Soy el biógrafo de Gabriel García Márquez. Llegué a Cartagena a finales de febrero. Gabo iba a cumplir 80 años el 6 de marzo y se habían organizado siete semanas de eventos y fiestas garciamarquianas desde el Festival de Cine de Cartagena hasta la Feria del Libro de Bogotá; entre esos eventos y sus fechas se celebrarían —en Cartagena misma— la reunión anual de la Sociedad Interamericana de Prensa, con Bill Gates como invitado de honor (y Gabo como invitado especial), y una semana después, el plato fuerte de todo ese banquete alucinante, el cuarto Congreso de la Lengua Española.
El primer evento del Congreso de la Lengua sería el solemne homenaje brindado a Gabo por la Real Academia y la presentación de la nueva versión de Cien años de soledad, sólo tres años después de la publicación de la nueva edición del Quijote cuatrocientos años después de la primera. El mensaje, entre líneas, era claro: García Márquez era el nuevo Cervantes.
Habían pasado más de quince años desde el momento en que conocí a Gabriel García Márquez y el libro, prometido al desdichado editor londinense para 1994, se iba alargando y al alargarse se me iba escapando, de tal manera que —muy adentro— iba perdiendo la convicción de que algún día lo podría realmente terminar.
Cierta tensión rodeaba los eventos de fines de marzo. Gabo no había llegado al Festival de Cine, a pesar de la asistencia de varios directores notables que llevaron novelas y cuentos suyos a la pantalla. “No me invitaron”, fue el pretexto (muy de Gabo). Celebró su cumpleaños en otra parte. En toda Cartagena se veían carteles con la leyenda “Congreso de la Lengua” acompañada de una foto del Premio Nobel sacando la lengua, imagen que parecía tener un mensaje subliminal para la Academia y para todos.
Pero llegó a tiempo para asistir al último día de la SIP y la tensión iba disminuyendo. Para mí, todo fue como una película en la cual participé y de la cual también fui simultáneamente espectador. Los periódicos, la televisión, la internet, todo estaba lleno de Gabo. Todos sus amigos recordaban y hablaban y escribían sus reminiscencias.
Llega el día. 26 de marzo, 2007. Cartagena arde. Miles de personas en el Centro de Convenciones. Llega García Márquez, con Mercedes, y el auditorio, electrizado, les da la bienvenida en una verdadera explosión de pasión colombiana.
Están los amigos de Gabo, sobre todo Carlos Fuentes y Tomás Eloy Martínez; están varios ex presidentes de Colombia; está gran parte del elenco del drama que yo estoy escribiendo basado en la vida que otra persona ha estado encarnando y que ha motivado la película que aquí mismo estoy viendo y viviendo. Realmente es demasiado, no puedo asimilar lo que está pasando.
Estoy sentado con la familia de Gabo (¿dónde mejor?). En el podio todos están listos. Los reyes de España aparecen en la enorme pantalla detrás del podio avanzando en close up —película dentro de la película— hacia el auditorio, donde la emoción y la excitación suben incontrolablemente.
Empieza la ceremonia. Habla el rey de España, rey de los Borbones que perdieron América Latina pero ahora la están recuperando (dicen algunos). Hablan Betancur, Uribe, Martínez y Fuentes.
La ceremonia se interrumpe. “Señoras y señores, ha llegado el ex presidente de Estados Unidos Bill Clinton”. El delirio. Entra Clinton aplastado y acariciado por los aplausos. Pensé: ha venido el rey de las Españas; ha venido un potentado del nuevo imperio. Sólo faltan el rey pirata, Fidel, y el Papa (después de todo, un papa asistió a los funerales de la Mama Grande, por qué no asistir a la apoteosis de García Márquez).
Habla Gabo. Orando silenciosamente, todos suplican que salga inmune de esta lid tardía. (Es como si el mismo Cervantes recibiera, en vida, los honores que sólo le llegaron, poco a poco, en siglos posteriores que él no vería). Su discurso es un tributo a Mercedes, quien está allí para cuidarlo. Como siempre. Gabo recuerda los tiempos de pobreza y la famosa visita a la oficina de correos para despachar el manuscrito de Cien años de soledad sin el dinero necesario para enviarlo todo.
Habla Víctor García de la Concha, director de la Academia. Su discurso es una infidencia, pero le ha pedido permiso al rey para hacerlo. Cuenta que cuando se le propuso este homenaje, Gabo respondió: “Sí, pero yo a quien quiero ver es al Rey”. Y, por las dudas, desconfiado, fue él mismo a hablar con don Juan Carlos y le dijo: “Tú, Rey, lo que tienes que hacer es ir a Cartagena”. Y el Rey llegó a Cartagena para honrar al segundo Cervantes (el primero también había querido ir en 1590, pero el rey de entonces no le dio permiso) y para inaugurar el cuarto congreso.
Recordé lo que me dijo alguna vez Alfonso López Michelsen. “Todos dicen que Gabo está obsesionado con el poder. Pero la verdad es que somos nosotros los que lo buscamos a él, y no al revés”. Sí, porque la Literatura, mucho más que el Poder, promete la inmortalidad.
Después, en el Museo Naval, Bill Clinton, hablando en inglés, dio el mejor elogio imaginable a un gran escritor. “Me enseñaste a vivir”, le dijo. Yo pensé: !Ay, Gabo, a mi también me enseñaste a vivir pero la biografía no me ha dado tiempo para hacerlo”.
Qué vergüenza, recordando boleros en medio de tanta solemnidad. “Tú me enseñaste…”.
* Escritor