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Andrés “el Cangle” Jiménez: el eterno luthier de las flautas de millo

Con 75 años encima, este hombre, una especie de flautista de Hamelin, recorría las calles de Barranquilla y Soledad, Atlántico, para ofrecer, por $5.000 los instrumentos tradicionales que él mismo fabricaba.

Jennifer Cabana Peláez / Especial para El Espectador
28 de marzo de 2021 - 02:00 a. m.
Andrés “el Cangle” Jiménez empezó a vender sus flautas de millo a los 10 años.
Andrés “el Cangle” Jiménez empezó a vender sus flautas de millo a los 10 años.
Foto: Jennifer Cabana Peláez

De repente, llegaba un estallido con sabor a cumbia que transformaba el ambiente. No importaba la fecha, podía ser una mañana de abril, una tarde de agosto o algún día previo al Carnaval, pero siempre pasaba él con su sombrero vueltiao, mochila guindada, una flauta de millo en su mano derecha- la propia, la que tocaba- y cinco más en la otra.

Era Andrés ‘El Cangle’ Jiménez, una especie de Flautista de Hamelin -versión criolla- un hombre que recorría las calles de Barranquilla y Soledad, Atlántico para ofrecer diariamente, por cinco mil pesos, las flautas de millo que él mismo hacía. Caminaba y dejaba como huella invisible los sonidos distintivos de sus cañas. Esas que quedaron en silencio el pasado 23 de noviembre.

Tres meses previos a que llegara la pandemia a Colombia, el 3 de diciembre de 2019 para ser preciso, ‘El Cangle’ se levantó, como de costumbre, a las seis de la mañana.

En su casa, ubicada en el barrio Mesolandia de Malambo, se vistió de franela roja, un jean desgastado, tenis blancos y el sombrero de caña flecha que siempre usaba. De lejos, parecía ‘un pelao’. De cerca se notaban las múltiples líneas y manchas de su piel canela -tostada de sol- los cabellos veteados de blanco y gris, su contextura delgada, y una mirada cansada que revelaba sus 74 años.

Aquella mañana, tomó la mochila de tela azul que lucía por esos días y la llenó de flautas hechas y otras por hacer. Guardó sus herramientas de trabajo: un cuchillo, una lija y una vara metálica. Estaba contento porque acababa de grabar su primera producción discográfica, un álbum titulado ‘Mi vida en Soledad’, producido por un paisa llamado Román González.

Desde Medellín, le habían mandado 33 copias del disco en el que salía en la carátula colorada, feliz y vestido de cumbiambero. Ese martes, ofrecería también al público callejero sus puyas, bambuquitos, jalaos y cumbias.

Al interior de su hogar de tablas rosadas, que no medía más de ocho metros por tres, un puñado de palos de carrizo-recién cortados- se sostenían contra una pared. Un pendón colgado junto a su cama evocaba la vez que fue Rey Momo de las carnestolendas de Soledad en 2014. Sobre una mesa larga de madera, tenía su estufa de gas, un reproductor de CDs y un reguero de pastillas que tomaba para regular la presión arterial, el dolor en los huesos y otros achaques.

Afuera, al lado de la casa, conservaba con recelo su jardín de carrizos, la planta y materia prima con la que hacía las flautas.

***

Nací en la Calle 24 No. 21-78 (Soledad) y me crie entre tamboleros”, solía presentarse en entrevistas. Su papá y abuelo fueron músicos y desde niño estuvo rodeado de gaitas, flautas, tambores alegres, maracas y tamboras. El menor de nueve hermanos, aprendió desde los 9 años a cortar las varas de millo -más adelante carrizo- para dar vida a uno de los instrumentos más significativos de la región, la flauta que conjuga la cumbia y que pone alegre a cualquiera. A los 10, empezó a venderlas por las calles.

Para aquel entonces, el pequeño no sabía que ese sería su oficio de por vida, que nunca tendría una pensión y que las flautas le darían, literalmente, el “pan de cada día”.

Lo que sí supo siempre era que una buena flauta se podía tocar en cualquier momento, no solo en épocas de Carnaval como equivocadamente se tiende a limitar la música folclórica.

Tanto ‘El Cangle’ como su hermano Diofante Jiménez, compositor de ‘La Puya Loca’, hicieron parte de La Cumbia Soledeña. Tocó con el conjunto legendario como suplente, pero su nombre nunca fue destacado ni referenciado.

No llegó hasta el Madison Square Garden de Nueva York con la Soledeña, pero sí viajó mucho gracias a sus flautas. Recorrió los pueblos del Caribe y las capitales de Colombia. En el Festival del Pito Atravesao’ de Morroa, Sucre, ganó 11 hamacas por su destreza al tocar.

A Ingrid Patricia, Claudia María, Sonia Esther, Ana Julia, Andrés Miguel y Deivid Gabriel “nunca les faltó un plato de comida”. A punta de flautas, ‘El Cangle’ alimentó y educó a sus seis hijos.

