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El centro de la Feria de Manizales son los toros, aunque haya otros espectáculos, como las carreras de carritos de balineras, paseos por los cafetales –que mucho te gustarían, Antonia–, desfile de reinas, cine, teatro. Si no va a la plaza, la gente oye la corrida por radio o se entera de lo que pasó en los bares y restaurantes donde se rematan; más aún, muchos aficionados salen a recibir a los toreros al aeropuerto. Para el pueblo que entiende toros, los toreros son sus héroes. Y los héroes son seres extraordinarios porque hacen lo que los mortales no podemos hacer.
El miércoles se vieron esos destellos del otro mundo en dos faenas, la del vasco Pablo Hermoso –el mismo nombre que tiene mi nieto menor– de Mendoza toreando a caballo a Villancico, y la de Manuel Libardo, un torero joven nacido en Ubaté, con Blasonero. Iván Fandiño, también vasco, anda de malas y la suerte no le ayudó. Y es que en toros todo es impredecible, salvo la ubicación de la plaza. Y ni eso, porque en Bogotá, como sabes, hemos tenido que irnos a Subachoque por ese mal de hígado verde que mantiene Petro.
A Fandiño le salieron los peores del encierro y aunque trató con el primero, se desencantó del bicho después de darle tres bellos cambiados por la espalda, que si bien no son tan peligrosos, si son muy espectaculares. En toros, como te cuento, todo es impredecible. O mejor, lo que pasa está regido por la suerte. Hay toreros como los gitanos, que tratan de adivinarla para saber si torean o no. Nunca se sabe si va a llover o si el viento va a molestar a los diestros; si los toreros amanecieron alegres o tristes; si los toros salen bravos, como el extraordinario que le salió a Pablo Hermoso, o pésimo, como el primero de Manuel Libardo y casi todos los de Vistahermosa.
Por eso en los toros nada es pactado, salvo lo que ganan empresarios, ganaderos y toreros; por eso es tan mal visto por el público que un diestro se copie de sí mismo, que haga lo mismo cuando torea. El que mira espera siempre algo nuevo, extraordinario, inédito en cada tarde, en cada torero, en cada pase. Como pasó ayer en el primero de Pablo Hermoso, que, como sabes, torea a caballo –tú lo has visto– tiene caballos de ensueño, ni el caballo de palo que volabas cuando tenías 3 años se puede igualar a los que sacó ayer: un moro pataconeado, un alazán claro, dos blancos; todos fuertes, todos ágiles, todos inteligentes. Su toro, Villancico, se enamoró de los caballos y por ahí mismo del jinete.
Y como no hay amores por aparte, todos los caballos, el rejoneador y la plaza entera terminamos enamorados de Villancico. Galopaba al ritmo de cada caballo, Churumai, Viriato, Dalí, Pirata –la gracia es que cada uno tiene su forma de andar–; perseguía sus colas, embestía sus ancas y el estribo de Pablo. Le ayudaba al rejoneador a poner las banderillas, los rejones, la espada, con embestidas francas y claras. Y Pablo se daba gusto toreándolo con la cola, con la panza, con el pecho de sus caballos como si fueran capotes o muletas. Por momentos uno podía pensar que los tres –jinete, toro y caballo– pensaban, y pensaban lo mismo y al mismo tiempo. Se acompasaban en todo, y el compás, o el ritmo, es el milagro que hacen la armonía y la música. Fue lo que hizo Pablo con sus caballos y con ese Villancico de Miguel Gutiérrez, para el que, contra la tradición, la presidencia aceptó el indulto. Fue un toro tan valiente, que regresó solo a los corrales, como salió por la Puerta Grande. Pablo Hermoso con dos orejas cortadas.
Manuel Libardo, que hizo una gran faena con su segundo, un toro algo sospechoso que, como los de Vista Hermosa el miércoles, no dieron juego, es decir, Antonia, no se animaron a ser toreados. El torero se había lucido hace ocho días en Choachí –plaza que conocemos– con un toro de Miguel Gutiérrez que también indultaron. Ese día toreó con Cristóbal Pardo y con Ramsés II, que salieron en hombros de esa plaza fiel llamada La Morenita.
En Manizales Manuel Libardo mostró aseo, limpieza, y sobre todo, lentitud. Como todo es tan rápido en el toreo, la lentitud es una gran virtud porque demuestra la fuerza que el torero tiene sobre sí mismo, sobre sus reacciones instintivas, poniendo sobre todo lo demás sus sentimientos, que son al fin y al cabo los que logra despertar en la plaza cuando, además de torear con lentitud, lo hace arrimándose al toro. En Choachí mostró que ya sabe matar noblemente los toros. Lo confirmó en Manizales; entró por donde se debe entrar, con poder y certeza, pero salió enganchado por haber jugado a fondo la suerte. Fue tal el espadazo, que tardó más el torero en llegar a tablas después del golpe que el toro en caer fulminado.