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Cuarta de abono

Parecería que después de ver y padecer a los caballistas borrachos con ponchos al hombro y sombreros aguadeños echados para atrás chalaneando sus bestias, los entusiastas del rejoneo quedaron hostigados y ni a Hermoso de Mendoza quisieron ir a ver.

Alfredo Molano Bravo
29 de diciembre de 2012 - 04:44 p. m.
Pablo Hermoso, torero español.
Pablo Hermoso, torero español.
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Parecería que después de ver y padecer a los caballistas borrachos con ponchos al hombro y sombreros aguadeños echados para atrás chalaneando sus bestias, los entusiastas del rejoneo quedaron hostigados y ni a Hermoso de Mendoza quisieron ir a ver.

Porque la idea de que es el rejoneador vasco quien llena las plazas quedó en duda ayer en Cañaveralejo: tres cuartos de plaza. Quizá don Pablo lo resintió porque no estuvo como suele estar. Lo reconoció. Dijo no estar en forma por una caída que le afectó la columna. Con su primero, tercero de la tarde, Corcito, de 440 kilos, jabonero, se lució. Para nadie fue una sorpresa; es una regla que ha impuesto. Lo hace con naturalidad. También su cuadra se lució. A veces pienso que los caballos gozan los aplausos. Como siempre, templó con la grupa; acompasar una embestida a la velocidad que tenía el toro es de por sí extraordinario. Más, si da la vuelta al ruedo sin dejar tocar a Villa, su nueva estrella. Con Manolete, repitió lo que tan bien hace: banderillas al quiebro y entre una y otra, templó de costado, exponiendo las tripas de su caballo. Un pasodoble, Nerva, de solos largos entre melancólicos y solemnes, contribuyó a poner la plaza de pie por primera vez en la tarde después de la abulia que la afición sufrió con las faenas anteriores de Castaño y Guerrita Chico. Con Ícaro, un palomo ágil y fuerte, se midió con el toro, uno de los buenos toros que llevó Juan Bernardo Caicedo, cara a cara, belfo con belfo. (Ícaro suele morderles las orejas a los toros.) Es emocionante -–no sé qué opinarán los toros– ver a un caballo ponerse de parte de quien lo monta. Es una complicidad íntima, inexplicable. Con Pirata puso siete banderillas cortas y volvió a hacer, como siempre, el teléfono. La verdad, sobraba. El rejón de muerte fue concluyente. Un oreja, sin la obligada mayoría.

A Javier Castaño le tocó en la suerte del sombrero el mejor ejemplar de los mejores bernardinos, Estudiante, con 440 kilos. Un toro castaño oscuro que se revolvía con una feroz rapidez y obligaba al torero a improvisar para defenderse. Razón por la cual, con un toro así, la valentía se impone sobre cualquier rasgo estético, que, a decir verdad, en Castaño son raros. Con la capa le vi más las chicuelinas que las verónicas, que las hizo y templadas; pero las otras, de cintura, fueron excepcionales. Quiso, como en su primero, el peor del encierro, dejar su toro a mitad de plaza para invitarlo a ir de largo al caballo; un peón imprudente lo impidió. James despertó a Estudiante con un par de banderillas. (En Cali ahora sólo se ponen dos pares, ahorro en favor de los toros de laboratorio, que no son los de Juan Bernardo). De rodillas y sin cambiarlas de sitio, Castaño hizo tres pases por lo alto, muy valientes. Después de la vara el torito mostró fijeza. Castaño se amoldó templando, pero sin la suavidad que habría podido tener con un torito que embestía con dulzura no exenta de peligro. Hizo un cambiado de mano que erizó los tendidos porque el toro, por noble, no aprovechó el hueco. Con la izquierda, citó de frente; en algunos pases se vio comprometido y otros fueron desarreglados. Un natural cambiado por la espalda lo destapó: la femoral quedó a tiro de cuerno. Aguantó el torero; el toro midió y al siguiente intento, lo inevitable: torero al aire. Toreó con verdad, con valor. Los miedos revolotearon por la plaza. Dos orejas bien ganadas y en el arrastre un beso en el cuerno derecho de Estudiante, por donde mejor entraba.

El resto de la tarde quedó mocho como el toro de Castaño. Nada pudo hacer Guerrita con su segundo a pesar de tres chicuelinas bajas y airosas con que salió a sacarse los clavos que le dejaron tanto su primero como los lances de su rival de la tarde. Con la muleta no encontró el sitio. Gritos de no te muevas se oyeron en los tendidos. Dijo en la radio al final: “El toro no encontró el sitio”. Los invertidos de Castaño lo dejaron al revés.

Por fin, ya casi sin luz, tampoco se vio a Pablo Hermoso hacer lo que sabe hacer. Con decir, para no decir nada más, que dejó siete banderillas cortas en la arena de Cañaveralejo, el mismo número que había dejado en el morrillo de Corcito.

Los toros de Juan Bernardo Caicedo, salvo el primero, todos de cartel: bravos, nobles, rápidos.

Por Alfredo Molano Bravo

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