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Salía a trabajar, de lunes a domingo, sin tener un rumbo fijo. “Cuando llego a la esquina me decido para donde voy. A veces me bajo en Carrizal, Las Palmas o la Calle 72. Hoy, voy al Paseo Bolívar”.

Esa mañana, hacia las 8, se bajó en la Carrera 40 con Calle 40 del centro de Barranquilla.

“¡Papa bello!”, lo saludó un gordo calvo y alegre mientras que revolvía jugo de naranja en su tazón metálico.

Con un andar ni muy lento ni muy rápido, ‘El Cangle’ se paseó por la acera, haciendo bulla cada tantos pasos. Pausó en la calle contraria a la Biblioteca Meira del Mar -frente a una panadería esquinera. Allí sacó las varitas y empezó a crearles las lengüetas y los cuatro huecos que les hacían falta para convertirse en flautas.

Llamaba la atención, verlo ahí sentado en un bordillo sin afán, transformando un elemento arrojado por la Tierra en un potente instrumento de viento. De un momento a otro, se le acercaron tres personas. Primero, un hombre de alrededor de cincuenta años. Se acomodó en el piso al lado del músico, tomó una caña y, sin éxito, trató de sacarle sonido. Luego, apareció un joven de veintipico, se agachó junto al par de señores y agarró también una flauta. De último, se arrimó un niño curioso de no más de 10 años.

‘El Cangle’, enseñó tanto en casas de cultura como en las esquinas de la calle. Regalaba flautas a los muchachos de su barrio con el fin de que aprendieran a hacer música y no anduvieran en “malos pasos”.

En esta ocasión, le vendió una a cada adulto y con ellas la guía sencilla que se había inventado y que imprimía en un cuarto de hoja. El niño se fue con las manos vacías, halado por sus abuelos.

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Más adelante, cerca del Centro Cívico, ‘El Cangle’ se volvió a detener. Jamás fumó, sin embargo, le compró dos cigarros de canela a un vendedor ambulante de cuyo cuello colgaban diversos productos. Encendió y carburó uno, pero en vez de aspirar, botó inmediatamente el humo por la boca. Usó la punta del cigarrillo prendido para sellar los huecos que había formado en las cañas. Por unos segundos, paró en aquella intersección un bus amarillo de la empresa ‘María Modelo’. Pasajeros chismosos observaron la escena del viejo trabajando, hasta que el cambio del semáforo se los llevó, sin alcanzar a ver las flautas terminadas.

Una por una, ‘El Cangle’ las revisó y las guardó con cuidado en su mochila. Siguió caminando. Las brisas decembrinas guardaban sus pasos.

Deme una flauta bien bonita pa’ hacer bulla ahora que gane el Junior”, le dijo un moreno de lentes oscuros. “¡Uepajé carajo!”, le gritó un vendedor de lotería conocido. Había acumulado muchos amigos trabajando en la calle.

Y así como había camaradas, también aparecían impostores.

Hacia la 1:00 p.m. de aquella jornada, ‘El Cangle’ terminó abruptamente su trabajo. Un farsante simuló comprarle dos CDs- los únicos que vendería ese día- con un billete falso de $50 mil pesos. Derrotado, luego de perder la venta del día y dos de sus discos, tomó un bus que lo dejaría en casa de una hija, para almorzar.

Semanas después, gracias a una publicación de la estafa en redes sociales, logró recuperar el dinero que le habían robado.

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Desde el 25 de marzo de 2020, ‘El Cangle’ se resguardó, cumpliendo las estrictas medidas nacionales. Dejó de vender durante más de cuatro meses. El encierro fue duro para él, acostumbrado a laborar diariamente, a ver tantas caras. “Mis hijos ya no quieren que salga, pero si me quedo quieto en la casa me ‘tullo’, quedo sin fuerza en las piernas”, decía.

El 6 de agosto, retomó su rutina, esa que nunca sería igual a la de antes. Salió a ofrecer las 60 flautas que había hecho en cuarentena.

Ese día, tomó la popular calle 72, partiendo desde la carrera 48. Cada tantos pasos, se bajaba el sofocante tapabocas para sonar su flauta. “¡El otro año no habrá Carnaval!”, sentenció un vendedor ambulante imprudente.

‘El Cangle’ rio ante el comentario y siguió su camino, parando a atender a los curiosos por las cañas que rebosaban de su bolso.

No le temía al coronavirus y más bien lo abordaba con la lógica propia de los viejos, “Cuando uno le tiene pánico a una enfermedad es cuando más lo busca a uno”.

Tres meses después, la madrugada del 23 de noviembre, dos paros respiratorios se lo llevaron, tras desarrollar una neumonía. Acababa de cumplir 75 años, el día 9 de ese mismo mes.

Hoy lo esperan, en la casa de su hija mayor, las 15 flautas de millo que no alcanzó a vender y que aún reposan en su mochila.

Por Jennifer Cabana Peláez / Especial para El Espectador

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guillermo(5536)29 de marzo de 2021 - 12:37 a. m.
Muy humana historia de aquellos invisibles y anónimos promotores de cultura. Sería interesante que subieran a YouTube las grabaciones mencionadas.
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