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Edgardo Román: aplauso eterno para un maestro

El actor, de extensa carrera en cine, teatro y televisión, murió este viernes a los 71 años. Libia Stella Gómez, directora y guionista de “La historia del baúl rosado”, una de las obras cumbre del intérprete, recuerda su legado.

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Libia Stella Gómez Díaz*
08 de enero de 2022 - 01:30 a. m.
En la imagen, de izquierda a derecha: Federico Durán (productor), Dolores Heredia (actriz), Edgardo Román y Libia Stella Gómez (directora y guionista). / Cortesía: foto fija de "La historia del baúl rosado" - Juan Antonio Monsalve
En la imagen, de izquierda a derecha: Federico Durán (productor), Dolores Heredia (actriz), Edgardo Román y Libia Stella Gómez (directora y guionista). / Cortesía: foto fija de "La historia del baúl rosado" - Juan Antonio Monsalve
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Conocí a Edgardo Román en el teatro. La primera vez que lo vi, quizá fue en la televisión, pero me enamoré de su actuación cuando lo vi en el escenario del Teatro Popular de Bogotá actuando junto a su hijo Julián, un joven actor que seguía cabal los pasos de su padre.

Edgardo tenía presencia escénica. Era fuerte. Sus personajes tenían muchísima energía, les ponía ahínco. Su talante me hizo anhelar que algún día llegaría a trabajar con él. Y mucho antes de escribir La historia del baúl rosado, sabía que Edgardo Román tenía que ser el detective Corzo. Nunca pensé en otro actor porque él era la personificación de mi propio sueño.

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Por eso lo busqué desde que escribí el guion. Hablamos y le propuse el personaje cuando el Baúl solo era una quimera. Él se enamoró de la película y me siguió la cuerda. Federico Durán, el productor, y yo éramos muy jóvenes, recién estábamos empezando, y Edgardo Román nos ayudó a buscar la financiación para cumplir nuestra lucha. Siempre estuvo con nosotros, desde el primer dossier, la primera planificación y la primera escena. Tenía talante y pasión por las causas que lo enamoraban.

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En el rodaje recuerdo que él se llamaba a sí mismo “el actor continuidad”. Y no mentía, no era ninguna broma. Tenía tanto trabajo encima, tanta experiencia. Siempre sabía cómo ubicarse en el plano para que le diera la luz, porque sabía trabajar para la cámara. Era exigente y meticuloso. En las tomas, cuando tocaba repetirlas una y otra vez, siempre sabía milimétricamente el punto en el que el detective Corzo llevaba el cigarrillo. Nunca olvidaba el lugar preciso que tenía que ocupar en el espacio, con respecto a la continuidad y al diálogo. Era exacto y no le gustaba que le pusiéramos marcas de piso, él sabía exactamente dónde tenía que pararse. Sabía dosificar el gesto y entrar en su caracterización todo el tiempo.

A él no le costaba concentrarse. Podía estar tomando del pelo en el set y en un segundo, cuando yo gritaba “acción”, él se metía en el alma del personaje. Era muy técnico para actuar y darle humanidad a su interpretación. Edgardo les entregaba su corazón a los personajes y los hacía propios.

Él venía del mundo que me llevó a ser cineasta: el teatro. Por eso nos entendíamos tan bien, porque a él, como a mí, le gustaba preparar sus escenas, ensayar sus movimientos y ser riguroso con su trabajo. Es una obsesión que tenemos los que venimos de las tablas, que no podemos sacarnos el escenario del alma, del espíritu ni de la cabeza.

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Edgardo Román nos dejó muchas enseñanzas. Pero, tal vez, una de las más importantes es que el arte no es un negocio baladí. Ser artista y ser actor no significa lujos, pompa y espectáculo. Ni es tratar de explotar la pinta y los atributos físicos. Actuar es encarnar personajes. Es vivirlos, más allá de lo creíble o no, para que los espectadores se identifiquen con lo que ven en la pantalla.

En La historia del baúl rosado, el detective Corzo aparentaba ser tosco y rudo, pero Edgardo le dio el matiz necesario para convertirlo en un sujeto real. Una persona tierna y con miedos, que cargaba un complejo profundo por las taras que le dejó la relación con su madre. Un ser en la búsqueda de sí mismo huyendo de los fantasmas que creó en su cabeza. Y solo Edgardo Román podía darle esa profundidad a este personaje, como lo hizo con todos los que interpretó a lo largo de su vida.

La actuación fue su impulso para ser feliz. Sus papeles en películas como Cóndores no entierran todos los días, Tiempo de morir, El embajador de la India, Crónica de una muerte anunciada, Técnicas de duelo y La estrategia del caracol, además del significado que tuvo para la televisión colombiana, permanecerán en la memoria de nuestra historia audiovisual.

Su amor se lo entregó a su escuela y fundación actoral Actuemos. Luchó como pocos por sacar su compañía adelante y formar nuevos actores con la misma pasión que él dejó en el escenario. Edgardo Román siempre tuvo en su cabeza el abandono a los actores y por eso se ponía al frente en la lucha porque se les garantizaran sus derechos. Sus peleas por la dignidad se las heredó a su hijo, Julián, quien recogió las banderas que cargó su padre. Una batalla centrada en defender el lugar de los actores en Colombia, no solo desde la estabilidad económica, sino de su reconocimiento como creadores y artistas. En gran parte el espíritu con el que Julián afronta la vida hoy se debe al tesón que le enseñó su papá.

El legado que nos deja Edgardo Román es enorme. No solo por su extensa carrera en la televisión, el cine y el teatro, sino por el amor con el que se entregó a su trabajo. Cientos de niños que pasaron por su escuela encontraron en la actuación el medio para expresarse y amar como amó Edgardo.

Él fue un actor polifacético, que siempre supo escapar de las casillas en las que querían meterlo para generar actuaciones inolvidables. Y, sin embargo, nunca olvidaré esa noche en la que estrenamos la película y Edgardo, en medio de la alegría, se me acercó para darme un abrazo. Me sonrió y me dio las gracias por la oportunidad de incluirlo en mi sueño y dejarlo dar vida a un personaje lleno de angustias y temores.

Edgardo Román se fue, pero nos deja como herencia, además de su obra, la conciencia de que, más allá de la fama y el éxito, la felicidad está en los sentimientos, el amor y la dignidad con la que se escoge vivir la vida.

*Directora y guionista de La historia del baúl rosado.

Por Libia Stella Gómez Díaz*

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