Blanca Uribe: inicio y despedida

Reseña sobre la presentación de apertura de la Temporada Nacional de Conciertos del Banco de la República 2019, ofrecida por la pianista colombiana en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá. La artista también visitó Pereira y Manizales.

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Luis Fernando Valencia*
09 de marzo de 2019 - 08:38 p. m.
En la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, la pianista Blanca Uribe anunció su retiro definitivo de la escena musical bogotana.  / Gabriel Rojas © Banco de la República
En la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, la pianista Blanca Uribe anunció su retiro definitivo de la escena musical bogotana. / Gabriel Rojas © Banco de la República
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El último acorde se desvaneció lentamente entre el resonar de la sala. Tras unos momentos fugaces de silencio, quizás necesarios para la digestión de la carga emocional que había implicado escuchar la flemática y precisa interpretación de un colosal e hipertrófico tema con variaciones, el público estalló en aplausos. Luego de quitarse las gafas, la figura encorvada de Blanca Uribe se incorporó lentamente. (Le puede interesar: Teresita Gómez y Blanca Uribe)

Una vez de pie, dirigió una sutil y elegante venia al emocionado público, gesto que en su simpleza parecía expresar esa amplia experiencia que precedía a la presentación de la venerada y querida artista: una venia cargada de sabiduría; de un largo pero maravilloso trasegar artístico y de innumerables experiencias y recuerdos, cuyo recuento trascendía ampliamente la imaginación de cualquier asistente. (Lea también: La vida de música de Blanca Uribe)

Luego de que la figura mítica de la artista desapareciera por primera vez del escenario, el público siguió aplaudiendo insistentemente, en parte por la emoción del momento, en parte como expresión de gratitud y veneración, y en parte seguro también por la tradición, cuyo código hacía entender el insistente aplauso como símbolo inequívoco de querer escuchar “más”. El deseo del famoso “bis” o la coloquial “ñapa”.

El concierto se realizó en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Había servido, además, como acto inaugural de la Temporada Nacional de Conciertos del Banco de la República y la temporada de esta emblemática sala.

La ocasión era sin duda especial, particularmente para los amantes de la sala y su oferta artística. Para ellos, entre los cuales me incluyo, cada apertura anual significa algo así como una primavera luego del inevitable receso invernal; el retoño vital de nuevas experiencias artísticas que enriquecen y alimentan la vida propia. El aura de aquella noche era, por tanto, de alegría. O al menos así lo percibía.

En un mundo que —con buena o mala intención, en nombre de las justas reivindicaciones, de la férrea defensa de alguna única fe verdadera, o de la mezquina ambición humana— invita constantemente a la división, una ocasión como la de aquella noche me invitaba a sentir una silenciosa empatía que embargaba a todos los presentes y nos hacía, en lo profundo, conocedores de nuestra más íntima comunal esencia; aquella que usualmente encuentra resonancia en las más nobles expresiones artísticas como las que suele ofrecer la sala. A pesar del cansancio que personalmente me recorría el cuerpo luego de una agotadora semana de actividades, aquella aura me alegraba el corazón.

En ese estado abordaba el concierto que seguiría al preludio de habituales corrillos reunidos en el foyer de la sala. Una primera ojeada al programa de aquella noche me causó sorpresa. No sé si la decisión había pasado primordialmente por los programadores o por Blanca Uribe. Lo cierto es que la noche ofrecía un recital compacto de piano que incluía solamente un par de obras sin intermedio.

Siempre he pensado que, hoy en día, esta oferta compacta es ideal para un goce sin riesgo de soponcio o saturación, lo que además deja la energía y el espacio requeridos para la dinámica social que se teje alrededor de la producción musical, y que enmarca e interpola los mágicos espacios de la música en vivo.

Mientras los corrillos se deshacían y la sala encontraba poco a poco el orden y la atención para el concierto, me percataba de la evidente asimetría entre las dos piezas seleccionadas. La primera, una sobria pero sentida sonata de Haydn, la Hob XVI:32 en si menor, obra compacta y llena de referencias al mundo expresivo de la “tormenta y angustia” y a aquel otro estilo figurativo de la época llamado “sensibilidad”. La segunda, la monumental obra 33 variaciones sobre un vals de Anton Diabelli, Op. 120, de Beethoven.

Blanca Uribe se sentó, se puso las gafas —que en ella pareciera dotadas de superpoderes—, y con su figura levemente encorvada inició el breve recorrido expresivo de la sonata de Haydn. Sus dedos sutilmente recorrieron la topografía del teclado, como sin esfuerzo, como nuevos. Luego de un breve receso, la artista retornaría y con gestos similares se acomodaría para el largo viaje a través de las oníricas variaciones beethovenianas. Impecable. Realmente poco más se puede decir. O quizás sí: asombroso. A veces el asombro se pierde con la costumbre de la excelencia.

Aquella noche Blanca Uribe me llenó de asombro. No esperaba que mi asombro pudiera aumentar con el “bis” que, pensaba mientras aplaudía, seguramente vendría en unos instantes. Pero al momento de volver al escenario, en vez de encorvar de nuevo su figura y ponerse sus súper-gafas, ella dio unas sencillas y sentidas palabras de agradecimiento y anunció —para mi inesperado mayor asombro— su retiro definitivo de la escena musical bogotana. Atónitos y conmovidos, los asistentes aplaudimos ese inesperado “bis” en el que la artista nos consoló prometiendo vernos en “la otra vida”. Y así, sin más, el concierto fue de inicio y despedida. Gracias Blanca. Hasta pronto.

* Maestro en Música con énfasis en guitarra clásica de la Pontificia Universidad Javeriana. Egresado de la Maestría en teoría y composición de Temple University, Filadelfia, Estados Unidos y de la Maestría y Doctorado en Musicología de la Universidad de Princeton, Estados Unidos. 

 

Por Luis Fernando Valencia*

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