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Crónica: Apuntes de un atardecer sobre el mar

A menudo me pregunto por el llamado del mar, ese anhelo profundo de volver a estar suspendidos en el agua tibia y salada, en ese instante en el que no existe el miedo.

Manuela Lopera * / Especial para El Espectador

12 de febrero de 2025 - 10:00 a. m.
Un atardecer en el caribe colombiano.
Foto: Cortesía de la fotógrafa Sofía Lopera
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Hace un tiempo, pasé una semana en el Caribe. Todas las tardes, en la playa, nos subíamos al kayak y a una tabla con remo que se llama Paddle y que se convirtió en mi actividad favorita. Un día me fui, en la tabla, en busca de uno de esos atardeceres narcóticos, como había hecho las jornadas anteriores. (Lea otra crónica de Manuela Lopera sobre fútbol).

El mar era una piscina, estaba ideal para perseguir la puesta de sol a remo y disfrutar de una experiencia multisensorial de altísima definición. El mar como un lienzo, y el remo como un pincel que va dibujando a su paso, la escena preciosa del cielo cambiando de colores, del naranja al rosado, del lila al morado y al celeste: aquella masa de agua sostenida como una esfera perfecta.

Ese día le dije a J que iba a irme un poco más lejos, pues no había nadie más esperando turno para subirse. El mar estaba tranquilo, como todos los demás días, así que me puse el chaleco y avancé. Iba bordeando la costa, o eso me parecía, siempre con ella a la vista, mientras alucinaba con el espectáculo natural de ese atardecer, y remaba. Me alejé mucho, y todavía con luz solar, supe que debía dar la vuelta. Lo hice con calma, con el ritmo lento de todo el trayecto, pero cuando estaba en dirección a mi destino, me di cuenta de que el viento había cambiado: de repente había olas.

Seguí remando, convencida de que era cuestión de un poco más de esfuerzo, pero la brisa golpeaba mi cara cada vez con más fuerza, y la tabla daba pequeños saltos entre una ola y otra. Miraba la costa, que estaba cada vez más lejos, intentando calcular la distancia, pero no conseguía saberlo con certeza. El sol seguía poniéndose, y los últimos colores se iban diluyendo en el cielo. La tabla saltaba cada vez más, y yo intentaba mantener el equilibrio tomando con fuerza el remo, mientras me decía que no podía perderlo. Pensaba cosas: que ya debían estar inquietos, si saldrían a buscarme, si en realidad estaba avanzando. Calculaba mis fuerzas, me decía que debía mantener la calma. No podía ponerme en contra del mar, así que seguí viéndolo con los ojos de antes, pidiéndole al viento que cambiara de nuevo y me dejara volver. Había sentido tanta libertad, tanto regocijo que me resistía a asustarme, “todavía hay tiempo”, pensaba.

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Empezaron a salir algunas estrellas, ya no había ninguna posibilidad de regresar antes de que se hiciera de noche. Pasaron unos 45 minutos, quizás más, cuando empecé a ver que alguien se aproximaba. Eran J y M, que venían en el kayak, remaban sin descanso. M me llamaba, y giré en su dirección. Respiré aliviada, contenta de que me hubieran encontrado. Aceleré hasta alcanzarlos. Subí con ellos y fuimos remando hasta la costa con dificultad, el viento seguía arreciando fuerte, pero ya éramos tres, dirigiéndonos hacia la orilla. Hicimos silencio, todavía no había pasado el peligro. Le pregunté a J si hubiera podido volver sola y me contestó que no. Me había alejado tanto sin darme cuenta, “porque iba entretenida”, eso me dijo. “Teníamos que encontrarla antes de que se hiciera de noche, menos mal no se sentó”.

En la orilla nos dimos cuenta de que teníamos que volver remando, bordeando la costa, porque estábamos descalzos, lejos de nuestro destino, en una isla poco habitada. Antes de volver al kayak conseguimos hacer una llamada para avisar que estábamos bien. Estaban preocupados, los vecinos y la policía avisados: alguien se había perdido en el mar.

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Emprendimos el regreso, ya aliviados por estar juntos, de habernos encontrado. El cielo estaba estrellado y el mar había mermado su oleaje. Aunque la llamada había tranquilizado, nos esperaron en la playa la hora más que tardamos en volver. Al regresar, mi hija estaba en lágrimas, temiendo convertirse en huérfana, en este atardecer que no auguraba sobresaltos. Esa noche no pudimos hablar de otra cosa, imaginando escenarios, desahogándonos de los nervios, agradecidos porque estábamos completos.

Al día siguiente, me sentí bien a la mañana. Fuimos a la playa a meter los pies y a descansar, pero al mediodía el mundo se me puso de cabeza, presa de un mareo que me tumbó toda la tarde. Había remado durante tres horas sin parar, sorteando las olas e intentando seguir de pie sobre la tabla.

¿Qué nos hace alejarnos de la orilla? Yo no buscaba emociones fuertes, pero mientras avanzaba, lejos de todo, concentrada en remar, sola con mis pensamientos, algo se terminaba de completar, me invadía una sensación hermosa de alegría con el presente, de ligereza. Sentía el vértigo de lo profundo y era como una suerte de hechizo estar flotando sobre la inmensidad, agradecida por la belleza, la eternidad de aquel momento.

A menudo me pregunto por el llamado del mar, ese anhelo profundo de volver a estar suspendidos en el agua tibia y salada, en ese instante en el que no existe el miedo. ¿Cuánto tarda en llegar el miedo?

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Y pienso si no somos más que criaturas arrancadas del agua, que en adelante buscaremos la fuente de la que vinimos para recordar que estamos vivos. Me digo que preguntarse por el miedo es también preguntarse por la orilla y por el mar abierto: que a lo mejor no son más que cambios de perspectiva.

* Periodista freelance, aficionada a la gastronomía. Feminismo y literatura. Cocinera en @ele_cocina

Por Manuela Lopera * / Especial para El Espectador

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