Emilia Flórez Camero: nuestra Emilia de Chía

Emilia Flórez C. tuvo tiempo para ser militante leal de una saludable bohemia que compartió con su esposo hasta cuando él alzó el vuelo hace 24 años. Homenaje.

Luis Gabriel Jaramillo F.
15 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.
Emilia Flórez Camero fue enfermera. Hizo parte del primer grupo de egresadas de la Universidad Nacional.  / Cortesía
Emilia Flórez Camero fue enfermera. Hizo parte del primer grupo de egresadas de la Universidad Nacional. / Cortesía

Chía, Ciudad de la Luna, enero de 2018

Aunque Emilia Flórez Camero no nació en la Ciudad de la Luna sino en el muy bogotano barrio de Chapinero, echó raíces profundas allá. En compañía de su esposo, el psiquiatra antioqueño Luis Gabriel Jaramillo Echeverri, se radicó a mediados de 1980 en la entonces aldea bucólica, en donde él ejercía como médico director de la Clínica San Juan de Dios. Meses después del arribo de la pareja, la mayoría de sus ocho hijos y sus nacientes familias buscó refugio en cercanías de la casa de papá y mamá, ubicada en el espacioso y arbolado conjunto El Molino, de la vereda Bojacá. Era la Chía de los maizales y cebadales, de la pequeña tienda rural, de los campesinos de ruana de lana virgen y sombrero de fieltro, que entre la niebla de la mañana apacentaban ovejas y labraban la tierra en torno de casitas con estufa de leña y humeante buitrón. Uno o dos años después de establecidos en El Molino —libre de muro de cerramiento y sin red telefónica— su hijo Andrés y su media y devota naranja, Stella, pusieron, a la vera de la variante a Cota, la primera piedra del restaurante locombiano cuyo nombre no es necesario mentar. Tomás, por su parte, a su regreso de España, y su esposa y artista María Victoria —Totó— levantaron en la vereda Tíquiza elTeatro y Taller de Expresión Los Ladrillos, que durante más de tres lustros fue epicentro de la actividad artística y cultural de Chía y sus vecindades. Esteban, el menor de los cinco varones, recién llegado de la Argentina se radicó en el centro del pueblo con Paula, madre de sus hijos mayores, y en el norte de Bogotá fundó la Galería La Cometa, hoy referente mayor en la exposición y circulación de las artes plásticas en Colombia y Latinoamérica. Juan, consagrado pintor abstracto y expresionista, a su regreso de Alemania e Italia estableció con Lucy, su esposa, su casa y estudio en la vereda Fagua, y prosiguió allí la creación de su obra reveladora, en cuyas manchas, colores y transparencias el crítico Eduardo Serrano encuentra una intención mística,  la consideración de la pintura como un ejercicio espiritual, como un acto de trascendencia, como una actividad superior del alma…Luis Gabriel —primogénito de la prole y médico general— archivó por entonces el fonendoscopio y el recetario, y se fue a una isla griega con su guitarra y una mochila de libros; bajo un olivo frondoso y junto a una fuente de agua dulce descubrió lo que llamó la prescindible condición del deber inculcado, y extasiado ante el mar Egeo y su cielo sin nubes se inició en la contemplación del cambiante oleaje y del curso infalible de las constelaciones. Patricia, la mayor de las hijas, aún adolescente se instaló en Bariloche con su idealista esposo argentino —carpintero, guitarrista, hacedor de empanadas— y levantó con él a su hermosa pareja de niñas al son de zambas y cuecas y tangos que él le cantaba, a falta de guita para el arriendo, para el vestido, para el mercado. Clara, psicopedagoga infantil, estableció con el abogado y promotor social Carlos Augusto, su hogar en una casita de la vereda Cerca de Piedra; allí concibieron a Andrés, futuro y gozoso percusionista de congas, y a Simón, quien sería escritor y brillante crítico literario; el talento culinario de Clara hizo que su hermano Andrés la invitara, con éxito, a archivar el diploma universitario y a dar forma y carácter a la cocina del restaurante atípico en ciernes. Claudia, la menor de los ocho, núbil y bella se radicó en una cabaña rodeada de altos nogales y robles en Fonquetá, la vereda apacible; una noche sin luna el poeta nadaísta Jotamario Arbeláez, extraviado en la periferia boscosa de la capital, la descubrió allí solitaria y sonriente; con el favor de los astros y de Nicolás de Tolentino, su santo patrono, el cantor de la nada encontró la senda perdida, y lunas después celebró el milagro de ver convertida en su esposa, su musa y su diosa a la niña de la cabaña. Hasta aquí, los albores de ocho historias de amor y de búsqueda, que ya en su cenit inspiraron a Emilia el poemario Alegría y Dolor ; el común de los versos que lo conforman fue escrito en las noches nostálgicas de su viudez, al calor de uno o dos tragos de whisky, y seguido de una santa y silente oración antes de emprender el camino a la cama. Orar, para Emilia, era entrar en una comunión extática con el espíritu de la paz, el amor, la belleza. Cuando oraba, era nimbada por un aura divina que la embellecía a ella y al mundo. 

