Relato de un secuestrado que estuvo seis años cautivo en un campamento de la guerrilla, que fue considerado héroe de la patria y hecho famoso por la prensa, y luego empleado por el Gobierno y acosado por los medios de comunicación. Así podría titularse, con las mismas palabras usadas por García Márquez en el Relato de un náufrago, la extraordinaria historia de Fernando Araújo, sin lugar a dudas, uno de los personajes del año que termina. Fernando Araújo escapó de un campamento guerrillero en las postrimerías del año pasado. Deambuló cinco días por parajes desolados hasta llegar a una guarnición militar. Y recuperó su libertad en medio de la alegría y la incredulidad general.
El escritor italiano Primo Levi (autor de uno de los más lúcidos recuentos de los campos de concentración alemanes) decía que, en circunstancias de cautiverio y privación, existen sólo dos tipos de seres humanos: los salvados y los hundidos. Los primeros son los capaces de “sacar de la conciencia de sí mismos la fuerza necesaria para aferrase a la vida”, de “dar la batalla todos los días al hambre y a la consiguiente inercia… de aguzar el ingenio, ejercitar la paciencia y fortalecer la voluntad”.
Fernando Araújo es precisamente eso, un “salvado” en la descripción precisa de Primo Levi. “En lugar de hundirme —le dijo en enero a la periodista Pilar Lozano— daba gracias a Dios por lo bueno de mi vida: los hijos, los padres, los hermanos, los éxitos personales…”. “A veces pensaba: se me acabó la paciencia… Pero miraba a mi alrededor y me decía: ¿qué alternativa tengo? Sólo tener más paciencia”. “Vuelvo y siembro otra semilla de esperanza. Así sea de fantasía, así sepa que no es real”. Sus palabras, repetidas en cientos de entrevistas, son un testimonio vivo de la reciedumbre del espíritu humano.
Las aventuras de Fernando Araújo no terminaron con su fuga. En febrero, en medio de la sorpresa y la polémica general, el presidente Uribe lo nombró Canciller con la idea de que se convirtiera en “un símbolo de la tragedia nacional… un símbolo de que Colombia necesita superar esta tragedia”. En un principio, la simbología ocupó la agenda del nuevo ministro. Los relatos de sus seis años de cautiverio le mostraron al mundo, en la figura de un diplomático valeroso, la barbarie de las Farc. Pero los oficios de la simbología le dieron paso, como tenía que ser, a los líos de la Cancillería.
A las pocas semanas de su nombramiento, el canciller Araujo creó una pequeña conmoción diplomática cuando dijo, durante un foro celebrado en la ciudad de Washington, que las Farc admiraban al presidente Chávez. En retrospectiva, esta frase parece tan obvia, tan inocentemente cierta, que sus disculpas al respecto lucen innecesarias (casi cómicas): “Me refería —escribió Araújo en tono arrepentido— a una admiración como la “que otros pueden sentir por (los cantantes) Shakira o Juanes”. Recientemente, el Canciller se vio envuelto en otro escándalo por la presencia de su hijo en la Embajada en Washington en circunstancias confusas. Pero este incidente no pasará a mayores. Al fin de cuentas, el nepotismo diplomático es una constante nacional.
Actualmente Fernando Araújo enfrenta dos problemas mayores: uno con Venezuela y otro con el Congreso de los Estados Unidos. El Canciller venezolano no le pasa al teléfono. Y probablemente Nancy Pelosi tampoco. Varios analistas han señalado la inoperancia de la Cancillería en ambos casos, y tienen algo de razón. Pero la verdad del asunto es que la delicadeza diplomática, las buenas formas y las discretas razones, poco pueden hacer para solucionar dos problemas que son en esencia geopolíticos. Los demócratas están haciendo política con Colombia. Y Chávez también. Y el canciller Araújo se ha convertido en un testigo impávido. Ya relató su historia. Y le toca, por ahora, hacer de espectador.
Pero los problemas diplomáticos son simples notas de pie de página en esta historia. En medio de la crueldad de las Farc, de la tragedia de los secuestrados, Fernando Araújo es un ejemplo de resistencia y de valor. De él se puede decir, parafraseando a William Faulkner, que no sólo sobrevivió, sino que también prevaleció. En cuerpo y espíritu. Y contra todas las circunstancias.