haré entonces, qué haré si se supone que ya es tarde.

Al hacerme esas preguntas en silencio, sin ninguna idea externa interviniendo, resultan insulsas para el sentir de un ser viajero. No he logrado hallar el sentido a una existencia que no sea itinerante y a vivir en contra de mis propias convicciones los próximos 35 años. Es un hecho que el dinero es necesario, es inútil luchar contra lo evidente, pero no puede ser el eje de una vida, debe ser más bien el medio para llegar a fines que no son necesariamente funestos.

De manera que lo pienso una y otra vez, pero no le encuentro cabida a la preocupación porque hay una estrella con todos. Cada día hago de mi pasión por los viajes un trabajo: escribo, ilustro, tomo fotografías y ando siempre en constante movimiento. Los viajes son grandes maestros que enseñan que si uno no para, la vida tampoco, y en el momento justo, cuando se necesita, no antes ni después, se presenta la oportunidad para seguir avanzando.

La felicidad, así como la manera de encontrarla, es relativa, de acuerdo a la perspectiva de cada quien. La mía se encuentra en las carreteras, en las anchas, las grandes, las pequeñas y las de ripio; en las cervezas que me invitan los camioneros y en las sonrisas sorpresivas de quienes me suben a un auto cuando hago autostop; en los desconocidos que aparecen en un bus, en el hostal, en la calle, en la habitación, y se convierten en amigos, amores y en familia viajera, y en la simpleza de dormir en una carpa con la bóveda celeste alrededor sintiéndome parte de todo.

Viajar es un aspecto ineludible de mi existencia, por lo que aprendo, lo que veo y por ser un catalizador de la transformación interior. Lo material se va haciendo innecesario, una casa cabe en una mochila y palabras nuevas toman sentido. Da miedo, pero a la vez se goza de la incertidumbre, de la novedad y del desequilibrio. Sin lugar a dudas es excitante perderse una y otra vez en el camino para reencontrarse, reaprender y aprender del mundo.

Los viajes enseñan que sabemos poco, pero a la vez dan infinitas lecciones. Más allá de cultura general, historia o geografía, se aprende a ver al mundo como un todo y a todos como parte del mismo. Es un remedio infalible contra la intolerancia y el ego; todo comienza a verse diferente: las personas, las ideas, el interior y los contextos. Son una travesía chocante contra las propias concepciones, lo que abre la posibilidad de transformarlas y darles mayor sentido.

No siempre se es feliz en la ruta, pero la tristeza, la nostalgia, la rabia y la amargura también hacen parte de este tránsito por la Tierra.

A mis 30 años, deseo que esta vuelta al mundo no acabe cuando la edad me lo exija, sino cuando parar sea sinónimo de felicidad. He conocido viajeros de 20, 30, 40, 50 y hacia arriba, porque nunca es tarde y nunca se está viejo para ser feliz, y para dejar atrás la concepción de una vida encasillada por un gran colectivo.

Por Natalia Méndez Sarmiento

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