Mientras Luis Gabriel, el psiquiatra y esposo, interactuaba con los huéspedes de la clínica —jamás los llamó pacientes— y se valía de su proverbial calidez y en ocasiones, también, de algún psicofármaco, para apaciguar las tempestades del alma, Emilia animaba y cuidaba con fervor indecible la casa, que, más allá de las fuerzas centrífugas que traían consigo los años, seguía siendo el hogar encendido, de puertas y brazos abiertos. Entre más descendientes venían los domingos —u otro día cualquiera de la semana— más alegría y más provisiones colmaban la mesa. Para contribuir a la economía doméstica, Emilia tuvo siempre en la cocina un negocito de postres; su vocación de pequeña empresaria hizo que por más de tres décadas fuera —y siga siéndolo ahora desde el Cielo más alto— proveedora principal de delicias del restaurante de Stella y Andrés.

Nuestra Emilia enriqueció sus amadas labores de ama de casa con actividades sociales e intelectuales que asumió siempre con el compromiso y el entusiasmo que le eran característicos. Escribió cartas colmadas de amor y belleza a los hijos ausentes, y compuso a sus seres queridos los sensitivos versos que Claudia, su hija, compiló en el poemario citado. Entre una y otra bufanda o suéter que tejía a sus hijos se aplicaba a exigentes y para ella amables tareas, como la elaboración del árbol genealógico de los Buendía, del fabuloso Macondo; el aprendizaje de las venturas y desventuras de las deidades griegas; el análisis de la pugna entre las fuerzas del instinto y las del espíritu en obras como Carta al Greco, de Katzanzakis; el estudio de las huellas históricas del paso de Jesús por el mundo… Como presidenta nacional de ex alumnas del colegio María Auxiliadora escribió y pronunció memorables discursos, plenos de elocuente nobleza. Su avidez de conocimiento fue esmeradamente encauzada por sus maestras de primaria y bachillerato, sor Cecilia y sor Ana Zalamea Borda —hermanas de Jorge, el poeta— quienes después de formarse en Italia iniciaron a sus alumnas del María Auxiliadora, de Bogotá, en las letras y en la filosofía; discípulas fieles de ellas, fueron Emilia y su amiga entrañable Alicia Villamarín. Con su alegría y humor proverbiales concurrió, hasta los últimos meses de su vida terrena, a los encuentros del voluntariado de integración social que tenía, y aún tiene lugar, en la finca Paunchicá —vereda Cerca de Piedra— del recordado médico Roberto Rueda Williamson y su esposa Inés Arciniegas. Antes había sido integrante con Luis Gabriel, su esposo, de la Asociación de Amigos y Vecinos de Chía, que hacia 1990 fundaran don Jorge Enrique Salazar —aún hoy residente, a sus cien años de edad, en la Ciudad de la Luna— y Alicia Loboguerrero, su esposa, quien durante lustros dirigió el emblemático Museo del Oro. 

Y fue Emilia, también, enfermera notable; hizo parte del primer grupo de egresadas de esa carrera en la Universidad Nacional. Al inicio de su ejercicio profesional, a mediados del siglo pasado, le fue encomendada la dirección y organización, a nivel nacional, del departamento de enfermería del naciente Seguro Social, labor que desarrolló con excelencia y le deparó la gratitud y el aplauso de médicos y colegas. Ya casada, acompañó a su esposo en el manejo asistencial de la Clínica Los Ángeles, que él fundó y dirigió en su natal Medellín. Años más tarde desempeñó, con la competencia y dedicación que le eran propias, la jefatura de enfermería de la Clínica de Maternidad David Restrepo, de Bogotá. Por último, tuvo a su cargo la dirección de la Clínica de Orientación del Distrito, para niños que habitaban la calle; a uno de ellos —Wilfrido— escribió un conmovido poema del que hacen parte estos versos : …Si hubiera presentido que desde hoy con alas / vuelas alegre por el dulce reino / y que son los querubes tus amigos / y las nubes tus carros y tus juegos / ¡qué mensaje tan largo habrías llevado / de mamá Emilia a tu mamá del cielo…!

