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El Tesoro del Pirata

El 20 de diciembre de 1955, el gobierno de Rojas Pinilla multó con $10.000 a El Espectador, que cuatro días después hizo una histórica defensa de la libertad de expresión y rechazo a la censura en el editorial 'El Tesoro del Pirata'.

Editorial
27 de marzo de 2012 - 02:14 a. m.

El país y nuestros lectores nos conocen, y saben que el hecho físico de que el señor presidente de la República, por conducto de su corneta de órdenes, el doctor Jorge Luis Arango, nos haya impuesto una multa de diez mil pesos por presunta y no determinada infracción de un inciso cualquiera del decreto número 2535 de 1955, no nos duele en absoluto por el aspecto material –-pecuniario digamos para halagar un poco los oídos harpagónicos del régimen— de la pena con que se nos castiga. Estamos dispuestos a satisfacerla sin la apelación de única instancia que el decreto sobre desacato a sus sacras reales majestades nos concede para ante el director Jefe Supremo de la Oficina de Información y Propaganda del Estado, a cuyo sumo hacedor le plugo que fuese él a la par, como en el conocido caso de la conciencia de Núñez de Arce, delator, juez y verdugo de los periodistas colombianos.

Si hemos de referirnos, y lo hacemos con repugnancia gástrica, a este minúsculo incidente, es tan solo porque lo consideramos como un nuevo y no el último eslabón de la cadena de persecuciones y de agravios atada al cuello de la prensa independiente de Colombia por los gobiernos que se han sucedido en el país desde el 9 de noviembre de 1949, aunque haya habido uno —el actual— que derrocó los de sus inmediatos antecesores dizque para restablecer la legalidad proscrita, la justicia conculcada y la libertad oprimida. Y es difícilmente creíble, aunque ciertísimo, que los sistemas de represión de la imprenta implantados por el doctor Ospina, continuados por el doctor Laureano Gómez y perfeccionados por el doctor Urdaneta, resultan de una lenidad franciscana, con todo y los criminales atentados del 6 de septiembre, cuando los comparamos con los que ha establecido el general Rojas del 8 y 9 de junio de 1954 para acá. A partir de estas dos fechas de luto incancelable en el calendario histórico de Colombia —y únicamente porque después de ellas y a la vista y consideración de ellas nos hallamos los periodistas independientes ante la obligación de restringirle al gobierno de las Fuerzas Armadas y a su jefe el crédito de confianza que con plazo indefinido pero en ninguna manera ilimitado le abrimos patriótica, generosa y un poco temerariamente el 14 de junio de 1953— han sido escasos los días en que no hayamos recibido de las autoridades un agravio, sufrido un perjuicio, soportado en cualquier forma un persecución, desde la censura hasta el ultraje, el decomiso por mano militar, la amenaza de cárcel por decreto, la multa por resolución, el destierro por obra de misericordia, la expropiación por calanchín y la clausura por discurso.

Aparte de la censura previa, unas veces total, otras parcial, un día civil, militar al siguiente, suprimirla hoy para restablecerla mañana, tornar a suprimirla después y mantener siempre latente la amenaza de su restauración, hemos tenido los periodistas que afrontar los efectos de una legislación ejecutiva improvisada, incoherente y epiléptica pero en todo caso draconiana, que va desde el malogrado decreto número 2835 de 1954 sobre injuria y calumnia, reemplazado pocos días después con el número 3000 del mismo año, y sobre los mismos delitos, y adicionado meses más tarde con el número 1139 sobre acusaciones a los militares en acción, hasta llegar al número 2535 de 1955 sobre desacato, una especie de decreto Everfit —“listo y a su medida”— que el doctor Arango no pudo resistir a la tentación de probarse, aplicándonos a El Correo, de Medellín y a El Espectador sendas multas de a diez mil pesos antes de pasar él de la Dirección de Propaganda del Estado a la gerencia de la Empresa Nacional de Publicaciones con ochocientos pesos más de salario de un mismo Tesoro, y antes de que venga a reemplazar aquel decreto —su decreto— el “inminente” estatuto de prensa cuya elaboración acaba de encomendar el Gobierno a cuatro de las llamadas “conciencias jurídicas”, bajo la paternal vigilancia del doctor Pabón Núñez.

Todo aquello no era bastante, sin embargo, y había que agregarle una serie no interrumpida de injustos y procaces agravios al periodismo y a los periodistas, proferidos por funcionarios de todas las ramas y de todas las categorías y por oficiales de todas las armas y de todas las graduaciones, de palabra o por escrito, impresos, radiodifundidos o televisados, al aire libre ante sesenta mil habitantes de La Palma, Cundinamarca, o en recinto cerrado ante la augusta y silenciosa presencia del Cardenal Primado de Colombia.

Pero algo falta aún y ya ha llegado: el ataque por el sistema típicamente estratégico de minar la base económica de las empresas periodísticas independientes.

El submarino insignia del doctor Arango ha cobrado ya una pequeña victoria y mañana vendrán las de los guardacostas del doctor Villaveces, que desde principios de agosto pasado, en repugnante coincidencia con la clausura de El Tiempo, atracaron en las oficinas de ese ilustre diario, en las de El Colombiano, de Medellín, y en las de El Espectador, a caza de no sabemos qué monstruosos fraudes al Tesoro Nacional. Por lo que a nosotros respecta, podemos decir que las lanchas fiscales se han paseado libremente por todos los rincones de nuestra modesta heredad, han buceado hasta el fondo en nuestros libros y en nuestros archivos, y ahí están todavía con las fauces abiertas como tiburones en acecho. Lo que no conocemos aún es el monto exacto del botín que le van a llevar a Mr. Morgan. A Mr. Morgan, el banquero.

Por Editorial

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