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El árbol de Navidad más grande del mundo

María y su pequeño hijo habían caminado esa tarde por la selva impenetrable, con hambre, con el frío que calaba hasta sus huesos y con la humedad que cubría sus cuerpos desvalidos, ya que esa mañana había llovido durante varias horas, y el agua al caer lentamente, de rama en rama, lo había empapado todo. Llegada la noche acamparon debajo de un gran árbol de varias brazadas de envergadura.

Gilberto Lesmes Cubillos
27 de diciembre de 2007 - 02:40 p. m.

A pesar del cansancio acumulado en su cuerpo y en su alma, después de padecer varios años de secuestro, María aún tenia aliento para continuar la labor que venía realizando durante las últimas ocho noches al acampar en diferentes lugares; ella, con ramitas, palitos, frutos, hojas caídas y mucho amor, inició la construcción de un improvisado pesebre. Las figuras que lo adornaban sólo estaban en su imaginación, María cariñosamente se las transmitía a su pequeño hijo y él en su mente de niño se encargaba de redimensionarlas hasta el infinito, porque en el mundo de los niños nada es  imposible.

Manuelito interrumpió: –Mami, ¿dónde está el árbol de Navidad del que tanto me has hablado? –Mi pequeño niño, contestó María, tienes la fortuna de poseer el árbol de Navidad más grande y hermoso del mundo, míralo cómo se yergue majestuoso sobre ti; las lianas son sus guirnaldas, allá en lo alto, las orquídeas adornan sus ramas, sus frutos son las bolitas de Navidad, en él las aves entonan villancicos en alabanza a su Creador y las gotitas de rocío son las luces que titilan al reflejar la luz de la luna –¿y los regalos?, –interrumpió Manuel, –los árboles son un regalo de Dios para todos los seres vivos, –aseguró María, su madera nos da techo y comodidad, nos dan lumbre y calor para protegernos en las noches frías; son el albergue de muchos seres vivos, con sus frutos nos proveen de comida, también nos dan el oxígeno que necesitamos para vivir, debemos protegerlos así como ellos nos protegen. Luego comenzó a entonar de forma casi imperceptible “Noche de paz, noche de amor” mientras continuaba armando su improvisado pesebre…

Un hombre fuertemente armado, rudo y mal encarado, desde el oscuro follaje observaba la escena; afloraron en él recuerdos de su infancia que le oprimieron su corazón de hombre duro, porque allí, en su mente había un rinconcito donde habita el niño que todos llevamos dentro. Sus padres, a pesar de su pobreza y limitaciones, siempre abrían un espacio para la Navidad. Como no tenían dinero, su viejo le improvisaba juguetes con lo que había a la mano y él los tomaba y les infundía vida como los mejores regalos del mundo. Además él también tenía su hijo, quien vivía con la mamá en el pueblo, casi no lo veía pero lo amaba igual, seguramente esa noche estarían celebrando la Navidad sin él. Iracundo surgió de las sombras de la noche y gritando vociferó: –¡maldita Navidad!, con su bota arremetió a puntapiés contra el improvisado pesebre; María abrazada a su hijo y poniendo su cuerpo como escudo protector, buscó refugio en el árbol milenario que la acogió entre sus enormes raíces. El niño, horrorizado, con sus grandes ojos llenos de lágrimas, miraba al hombre sin comprender por qué, si era el mismo señor que le regalaba frutos silvestres y a trechos lo cargaba al hombro en sus largos días y noches de vagar por la manigua, ahora le destruía su pesebre.

Los ojos del hombre rudo, al ver al niño tan triste y asustado se humedecieron; porque los hombres rudos también tienen lágrimas, aunque estén muy recónditas en lo profundo de su ser, y ante la mirada cómplice de sus compañeros de guardia dejó a un lado su fusil y desarmó su corazón, se agachó y comenzó a reconstruir el improvisado pesebre; el niño se fue acercando, primero con precaución, luego con alegría. Poco a poco se acercó también María y los tres continuaron con su noche de paz,  fue como un canto  de amor que penetró en todos los rincones de la selva y su eco llegó hasta la ciudad como un himno a la vida y al amor, un  canto de esperanza que trataba de lograr el milagro de sensibilizar a una sociedad indiferente.