Emilia tuvo tiempo, así mismo, para ser militante leal de una saludable bohemia que compartió con su esposo hasta cuando él alzó el vuelo hace 24 años. La casa Jaramillo Flórez acogió siempre con generosidad y alegría a sus visitantes; a todos —ya fueran convidados de papá y mamá, o de uno o varios de sus hijos— se los invitaba con placer verdadero a compartir la mesa, el vino, la palabra fraterna —y si era viernes o sábado, la guitarra y el canto. Extrovertidos o tímidos; ortodoxos o heterodoxos; extranjeros o colombianos, descubrían allá, al cruzar el umbral, una genuina casa de la utopía. De entrada, los sensitivos y sonrientes esposos reconocían en cada quien la dignidad que lo hacía honorable; la individualidad que lo hacía irrepetible; la gracia que lo hacía querible. Tras la partida de Luis Gabriel la casa siguió acogiendo —ahora bajo la incondicionalidad de la madre absoluta— a quienes la visitaban. El espíritu de hermandad y celebración que alentaba bajo su techo, es quizás el remoto origen de la alegría que el restaurante-bar-bailadero de Andrés y Stella despierta en sus comensales. Aún viuda, Emilia fue visitante usual de la feliz creación del sexto de sus hijos. Más de una vez recibió allí la corona con que el lugar distingue a sus huéspedes de excepción. Durante una de sus gozosas coronaciones, uno de los presentes dedicó un brindis —que ella acogió encantada— declarándola Reina de Chía; título acorde, por lo demás, con el amor incondicional de Emilia a su adoptiva Ciudad de la Luna. 

Don Emilio Flórez Saavedra, su padre, nació y creció en Bogotá. Fue pintor y poeta. Tomaba el pincel o la pluma cuando se lo permitía su empleo de telegrafista y expendedor de tiquetes en las estaciones del Ferrocarril del Nordeste : Gachancipá, Nemocón, Chocontá, Sogamoso... Su esposa, Mercedes Camero Escobar, fue Maestra de Escuela en distintos pueblos del paradisíaco Valle de Tenza, tierra de sus ancestros; obtuvo su título en el emblemático Instituto Pedagógico Femenino de Tunja; a sus nietos —14 hembras, 12 varones— les refería con orgullo que su conocimiento de las circunstancias geopolíticas de la llamada guerra europea había sido determinante en el surgimiento del amor de Emilio por ella. A propósito de la ascendencia de Emilia cabe referir que su abuela materna, la guatecana Obdulia Escobar Montejo —mamá Lulita— fue prima hermana, muy cercana en el trato y en los afectos, de Leopoldina Montejo Camero —Polita— madre del periodista y presidente de la república Eduardo Santos Montejo.

Dos meses después de festejar en familia su cumpleaños 95, los hijos y demás descendientes de Emilia le dedicaron, en la voz matinal y diáfana del binomio Las Añez y en torno de su lecho de enferma —¡qué tremenda palabra, si todos los días de su historia habían sido  radiante celebración de la vida!— exquisitas canciones de gratitud y alabanza. Y ciñeron, una vez más, sus sienes, ahora con una guirnalda de flores que la reconocía, no ya como lúdica Reina de Chía, sino como Amorosa Reina del Mundo. En la convicción de que es lícito y provechoso para la vida, para el amor, para la belleza, humanizar a los dioses y divinizar a los hombres, se le confió al oído el presentimiento de que la guirnalda y los cantos eran preludio de la coronación que, en lo Alto, recibiría como Divina Madre del Universo. Y de que cuando el Cielo la reclamara, no moriría : se dormiría. Y de que al despertar, a imagen y semejanza del cuadro Coronación de la Virgen, de Diego Velázquez —una reproducción del cual se le obsequió antes de las canciones y se colgó en la pared de la cabecera— se vería coronada por el dios padre ( Emilio ), y por el dios hijo ( Luis Gabriel, su esposo ), en la exultante presencia de Patricia, su hija, quien partió hace 19 años. Días después de la ceremonia, a las cuatro de la mañana del miércoles 22 de noviembre —fecha del cumpleaños de Esteban, séptimo de sus hijos— en la alcoba matrimonial de la casa adonde había llegado con su marido 37 años antes, y en donde él había dejado el mundo, la dulce Emilia traspuso los umbrales del Cielo mientras dormía. La acompañaba en la habitación su enfermera leal y amiga, Janeth García. Cuando el mayor de los hijos abrió las cortinas de lana, los rayos de la aurora tocaron el rostro santo. En las amadas manos, un ícono del Redentor. Y en el cuadro de la pared de la cabecera, bajo los esplendores de la paloma blanca, la glorificada madre coronada entre nubes. El canto de los pajaritos entró por la ventana entreabierta. Hacia el fin de la tarde, en el azul sin fondo, la pincelada de la luna nueva. Doce días después, sobre el horizonte de montañas, el plenilunio coincidía con la máxima cercanía del astro a la Tierra.                                    

 

Por Luis Gabriel Jaramillo F.

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