SARA, LA NIÑA RARA


De pie, frente a su ventana, Sara observaba fascinada lo que ocurría aquella noche allá afuera; el aire estaba saturado de villancicos; pequeños cantores, en improvisado coro, acompañados de pitos, maracas y panderetas amenizaban la novena a domicilio a cambio de un dulce o de una galleta. Las luces de Navidad parpadeaban por todas partes formando un mundo de fantasía; la gente caminaba apresurada de un lado a otro llevando en sus manos paquetes con coloridos moñitos y en las ventanas de cada residencia se divisaba la silueta de arbolitos cargados de frutos luminosos y rodeados de mariposas multicolores, algunos estaban llenos de duendes como para iniciar un cuento de hadas. En otras ventanas aparecía un señor gordo, de luengas barbas de nieve, vestido de rojo, cargado con muchos regalos y parecía sonreírle a todo el mundo, sin embargo la casa de Sara parecía sola, estaba oscura y en silencio.

De la habitación contigua la voz de una mujer adulta rompe el silencio: –Sara, hija, ya es hora de ir a dormir. –Pero mamá, –respondió Sara con la esperanza de que, por lo menos la dejasen un rato más, –todavía es muy temprano, déjame otro ratito, quiero seguir contemplando lo que sucede en la calle.

La noche estaba tibia y acogedora, el cielo cargado de luceros parecía complementar la escena navideña. Sara, mientras, continuaba maravillada contemplando lo que pasaba a su alrededor, recordó lo que le había sucedido últimamente en el colegio y por qué sus compañeritas le decían ‘Sara la niña rara’. Tal vez porque un día ellas le preguntaron: ¿Sara qué le vas a pedir este año de regalo al Niño Dios? –¿Quién es ese niño y… cómo hago para pedirle un regalo? Me gustaría tener una muñeca. –¿Cómo? ¿No lo sabes? No seas tonta, diles a tus padres lo que quieres pedirles y sólo tienes que esperar el 24 de diciembre a la media noche para recibir tu regalo. –En mi casa nunca se habla de eso, replicó Sara. Las niñas se alejaron porque Sara era en verdad una niña rara.

Pero esto le sucedía no solamente en el colegio, en el barrio donde vivía no tenía amigos; sus padres se lo prohibían, según ellos, podría aprender malas costumbres. En otras navidades los vecinos les traían tarjetas y golosinas como natilla y buñuelos, pero sus padres, aunque aparentaban ser corteses y amables, no podían disimular que no compartían esas costumbres, así que Sara y su familia se fueron quedando solos y sin amigos.

Sara no podía comprender por qué debía ser diferente a los demás niños de su barrio, cómo le gustaría correr por aquellas calles, saltar, jugar y cantar como lo hacían todos los niños. ¿Por qué tenía que ignorar la Navidad? Si estaba al mirar la televisión, escuchar la radio, ver las revistas, incluso en los almacenes y supermercados, en la calle; la Navidad estaba en todas partes menos en su casa: ¿por qué? Cuando les preguntaba a sus padres ellos le respondían: tú aún no tienes la edad para comprender. ¿Comprender qué, si la Navidad es para los niños?

Era casi la media noche y  Sara parada en la ventana esperaba la llegada de ese niño del que tanto hablaban.

–Sara: gritó  su mamá, –vete a la cama, una lágrima rodó por la carita triste de esta niña rara. –Mamá, ¿por que no puedo esperar al niño Dios? –Porque no somos cristianos y punto, te vas a dormir ya.

Y Sara, la niña rara, se fue para su camita con la esperanza de que, por lo menos, en sueños pudiese conocer al Niño Dios, pero lo que ella no sabía era que ya lo llevaba en su corazón.

Por Gilberto Lesmes Cubillos

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